El escritor y traductor colombiano Mateo
Cardona Vallejo leyó
la siguiente ponencia en el simposio ¨El arte y el oficio del traductor en el
campo de las ciencias humanas¨, que tuvo lugar en la Universidad Nacional de
Colombia, el 16 de octubre de este año. Muy amablemente, la envió a este blog para su publicación.
Un traductor en pantuflas
A Arturo Vásquez Barrón,
maestro de traductores literarios.
maestro de traductores literarios.
Hoy quiero decir unas palabras sobre el
oficio del traductor literario, del productor de literatura traducida. Ante
todo debo excusarme por emplear la primera persona. Generalmente, y esto lo
sabemos muy bien la mayoría de quienes nos encontramos hoy aquí, cuando
ejercemos el oficio de traductores debemos suspender nuestra identidad privada
para convertirnos en intermediarios de una voz a la vez ajena y familiar que se
apodera de nosotros y convierte nuestro ámbito de trabajo en una especie de
gabinete espiritista. Creo que no exagero si estiro un poco más el símil para
comparar la tarea del traductor con el trance del médium ya que, mientras dura,
nuestra práctica parte de una gran concentración, pasa por una fase de
aprehensión e identificación con la fuente, adquiere a menudo visos de pugilato
con ella pero, cuando se resuelve en comprensión y luz, se vive como una suerte
de éxtasis. Digo esto, con palabras que tomo deliberadamente del repertorio del
místico, del realizador espiritual, porque quiero afirmar de manera rotunda que
traducir para mí es una experiencia de comunión y de profundo placer, una
actividad que me llena de alegría (¿alguien recuerda aún lo que es la alegría?)
y que quisiera ejercer como única ocupación, porque entonces toda ella sería
una suerte de juego. Si bien es cierto que no se lucha impunemente contra un
ángel y que, como Jacob, nuestro sino implica andar por la vida un poco
maltrechos, también lo es que salimos de estas lides medio iluminados y
bendecidos.
Tengo que reconocer que me volví
traductor por mi propia cuenta, untándome de palabras y cometiendo innumerables
errores mientras transitaba los caminos de abrojos de la literatura y del
quehacer editorial, mientras bregaba por ganarme honradamente la vida. Los
primeros ejercicios de traducción los hice en el colegio, traduciendo al
francés poemas de Neruda, y recuerdo vívidamente el desamparo y la
incertidumbre que me produjeron: eso no era lo mío. En la clase de version de hecho desarrollé cierta
aversión por lo que, años más tarde, colegas mejor informados llamaron
“traducción inversa”. Descubrir que la traducción inversa era además una especie
de perversión contra natura me produjo un enorme alivio, y hoy en día tengo mis
reservas sobre los traductores de literatura que se jactan de trabajar en los
dos sentidos: o son genios rutilantes, o están cañando.
La revista Gaceta de Colcultura, dirigida por el filósofo Rubén Sierra Mejía,
publicó mis primeras traducciones del francés por allá a principios de los
noventa: un extracto de L’Avenir dure
longtemps de Louis Althusser, quien había muerto recientemente, y un
entrañable artículo de Alain Buisine sobre Arthur Rimbaud como caminante: “Le
piéton de la grand’ route”, aparecido originalmente en el Magazine Littéraire[1].
Descubrí que traducir al español era una actividad muy placentera, aunque ambas
traducciones, miradas con mis ojos de hoy, me parecen francamente desastrosas.
Las titulé, respectivamente, “El porvenir dura bastante” y “El peatón de la
gran carretera”. Por la misma época, como estudiante de Literatura y aspirante
a escritor traduje, para mí mismo y para proyectos abortados de revistas,
muchos poemas de los llamados “malditos” y de la pandilla surrealista. De esa
etapa no resuelta de mi pasado arrastro la pena de no haber traducido
íntegramente los Cantos de Maldoror,
cuyo invisible, evasivo y montevideano autor no cesa de lanzarme significativos
guiños sobre lo que puede y debe ser la aventura anónima del escritor (que no
del traductor) invisible.
De jóvenes somos hedonistas y
enamoradizos. Darse cuenta de que uno no tiene nada de particular ni de
especial es, lo pienso ahora al cabo de trabajar casi treinta años con palabras,
una bendición del traductor que lo pone, en el mejor de los casos, a salvo de la
soberbia. Los narradores, los poetas, los dementes que escriben teatro, son adoradores
de sí mismos, y a veces con razón si tienen cierto talento. El traductor
literario es un escritor vacunado oportunamente contra la egolatría, contra el
oropel de las credenciales académicas, y da lo mejor de sus habilidades para
mayor gloria de otro.
Antes de que me encomendaran traducir
libros que hoy considero importantes, como el Bajtín de Todorov, tuve que ejercer otras labores menos glamurosas,
aunque relacionadas con el oficio. Una faena que tuve que hacer para ganarme la
vida fue limpiar escenas de crímenes. Me refiero a la ingrata tarea de remendar
traducciones mediocres. Por alguna razón que escapa a mi entendimiento, hay
editores que, en lugar de acudir a un traductor probado —que no “jurado”, eso
es otro oficio y una profesión respetable—, ahorran algunos pesos con el
pariente de un amigo que estuvo un año en París aprendiendo francés —acaba de
regresar de Eurodisney estrenando boina vasca, armando sus propios cigarrillos,
diciendo Oh la la!— y le encargan la
traducción del libro del próximo premio Nóbel de Economía. El resultado desde
luego es lamentable y el dinero ahorrado por la editorial se esfuma cuando
deben contratar a un especialista en borrar manchas de sangre. La tarea no es
tan terrible si uno da con una obra realmente buena, como me sucedió con el Précis de sémiotique générale de
Jean-Marie Klinkenberg, que me entregaron dizque para coordinación editorial.
Tuve que retraducirlo, pero no solamente disfruté la comisión sino que entré en
contacto con un eminente semiotista, miembro de la Academia de Bélgica y
fundador del Grupo μ; aprendí toda la semiótica que mis años de formación
universitaria habían obliterado y publiqué, como coordinador editorial, un
volumen que me enorgullece. El precio: los créditos de la traducción quedaron a
nombre de los perpetradores de la primera versión, porque esa parte estaba
previamente negociada y por tanto aparecí como el encargado del aseo.
Aunque ya no me llaman a maquillar
cadáveres como aquél, hay amigos que todavía me recomiendan para que traduzca
al inglés o al francés una hoja de vida de alguien que piensa estudiar una
maestría en Noruega o emigrar ipso facto
a Québec. Normalmente, les suelto la retahíla sobre las inconveniencias de la
traducción inversa, en lo que para mí es un ejercicio de honestidad y deontología.
Raramente se conmueven. Invocan los sagrados principios de la amistad y termino
“haciéndoles la vuelta”. Para el imaginario popular, si eres traductor lo eres
en ambos sentidos, punto final. Si te han publicado libros traducidos, entonces
eres competente. Se echa en el mismo costal a traductores oficiales, técnicos,
científicos e intérpretes. Un contrato de compraventa, documentos legales para
la adopción de niños, jornadas completas de interpretación no deberían ser
tampoco ningún problema. Sin embargo, esos son encargos que jamás acepto aunque
la necesidad apriete. De nada sirve que confiese mi incompetencia en esos
campos: temo que mis explicaciones caen en oídos escépticos, y que la mayoría
de las veces la persona cree que es simple falta de voluntad de parte mía.
Con los autores he tenido en general
buenas relaciones. Los hay generosos. Esos están siempre disponibles para
consultarles un término o una oración difíciles, y con ellos la actividad fluye
bien. Responden de inmediato los correos electrónicos y con el tiempo se
convierten en nuevos amigos. Pero también hay autores difíciles, y su
dificultad es directamente proporcional a la hinchazón que padecen ante el
espejo. Cuando con María Mercedes Correa tradujimos para Aguilar Même le silence a une fin (No hay silencio que no termine) de
Íngrid Betancourt, la autora pretendía que en los créditos del libro apareciera
ella como traductora, y María Mercedes y yo como sus asistentes. Rodrigo de la
Ossa, nuestro editor, haciendo acopio de tacto y diplomacia logró convencerla y
finalmente los créditos quedaron: “Traducción con la colaboración de la autora
por María Mercedes Correa y Mateo Cardona”. Por cierto, la “colaboración de la
autora” se limitó a la inserción ocasional de sus propios calcos en varios
pasajes que se habían traducido bien. A ello hay que agregar que, faltando poco
más de un mes para entregar el libro, Íngrid decidió hacer pública su intención
de demandar al Estado colombiano por haber retrasado su liberación, lo que
generó una reacción airada por parte de lectores potenciales y de los libreros,
quienes decidieron castigarla y no comprar sus memorias de rehén. Era su libro,
eran sus vivencias y estaba en su derecho; pero también es cierto que nos privó
a nosotros, sus traductores, de ser más leídos, y de sesgar las críticas que su
libro de ficción finalmente recibió.
Tocamos aquí un punto delicado. ¿Qué
debe hacer el traductor cuando el autor yerra? En tiempos más recientes traduje
del francés, para el Instituto Caro y Cuervo, un análisis político apoyado en
la estadística textual o lexicometría cuya autora aseguraba, entre otras cosas,
que el comisionado de paz Luis Carlos Restrepo se había involucrado en la falsa
desmovilización del “frente paramilitar
Cacica la Gaitana” el 7 de marzo de 2006. Reparé de inmediato en el error:
donde decía “paramilitar” había que leer “guerrillero”. Intenté comunicarme con
mi autora para consultarle el asunto, pero de momento estaba fuera de contacto
practicando el esquí. Es una autora escurridiza. Traduje con fidelidad el
original y añadí una nota de traductor donde explicaba que el Frente Cacica la
Gaitana era en realidad un falso frente de las FARC y no de los paramilitares.
Cuando la autora revisó mi traducción, un mes más tarde, descubrió mi nota y
montó en cólera. Escribió un mensaje al editor diciendo que mi obra era lamentable
y que urgía un cambio de traductor. Este editor —el irreprochable Julio Paredes,
hoy editor general de la universidad de los Andes— también hizo gala de una
enorme sabiduría, y le pidió que subrayara y comentara los errores encontrados.
Esto permitió dos cosas: primero, que con el ejercicio su ego herido se
repusiera del trauma; y segundo, que se salvaran tres meses de trajín traductor
y mi contrato. Nunca terminaré de agradecer el buen tino de los editores. Es
por ellos que ningún autor podrá echar a perder una buena traducción.
Para eso, para destruir la obra del
traductor, están los correctores. Debería existir una ley que exigiera a los
correctores de traducciones conocer el idioma del texto fuente y haber leído la
obra original. ¿Será demasiado pedir? En los años que llevo dedicado al oficio,
más de una vez he tenido la mala fortuna de dar con un corrector que, por
mostrar celo profesional, tomó un texto limpio y lo llenó de comas para que se
notara su intervención. Por si esto fuera poco, desde que apareció la
ortografía de la RAE de 2010, los correctores acogen como leyes sus recomendaciones, y fungen en su nombre
como policías de la lengua cuando en realidad actúan como instrumentos ciegos
del imperialismo lingüístico peninsular. O tal vez nosotros seamos los
equivocados y la supervivencia de nuestro idioma realmente dependa de la
existencia de la omnisciente academia que, como el Espíritu Santo de los
conquistadores, está en todas partes y todo lo ve. Maravillémonos entonces con
las lenguas de los bárbaros, que prosperan saludables a pesar de carecer de
semejantes entidades.
No quiero terminar sin referirme a la
recepción de nuestro oficio por parte de la comunidad académica y la sociedad
en general. La traducción de Même le
silence a une fin o No hay silencio
que no termine mereció dos o tres menciones en medios colombianos: Lina
Vargas, de Arcadia,[2]
le dedicó cuatro palabras: “la traducción es impecable”, punto. En el mismo
sentido, sin ninguna profundidad, se expresó Héctor Abad Faciolince, autor del
mismo sello editorial que Íngrid, quien tuvo a bien dedicarnos estas palabras
en El Espectador: “Lo escribió
originalmente en francés, pero ella misma supervisó y corrigió la traducción al
español”[3].
Finalmente, el siempre ecuánime Antonio Caballero, con la mesura que lo
caracteriza,[4] escribió:
“Vale la pena leer el largo libro de Íngrid Betancourt […]. El libro, mal
traducido a ratos —parece traducido por dos personas distintas: una que sabe
francés y otra que no sabe español […]”. Los otros comentarios que aparecieron
en prensa se dedicaron, con o sin razón, a demoler la antipática figura de la
autora. Mis propias emociones eran turbulentas: a lo largo de tres meses de mi
vida, yo había sido ella.
Como puede apreciarse, la crítica sobre
traducción en Colombia es parca, por no decir inexistente. En cuanto a mi
traducción de Tzvetan Todorov, Mijaíl
Bajtín: el principio dialógico,[5]
ya ha sido reseñada por María Susana Ibáñez, de la Universidad Nacional del
Litoral en Santa Fe, Argentina, pero no en Colombia. El Instituto Caro y Cuervo
me ofreció divulgar la reseña de la profesora Ibáñez. Confío en que ese día
llegue, aunque no estoy seguro. Los devotos de Bajtín y Todorov somos,
finalmente, una exigua comunidad en un país que vive de sobresalto en
sobresalto mientras se mira el ombligo. Este año ya no hubo convocatoria a beca
de traducción, las prioridades son otras.
Termino con una profesión de fe y una
arenga. Aunque me declaro sourcier
militante e investigador impenitente, y nunca entregaré un libro traducido a
medias pues me comprometo por lo menos a intentar ser ese “superdestinatario”
postulado por Bajtín como el deber ser del lector en su antropología
filosófica, reconozco la inevitabilidad de la polisemia y la sinonimia, ese
dios bifronte que preside el lenguaje y, como lo he dicho en otra parte, asumo
que en mi condición humana estoy inserto en una circunstancia histórica,
geográfica, social, económica y cultural específica, que condiciona la textura
de mi discurso traducido. No creo en “castellanos neutros”. Respeto la
diversidad de nuestra lengua en sus treinta y tantas variedades reconocidas, a
la vez que deploro la creciente concentración de la industria editorial en el
mundo hispano,[6] que por
los días que corren nos pone a todos a leer, literalmente, gilipolleces. Convoco a mis colegas a hacer sentir nuestras voces
para que las políticas públicas culturales despierten a la urgencia de traducir
a los bárbaros y, eventualmente, a que nosotros mismos nos convirtamos en nuestros
propios editores; a no trabajar por un cucurucho de maní y a exigir contratos
de traducción decentes, que reconozcan nuestra condición de autores y en
consecuencia nuestros derechos patrimoniales, por utópico que parezca en un
medio donde a menudo hasta los derechos morales nos son escamoteados. Los
exhorto a que encarnemos de una vez por todas la definición de Fruttero &
Lucentini,[7]
según la cual el traductor es el último y auténtico caballero andante de la
literatura. Seamos, pues, caballeros, y no tengamos miedo.
[1] Magazine Littéraire n.° 289 de junio de
1991, dossier Arthur Rimbaud, en el
centenario de su muerte en Marsella
[2] En
su nota “¿Quién da más?” del 12 de agosto de 2010.
[3]
“Del cielo al infierno y del infierno al cielo”, Héctor Abad Faciolince, El Espectador, 19 de septiembre de 2010.
[4] En
su columna de Semana del 23 de
octubre de 2010, titulada “Las derechas”.
[5]
Publicada por el Instituto Caro y Cuervo en marzo de 2013.
[6] Sobre
los problemas relacionados con el control de la edición por parte de los
grandes grupos internacionales, ver André Schiffrin, La edición sin editores. Las grandes corporaciones y la cultura
(traducción de Eduardo Gonzalo), Era, México, 2001.
[7] Fruttero
& Lucentini, I ferri del mestiere,
Einaudi, Turín, 2003. Ver también la carta de los traductores italianos de la
lista de discusión Biblit:
“Caballeros andantes de la literatura” (9 de mayo de 2003). http://www.biblit.it/cavalieri_erranti_spagnolo.htm
(Recuperado en 15-10-2014.).
¡Muchísimas gracias a Jorge Fondebrider por la publicación!
ResponderEliminar