Traductor de Jonathan Swift, Charles
Dickens, Robert Louis Stevenson, Henry James, Edith Wharton, Willa Cather y
John Banville, entre muchísimos otros, en la siguiente columna de opinión, publicada
el pasado lunes 12 de mayo en El Trujamán, el español Ismael Attrache, reflexiona sobre las razones de lo que hace.
Por qué traduzco
Todas las profesiones afectan
profundamente a quien las practica, informan su existencia, la condicionan,
permiten que ésta crezca en unos aspectos y hacen que se atrofie en otros; de
forma inevitable, el ejercicio diario al que sometemos nuestras mentes y
nuestros cuerpos tonifica, desarrolla o agarrota ciertos músculos, y hay
oficios cuyos practicantes solo parecen tener los bíceps muy desarrollados,
pero poco sostén en las piernas para aguantar tal exceso de masa superior; no
creo que existan muchos trabajos que, bien ejercidos, puedan dar equilibrio a
toda una vida y no causar desajustes interiores que, a la larga, acaban
manifestándose de un modo u otro. Trabajos que obliguen continuamente a
cuestionar todo lo conocido y que, al mismo tiempo, ofrezcan la libertad de
inventar una solución nueva para resolver lo imposible, todo ello sustentado (y
menos mal) por las intrincadas y cambiantes leyes y límites de la gramática y
del texto original. Hablo de la traducción, evidentemente.
Seguramente todas las personas
que, por un motivo u otro, viven una relación particularmente intensa, o tensa,
u obsesiva, o cercana con las palabras sienten de forma cotidiana una insidiosa
sensación de frustración que en muchos momentos puede convertirse en verdadero
malestar. Las palabras nos acosan, nos asedian, nos cautivan y también nos
prometen cosas que jamás cumplen, se erigen en definidoras de un mundo tan
desesperante y complejo que será mejor no seguir abundando ahora en estos
rasgos; de forma que, si nos hemos dado cuenta íntimamente de que tenemos una
relación con las palabras que resulta interesante, problemática, estimulante y
cargada de deseos insatisfechos que a la vez nos empujan a la acción y también,
siempre, a cierto desencanto, a la imposibilidad de conseguir lo anhelado (sí, precisamente
como una relación amorosa; de hecho, creo que podría definir todas las
relaciones amorosas que he vivido en función del particular estado de mi
relación con las palabras en ese período), también acabaremos dándonos cuenta,
tarde o temprano, de que, al decidir construir nuestra vida, o al menos una
parte muy importante de ella, en torno a nuestro vínculo con el lenguaje, esa
herramienta tan característica y contradictoria de la condición humana, también
nos estamos abocando, sin que nadie nos incite a ello, a una lucha cotidiana en
la que nunca va a haber un vencedor ni un vencido, en la que tampoco se va a
producir una batalla que arroje un desenlace demasiado nítido ni en la que se
pueda proclamar un resultado definitivo. Nos estamos abocando a vivir en una
incertidumbre continua e irresoluble mientras manejamos, manipulamos y forzamos
el instrumento que justamente, en teoría, servía para borrarla.
Hay algo que quizá se intuye al
empezar a traducir, al notar ciertas mareas de pensamiento que, de forma
inopinada, conectan unos pensamientos con otros, que crean instantes de
significado allí donde el significado no existía, un fenómeno que, con el paso
del tiempo, no sólo se confirma (y que seguramente constituye una de las pocas certezas
a las que puede asirse un traductor), sino que crece y también adquiere
reflejos y densidades nuevos a medida que el ejercicio de la traducción
progresa y se sostiene en el tiempo. Y es que (y aquí nos adentraríamos en el
ámbito de la psicología, en la cuestión de por qué determinados individuos
eligen dedicarse cotidianamente a una labor para la que no hay mapas y que casi
parecería condenada a un eterno fracaso) quien traduce también decide,
diariamente y porque le da la gana, que no hay nada imposible. Traducir es un
acto de resistencia frente a lo imposible.
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