La
presente columna, que continúa la publicada en el día de ayer, fue escrita por el escritor y traductor español J. A. González Sainz (Soria 1956) para
El Trujamán del 22 de noviembre pasado.
Una compañía sofocante
He
tratado de exponer en la
entrega precedente mi persuasión acerca de la esencial relación de
extrañeidad que la tarea de la traducción guarda con la soledad. El traductor
—vamos a seguir tirando del hilo— está a mi modo de ver y de sentir siempre
acompañado en su trabajo, a veces bien acompañado y otras, que también puede
ocurrir, menos bien o directamente mal; a veces poco acompañado y a veces mucho
o incluso demasiado. La traducción puede ser también en ocasiones una compañía
excesiva, sofocante.
Recuerdo
que hace muchos años traduje Il
silenzio del corpo de Guido Ceronetti durante un caluroso verano a
poca distancia del mar. Ceronetti es escritor raro donde los haya, creador de
una prosa abigarrada que, por mucho que uno se esfuerce, siempre se antoja mal
traducida y en la que suele resonar una amplia gama de registros e incluirse
toda suerte de elementos escatológicos, de detalles morbosos, plagas y
purulencias y flagelos bíblicos y toda índole de los más variados y sabios
rasgos del pesimismo europeo sobre el hombre, su planeta y su decaída y malparada
humanidad. Pues bien, el sostenido ritmo de trabajo que me había impuesto, el
intolerable grado de calenturienta humedad del mes de agosto junto al mar
—decidí no volver a pasar ya un verano a menos de ochocientos metros de
altitud— y la sofocante compañía de mi traducido llegaron a coaligarse hasta
extremos que me costó sospechar, pero que ya nunca olvidaría en mi azacaneada
vida traductora.
Una
tarde, atosigado ya hasta más no poder por las úlceras de los cuerpos físicos y
sociales que me encontraba traduciendo, por las calamidades y epidemias físicas
y sociales pasadas y venideras y las nuevas plagas de Egipto que trae aparejada
la nueva tecnología y los modernos hábitos de vida urbana, sin un adarme más de
resistencia, sudoroso y asfixiado por el calor sofocante, dejo la traducción después
de varias horas seguidas de labor, me sirvo un vaso de buen tinto, brindo por
Gonzalo de Berceo y salgo con él —con el tinto— a la terraza. De repente, en la
tarde bochornosa, no puedo dar crédito a lo que veo: caía ceniza sobre la
superficie roja del vino. Incrédulo, levanto la cabeza y miro alarmado en
derredor: estaba lloviendo ceniza. Minúsculas partículas de ceniza descendían
lentamente por todas partes y yo extiendo el brazo, abro la palma de la mano y
recojo algunos fragmentos. Es, efectivamente, ceniza. Ya está, me digo, me ha
vuelto loco, Ceronetti me ha vuelto loco, con sus plagas y sus flagelos y
purulencias Ceronetti me ha vuelto loco, su compañía sofocante en la sofocante
tarde de verano ha podido conmigo y yo ya he dejado de ser el traductor para
convertirme literalmente en lo traducido.
Recuerdo
que entré, tiré el vaso de vino en el que flotaba a sus anchas la ceniza, lo
enjuagué con un esmero desmesurado y me serví otro vaso que bebí al coleto.
Después, sin dejar de mirar la lluvia que caía, corrí a llamar por teléfono a
un amigo exterior a la traducción que vivía por allí cerca para tratar de hacer
pie en el mundo anterior a ella. La traducción me ha trastornado, le dije,
estoy viendo llover ceniza.
Se
echó a reír. Se echó a reír y yo continuaba hundiéndome todavía más a cada
segundo que pasaba. Pero la compañía sofocante de mi traducido —tuvo la caridad
de informarme— no me había llevado a ese extremo: se había declarado un
incendio en unos montes cercanos y el aire traía hacia allí las cenizas de los
bosques calcinados. Por esa tarde dejé de traducir, necesitaba estar solo.
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