El pasado 2 de mayo, Lourdes
Arencibia publicó el siguiente artículo en la sección Tradutore Tradittore
de la publicación digital Cuba Literaria. Lo reproducimos por su interés, a pesar de que se refiera al escritor Gabriel García Márquez como "el Gabo".
El Gabo y la traducción
Corría el año 2003, los
almanaques en La Habana
marcaban concretamente el 12 de junio. Por aquellos días me encontraba más que
enfrascada, junto a un equipo de colegas del ICAIC, en la ingente tarea de
transcribir —casi descifrar y, si venía al caso, traducir al español—, con
miras a su selección y ulterior publicación, del epistolario —de ordinario
manuscrito— que había sostenido durante años Alfredo Guevara con los más
variopintos correspondientes que alguien pudiese imaginar, personalidades
destacadas, en su mayoría del mundo de las artes, la literatura, el pensamiento
científico y social, la política, la vida cotidiana…
Estaba allí por aquella razón.
Era ya tarde-noche, y el motivo que nos congregó de pronto fue la presencia de
un conjunto de músicos griegos que, de paso por La Habana , iba a regalarnos la
interpretación de melodías de su país. Al decir “nos”, me obligo a referirme a
la composición de aquel plural “inclusivo” que me sumaba “como el pelo en la
sopa”, por puro azar y ninguna pertenencia real, a un reducidísimo grupo de
personas donde estaban nada menos que Costa Gavras y Gabriel García Márquez. Al
imaginar aquel puñadito de personas, que se contaban con los dedos de una mano
—y sobraban dedos—, no hace falta decir que la comunicación era casi
obligatoria, de la más elemental cortesía, pues, como suele suceder en círculos
tan restringidos, cada quien supone que “al otro” también le corresponde estar
allí y, por tanto, la integración suele darse espontáneamente, con la mayor desinhibición.
Así me sucedió. Y de repente, me
ví conversando con Costa Gavras —uno de aquellos cuya correspondencia con
Alfredo debía descifrar— de mis aficiones por la música de Mikis Teodorakis,
del inolvidable concierto en la
Plaza de la
Catedral y su versión del Canto general de Neruda,
de mis dos viajes a Chipre, donde no dejaba de visitar los centros nocturnos
donde se interpretaba y se bailaba la música griega y hasta ensayé unos
“pasillos” tomados por los hombros, con los brazos extendidos, como se suele
bailar esa música según había visto hacer ¡¡¡en Zorba el griego!!!
Naturalmente, me presenté como lo que soy: traductora e intérprete, a secas. Y
hablando sobre traducción, se nos sumó García Márquez, a quien fui presentada
“como una insólita fémina cubana que traduce, baila danzas griegas y sabe de vallenato!”.
Con García Márquez hablé, más que
nada, de traducción y de mis gratas experiencias como profesora de
interpretación en la universidad Los Andes de Bogotá. De los “cachacos” y los
“costeros” y, por supuesto, de música, de lo cual él era un real experto. Me
contó que, cuando joven, muchas veces se había ganado el pan con la traducción,
una nobilísima actividad que no desdeñaba porque —si aceptable— era el mejor
vehículo de universalización del pensamiento intercultural que relativamente
existía, pues, hasta ahora, el hombre, con todas sus tecnologías, no había
encontrado una mediación mejor para comunicarse con sus semejantes de otras
culturas. Me confesó que, pese a ciertas prevenciones, solía leer curiosa y
críticamente —con frecuencia, aburrido— las traducciones de su obra, las
autorizadas y las piratas, las mejor y las peor logradas, que eran muchas —en
su artículo “Los pobres traductores buenos” (21 de julio de 1982), publicado
por ACI, ya le había leído decir: “Para mí no hay curiosidad más aburrida que
la de leer las traducciones de mis libros en los tres idiomas en que me sería
posible hacerlo. No me reconozco a mí mismo, sino en castellano”—. Luego me
alentó a continuar amando y enalteciendo mi “misión”. Y sentí que no lo decía
como un cumplido, sino por convicción. Por eso, lo tomé como enseñanza y
compromiso.
Fueron dos interlocutores
inolvidables, de una gentileza, sabiduría y encanto más allá del lenguaje, por
descriptivo que pretenda ser. Al final, ambos me firmaron un ejemplar del Pedro Páramo de Juan Rulfo que
acababa de comprar en Bogotá y llevaba en mi bolso por casualidad. García
Márquez lo hizo con particular y generosa admiración por ese otro gigante de la
literatura universal. Aquí reproduzco su autógrafo, un emocionado recuerdo de
su extraordinaria personalidad. Para mí —como para todos—, García Márquez no ha
muerto. Seguirá vivo para siempre en la memoria, en sus libros y en mis traducciones.
Aprovecho para reproducir otros fragmentos del conocido
artículo:
“Alguien ha dicho que traducir es
la mejor manera de leer. Pienso también que es la más difícil, la más ingrata y
la peor pagada. Tradittore,
traditore, dice el tan conocido refrán italiano, dando por supuesto que
quien nos traduce nos traiciona […] todo lo contrario: es un cómplice genial.
Como lo han sido los grandes traductores de todos los tiempos, cuyos aportes
personales a la obra traducida suelen pasar inadvertidos, mientras se suelen
magnificar sus defectos. […] Es poco probable que un escritor quede satisfecho
con la traducción de una obra suya. En cada palabra, en cada frase, en cada
énfasis de una novela hay casi siempre una segunda intención secreta que sólo
el autor conoce. Por eso es sin duda deseable que el propio escritor participe
en la traducción hasta donde le sea posible. […] Cuando se lee a un autor en
una lengua que no es la de uno se siente deseo casi natural de traducirlo. Es
comprensible, porque uno de los placeres de la lectura — como de la música— es
la posibilidad de compartirla con los amigos. […] Dos de los escritores que me
hubiera gustado traducir por el solo gozo de hacerlo son Andre Malraux y
Antoine de Saint-Exupery, los cuales, por cierto, no disfrutan de la más alta
estimación de sus compatriotas actuales. Pero nunca he ido más allá del deseo.
En cambio, desde hace mucho traduzco gota a gota los Cantos de Giaccomo Leopardi, pero lo hago a escondidas y en
mis pocas horas sueltas, y con la plena conciencia de que no será ese el camino
que nos lleve a la gloria ni a Leopardi ni a mí. Lo hago sólo como uno de esos
pasatiempos de baños que los padres jesuitas llamaban placeres solitarios. Pero
la sola tentativa me ha bastado para darme cuenta de qué difícil es, y qué
abnegado, tratar de disputarles la sopa a los traductores profesionales. […] El
conde Entico Cicogna, que fue mi traductor al italiano hasta su muerte, estaba
traduciendo en aquellas vacaciones la novela Paradiso, del cubano José Lezama Lima. Soy un admirador devoto de
su poesía, lo fui también de su rara personalidad, aunque tuve pocas ocasiones
de verlo, y en aquel tiempo quería conocer mejor su novela hermética. De modo
que ayudé un poco a Cicogna, más que en la traducción, en la dura empresa de
descifrar la prosa. Entonces comprendí que, en efecto, traducir es la manera
más profunda de leer. Entre otras cosas, encontramos una frase cuyo sujeto
cambiaba de género y de número varias veces en menos de diez líneas, hasta el
punto de que al final no era posible saber quién era, ni cuándo era, ni dónde
estaba. Conociendo a Lezama Lima, era posible que aquel desorden fuera
deliberado, pero sólo él hubiera podido decirlo, y nunca pudimos preguntárselo.
La pregunta que se hacía Cicogna era si el traductor tenía que respetar en
italiano aquellos disparates de concordancia o si debía verterlos con rigor
académico. Mi opinión era que debía conservarlos, de modo que la obra pasara al
otro idioma tal como era, no sólo con sus virtudes, sino también con sus defectos.
Era un deber de lealtad con el lector en el otro idioma. […] Pero he leído
alguno de los libros traducidos al inglés por Gregory Rabassa y debo reconocer
que encontré algunos pasajes que me gustaban más que en castellano. La
impresión que dan las traducciones de Rabassa es que se aprende el libro de
memoria en castellano y luego lo vuelve a escribir completo en inglés: su
fidelidad es más compleja que la literalidad simple. Nunca hace una explicación
en pie de página, que es el recurso menos válido y por desgracia el más
socorrido en los malos traductores. En este sentido, el ejemplo más notable es
el del traductor brasileño de uno de mis libros, que le hizo a la palabra astromelia una
explicación en pie de página: flor imaginaria inventada por García Márquez. Lo
peor es que después leí no sé dónde que las astromelias no sólo existen, como
todo el mundo lo sabe en el Caribe, sino que su nombre es portugués.”
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