Lo que tiene hoy a su disposición el lector de este blog es la primera parte de un sesudo artículo de Andrés Ehrenhaus a propósito de una de las materias más intricadamente sensibles que hacen a la labor del traductor. Por su naturaleza eminentemente administrativa y por la importancia que reviste a la hora de defenderse de los abusos de los editores y editoriales, se recomienda especialmente su detallada lectura. Aquí, sin ir más lejos, se encontrará también la justificación de por qué los traductores debemos apoyar este proyecto de ley.
Traducción,
autoría, autoridad.
Hacia una
fundamentación dialéctica
del Proyecto
de Ley de Traducción Autoral
1. Palabra de ley
Hablemos claro. En
Argentina, la traducción como actividad profesional está recogida –por ahora–
en dos leyes. No más.
Una de ellas, sancionada
hace ya más de 80 años, para ser más precisos el 26 de septiembre de 1933, es
el Régimen Legal de la
Propiedad Intelectual , familiarmente conocido como “la 11.723” . Se trata, sin
duda, de una ley decana en la materia y, en muchos aspectos, avanzada para la
época. Su artículo 4º dice textualmente: “Son
titulares del derecho de propiedad intelectual: a) El autor de la obra; b) […]; c) Los que con permiso del autor la
traducen, refunden, adaptan, modifican o transportan sobre la nueva obra
intelectual resultante; d) […]”. O, lo que es lo mismo, al traductor, en
tanto autor de una nueva obra derivada de la obra original, lo asisten los
mismos derechos que al autor de esta última. Más claro, el agua. La ley
aludida, en consonancia con los criterios universales en materia de propiedad
intelectual, se ocuparía antes de definir con detalle lo que debemos entender
por obra escrita: “Artículo 1°. – A los efectos de la presente Ley, las obras
científicas, literarias y artísticas comprenden los escritos de toda naturaleza
y extensión”, para luego continuar delimitando los campos de las restantes disciplinas
creativas. De este modo, la Ley
11.723 recogía una recomendación del Convenio de Berna para la Protección de las Obras
Literarias y Artísticas (1886, con sucesivas revisiones y enmiendas hasta la
definitiva de 1979), concretamente la de su artículo 3º, inciso 3): “Estarán protegidas como obras originales,
sin perjuicio de los derechos del autor de la obra original, las traducciones,
adaptaciones, arreglos musicales y demás transformaciones de una obra literaria
o artística”. Ergo, una traducción no sólo es una obra derivada de otra
sino que ha de considerarse, a su vez y a efectos legales, también como una obra
original.
Bastante tiempo
después, la Conferencia
General de la
Organización de las Naciones Unidas para la Educación , la Ciencia y la Cultura , reunida en
Nairobi en noviembre de 1976, emite la Recomendación sobre la Protección Jurídica
de los Traductores y de las Traducciones y sobre los Medios Prácticos de
Mejorar la Situación
de los Traductores. Allí, entre otras muchas cosas, se recomendaba en II.
SITUACION JURIDICA GENERAL DE LOS TRADUCTORES, inciso 3., que: “Los Estados Miembros deberían extender a los
traductores, por lo que respecta a sus traducciones, la protección que conceden
a los autores de conformidad con las disposiciones de las convenciones
internacionales sobre derecho de autor en las que son partes o de su
legislación nacional, o de unas y otras disposiciones, y esto sin perjuicio de
los derechos de los autores de las obras preexistentes”. Desde entonces,
son numerosísimas, por no decir todas, las leyes de propiedad intelectual y
protección de derechos de autor que reconocen la condición autoral de pleno
derecho del traductor. Incluso las ríspidas y nada patronizantes leyes de copyright, i.e. el Copyright Act estadounidense, reconocen que algunas obras derivadas
como las traducciones pueden quedar bajo la misma protección que las obras
originales… siempre que puedan dar muestras de suficiente originalidad. En
cualquier caso, la Society
of Authors del mismo país, que acoge en su seno a los traductores, entiende que
una traducción (literaria, aclara)
posee la suficiente “naturaleza original” como para gozar de la protección del copyright.
Pero no toda la legislación
en materia de traducción se inscribe en el ámbito de la propiedad intelectual y
las obras así llamadas de creación. Un sector importante y muy específico –y
justamente, además, muy próximo a la letra de las leyes– de la profesión, cual
es el de los traductores públicos o jurados, cuenta con un marco legal
propio, tanto a nivel nacional como internacional. En Argentina la figura está recogida con
sumo detalle, desde abril de 1973, por la Ley 20.305 (una de las últimas promulgadas por el
gobierno del entonces presidente Lanusse), que distingue claramente al
traductor a secas del traductor público, delimita sus funciones, deberes y
atribuciones y señala, entre sus obligaciones sinecuanónicas, las de recibir
formación académica específica y pertenecer a un Colegio que pueda fiscalizar
su labor. Puesto que se trata de una actividad fedataria, es lógico y lícito
que requiera de una formación habilitante y una licencia que la autorice, y la Ley 20.305 se ocupa de
consignar las funciones y límites de estos profesionales: “Art. 5 – Es función del traductor público traducir
documentos del idioma extranjero al nacional, y viceversa, en los casos que las
leyes así lo establezcan o a petición de parte interesada”. Asimismo detalla largamente
las competencias y características indispensables que deben reunir las
entidades fiscalizadoras de la actividad; así, por ejemplo, y a pesar de ser “persona jurídica de derecho público no estatal” (Art. 9), es
decir, de carácter privado, los Colegios deben no obstante dar cumplida
información al Estado acerca de sus miembros inscritos.
Y ahí se acaban las
leyes, tanto en Argentina como en la mayoría de países del universo mundo,
dedicadas a ofrecer un marco legal al ejercicio profesional de la traducción de
cualquier tipo. Nada hay, en el estricto terreno legal, que defina otras
prácticas; ni una palabra acerca de la traducción técnica, comercial o médica,
por ejemplo. La Ley
26.522, conocida como Ley de Medios (2009), establece normas para que ciertos
contenidos de la comunicación audiovisual se emitan en el idioma oficial o en
las lenguas originarias y el lenguaje de signos y fija cupos detallados en cada
caso, pero no regula ni comenta en absoluto las condiciones laborales,
profesionales o económicas en que se debe llevar a cabo esta actividad ni se
detiene a definir la figura, las funciones o requisitos del traductor
audiovisual; tampoco lo obliga (ni invita) a colegiarse o formarse de un modo
determinado. Otro tanto ocurre con la
Ley de Doblaje, sancionada con el número 26.316 en 1988 y
reglamentada y puesta en vigencia por el decreto 933 de julio de 2013, que hace
un despliegue normativo ad hoc en el que brilla en todo momento por su ausencia
el papel, tanto ideal como real del traductor. En definitiva, y a instancias de
la ley, o se es un traductor jurado de documentos (sujeto, por tanto, a los
requisitos formulados por los órganos directivos del Colegio de su respectiva
jurisdicción) o se es un traductor a secas, es decir, un autor de obra derivada
de una obra original. Insisto, a instancias de la ley. Porque veremos que, en
la realidad, no todo el oreganato es
monte.
2. Ser o no ser
(autor)
Para ordenarnos, entonces, y
tal como plantea con meridiana claridad –entre muchas otras– la LPI española, cuya actual
versión es bastante reciente, por cierto (data de 1996), es el propio y mero
hecho generador de la obra el que convierte legalmente
al autor en autor –verbigracia, al traductor en autor. Subrayo una vez más esta
condición legal porque, más allá de cuestiones éticas, filológicas o
metafísicas, que podrían someterse a toda clase de valoraciones y juicios más o
menos subjetivos, la letra de la ley no admite ambigüedades al respecto. Se
acepte o no la jerarquía autoral del traductor, se la respete o no, se la
ignore o desoiga, se la discuta o cuestione, el caso es que las leyes de los
seres humanos de todo el planeta Tierra insisten en que es así y así debe (o debería) ser. Para esa
instancia significante que es la
Ley lo que importa, independientemente de cuál sea la realidad de la traducción en el mundo,
es que entre lo real (la cosa–traducción)
y lo simbólico (la condición
autoral), no haya fisuras. Pero tampoco rizomas: la autoría legal no puede ni
debe ir más allá ni más acá de la obra nueva derivada, ni siquiera aunque
apelemos al argumento benjaminiano de que cada obra contiene necesariamente su
traducción. Así, toda obra de creación está sujeta a derechos, que las leyes
distinguen entre morales y patrimoniales, pero también a obligaciones y
responsabilidades; el autor (y aquí nos estaríamos refiriendo, por supuesto, al
autor real de Bajtín, al autor empírico de Eco, a ese que se hace
garante final de las voces y lecturas implícitas
en la obra) es propietario de su obra pero también debe rendir cuentas por
ella, sobre todo si, ejerciendo su derecho como autor, decide hacerla pública y
ponerla a disposición de la sociedad, que es, como se verá, un acto mucho más
complejo y significativo de lo que a primera vista parece.
Pero volvamos al monte y al
orégano. Sería cínico negar que, en la realidad,
hay traductores que no generan nuevas obras derivadas y, sin embargo, tampoco
son ni necesitan ser, para ello, traductores públicos o jurados. De hecho, no
sólo sería cínico sino intolerable, puesto que se trata de un sector amplísimo
de la profesión y, además, el que más cobertura académica –junto con el de la
traducción pública– tiene. Tal es así, que en Argentina, de manera similar a lo
que ocurre en el resto del planeta, hay mucha más oferta formativa para esta
faceta “no–autoral–no–jurada” de la profesión que para la faceta “autoral”, por
así llamarlas. Y esto es así porque hay mercado para ello, verbigracia, porque
ese monte da para el oreganato. Con circunstanciales altibajos, con cumbres y
quebradas, la traducción así denominada “técnica” ha proporcionado y
proporciona salida laboral y alimentación a muchos profesionales. A la vez, la
vertiginosa evolución tecnológica y los constantes cambios e innovaciones en
materia informática parecen incidir de un modo paradójico en el sector, puesto
que el propio profesional parece estar dando de comer a las máquinas, programas
y motores de traducción que, al mismo tiempo que le “facilitan” la labor, son
sus más duros competidores. Si sumamos las exigencias de capacitación
tecnológica a la especialización temática que caracteriza al sector (el
traductor de manuales mecánicos necesita conocer y someter a constantes
actualizaciones tanto la retórica al uso como la terminología específica de la
materia; el de textos médicos, otro tanto; etc.), no resulta sorprendente que
la formación sea un pilar fundamental de este tipo de actividad traductora,
toda vez que la competencia laboral es tan elevada como la velocidad a la que
evolucionan las herramientas lexicográficas y los métodos de trabajo.
Este vasto, valioso e
insoslayable sector no ve recogida su realidad
en un marco legal propio sino que, ajeno a la lógica de la traducción entendida
como obra y a la traducción pública reglada por estrictas normas colegiales, se
desempeña al amparo de leyes comerciales y laborales no específicas: el
traductor “técnico” acaba siendo más un empleado en relación de dependencia o
un dador autónomo de servicios a terceros que un generador de obra nueva cuya
protección y regulación ha de sustentarse necesariamente en fundamentos de
derecho relativos a la propiedad intelectual. A decir verdad, la lógica laboral
del sector mencionado se aproxima bastante más a la de los traductores jurados
que a la del traductor–autor; de ahí, probablemente, la tendencia casi podría
decirse “natural” a adoptar la colegiación como intento o manera de ordenar y
controlar la buena práctica profesional, puesto que dejarla librada puramente a
las dinámicas de mercado podría redundar en detrimento de la calidad y en favor
de advenedizos y “revientaprecios”; al menos, ese es el temor que se trasunta.
Al que se añade un tercer factor “de riesgo”: ¿a quiénes les darían clases los
profesores de traducción si cualquier osado pudiera ofrecer “servicios
especializados” al peor postor sin pasar por ninguna instancia formadora ni
someterse a las normas éticas de ninguna instancia reguladora? Y una apostilla:
¿de qué le sirve pelear por los derechos patrimoniales de la traducción –no
digamos ya los morales– a quien ni produce una obra ni la cede para que sea
reproducida y vendida, y no devenga, por tanto, derechos de autor o regalías
que eventualmente podría llegar a cobrar?
No, la verdad es que no
tiene ningún sentido que un traductor que no cede temporalmente el derecho a
publicar su traducción sino que la enajena enteramente una única y definitiva
vez pierda tiempo y energías en reclamar la propiedad intelectual de algo que,
tal vez no legalmente pero sí realmente, ni es ni jamás será obra. Se entiende, por tanto, que para
estos profesionales la autoridad de su quehacer cotidiano no emane del mismo
lugar del que emana la autoridad del traductor–autor. Incluso en el caso de que
ambos tradujesen el mismo texto (y, a más inri, de la misma manera), el
derrotero de su labor, la dinámica laboral y comercial, los sistemas de
remuneración, las repercusiones y consecuencias serían totalmente distintos.
También las exigencias y los criterios de selección. ¿Cómo así? Hagamos un poco
de traducción–ficción. Imaginemos a uno de los paradigmas de la traducción “a
secas” argentina (juicios estéticos de valor al margen) como fue J. L. Borges en
la tesitura de solicitar trabajo de traductor en alguna editorial. No el joven
Borges que apenas despuntaba sino el Borges maduro, con una sólida obra (y
varias traducciones) detrás.
Seguramente, salvo que se
tratase de obras de lenguas absolutamente ignoradas por él, nadie dudaría en
ofrecerle alguna perla negra editorial –siempre y cuando las condiciones, se
entiende, sus condiciones no fueran inaceptablemente onerosas. A nadie, ni al
más inexperto y despistado de los redactores ni al más recalcitrantemente
celoso de los editores se le ocurriría ni por asomo preguntarle al solicitante
(por descolocado que pareciera) por su formación, sus estudios, su colegiación
o sus garantías oficiales. Y bien que harían, ¿no es cierto? Pero imaginemos
ahora al mismo Borges ofertándose a un laboratorio químico como traductor de
prospectos farmacéuticos: difícilmente saldría con un encargo en mano. ¿Por
qué, si su capacitación académica es la misma en ambos casos? Fácil: porque la
que no es la misma en ambos casos es su autoridad.
Borges no podría acreditar un conocimiento de la lexicografía farmacéutica al
uso ni podría recurrir a ninguna instancia profesional que lo respaldase; en
cambio, sí podría acreditar, por su mera condición de autor de traducciones,
una capacitación mucho más objetivable que la que podría garantizar, en su caso
–en todas las acepciones– paradigmático, una formación universitaria ad hoc o
la pertenencia a un Colegio Profesional. Y esto también forma parte de la realidad de la traducción.
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