Publicado en La diaria, de Montevideo, el 29 de mayo pasado, con firma de Ramiro Sanchiz, el siguiente es uno de los más importantes comentarios aparecidos hasta ahora sobre la nueva edición del Ulises, de James Joyce, traducido por Marcelo Zabaloy y un gran equipo para la editorial argentina Cuenco de Plata.
Fuego irlandés
Hay
un pasaje de Travesties,
la obra teatral de Tom Stoppard, en que a James Joyce se le pregunta qué hizo
durante la Primera
Guerra Mundial. La respuesta es sencilla: “escribí Ulises,
¿qué hizo usted?”, y logra hacerse cargo de cierto asombro despertado por las
últimas palabras de la gran novela aludida, que no son realmente “y sí dije sí
quiero Sí”, el final del último capítulo, sino “Trieste-Zúrich-París 1914-1921” .
Ese periplo europeo
y ese lapso incluyen la
Gran Guerra , entonces, y nos permiten sumar lecturas a la
creación de Tom Stoppard. Quizá su Joyce responda de esa manera para volverse
una suerte de encarnación de cierto esteticismo, de cierta ética que pone al
arte por encima de todas las cosas; quizá la respuesta obedezca a una
indignación (“¿por qué tengo que dar cuentas de qué hice durante la guerra?”);
o quizá podamos pensar en una imagen posible de Joyce centrada en el desdén
hacia lo mundano. Claro que esta última posibilidad se desmorona fácilmente. El Ulises,
por cierto, dedica no pocas páginas a discusiones de política irlandesa,
británica e internacional; a la economía, a la historia, a la guerra. De hecho,
ese largo día en que transcurre la acción (el 16 de junio de 1904) acerca la
novela a la Segunda
Guerra Anglo-Bóer (1899-1902), numerosamente aludida en el
libro, de manera que la guerra está presente también de esa manera, así como la
astronomía, la medicina, la literatura y, concebiblemente, cualquier zona de la
cultura.
Pero podemos
concentrarnos un poco más en Joyce y lo bélico. Odiseo, después de todo, era un
héroe de guerra, y es imposible desdeñar (por más que se los considere un
armazón o andamiaje para la novela) el complejo sistema de paralelismos entre
el relato de los protagonistas Stephen y Bloom y las andanzas del griego. Pero
hay más. En Las poéticas de Joyce (1962,
1966) Umberto Eco cita una carta de Joyce en la que puede leerse “cada episodio
sucesivo [de Ulises], que trata de alguna esfera de la cultura artística […],
deja tras de sí un campo arrasado por el fuego”, y la imagen es elocuente. El
efecto del libro de Joyce, entonces, es el mismo que el de la guerra: hay un
arte en la destrucción. Y volviendo a Travesties, quizá Joyce responde lo que
responde porque entiende que su libro es, de alguna manera, una guerra,
afirmación que resuena con el momento en que Francis Ford Coppola señaló que su Apocalypse Now no
era una película “sobre Vietnam” sino que “era” Vietnam.
El libro, entonces,
es signo de un combate, despojo (o botín) de un combate, y es un combate.
Señala Richard Ellmann (autor de la monumental biografía James Joyce)
que su biografiado, que pasó siete años escribiendoUlises, dijo en una entrevista que “la demanda
que hago a mi lector es que dedique su vida entera a leer mi obra”; esa
dedicación o devoción, por supuesto, no ha de ser fácil ni menos aun
sacrificada, y quizá el lector de Ulises encuentre que debe pelear contra el
libro. Y de esa guerra, por supuesto, se saldrá cambiado para siempre, “gane”
quien gane.
De hecho, es una
guerra famosamente perdida. Se ha repetido demasiadas veces que nadie “lee” Ulises, o
que nadie lo lee “todo” (Borges, en una conversación con Osvaldo Ferrari, dijo:
“No creo que nadie lo haya leído. Mucha gente lo ha analizado. Ahora, en cuanto
a leer el libro desde el principio hasta el fin, no sé si alguien lo ha
hecho”), que demasiada gente presume de haberlo leído, que el mundo está lleno
de lectores “derrotados” por Ulises, o que el libro, más que leerse, debe
“estudiarse”, como si no hubiera goce en tal cosa. Lo cierto es que su
influencia es tan grande que no hay lector que no lo haya leído, de segunda o
tercera mano, a través de cientos de textos narrativos que heredan ese fuego y
ese campo arrasado por el fuego. Porque la literatura después de Ulises ya no
fue la misma. Del mismo modo, ningún lector permanece incambiado después de
meterse en el laberinto del irlandés.
A la vez es
innegable que Ulises está
pensado también como un libro divertido. Quizá a ese humor hay que saber
encontrarlo, más evidente en algunos pasajes que en otros, pero siempre está
allí, y las relecturas lo despejan de tal manera que llegado el momento la
novela de Joyce puede llevar a las carcajadas. Del mismo modo, ese aliciente
-es decir: Ulises siempre
da algo a su lector a cambio del esfuerzo innegable que exige- puede
acompañarse con ciertas ayuditas de los amigos, y en ese sentido la nueva
traducción propuesta por la editorial argentina El Cuenco de Plata es un gran regalo
para todos quienes quieran entrar al día infinito de Joyce, sea por primera vez
o por decimoctava, sea con la memoria de fracasos previos o sabiendo qué se
siente haberlo terminado y acercarse con curiosidad a una nueva versión. ¿Por
qué? Ante todo porque la traducción de Marcelo Zabaloy (asistido por Edgardo
Russo, Eugenio Conchez, Teresa Arijón y Anne Gatschet) suena fresca, ágil y
despierta recuerdos y alegrías en el lector rioplatense; pero, también, porque
su trabajo de traducción se complementa con notas (que aclaran alusiones y
referencias), esquemas (aparecen el clásico esquema que Joyce confió a Stuart
Gilbert), listados de personajes y comparaciones entre diferentes ediciones,
incluyendo la traducción al francés, en la que colaboró el propio Joyce. Se
trata, entonces, de un libro ante todo amable, un libro que acompaña al lector en su
esfuerzo y su disfrute.
Viejas valientes
versiones
Por supuesto que
hablar de Ulises apenas
satisfactoriamente implicaría un espacio que acá no está disponible; vale la
pena, sin embargo, moverse hacia la puesta en evidencia de algunas felicidades
de la traducción de Zabaloy.
Hasta la aparición
de su Ulises,
los traductores que se habían animado con la novela de Joyce y aportado una
versión completa habían sido tres. La primera traducción data de 1945 y fue
llevada a cabo por José Salas Subirat. Teniendo en cuenta los mínimos recursos
de los que pudo disponer llegado el momento de acometer la traducción, su
trabajo es sin lugar a dudas monumental. A la vez, no es difícil (especialmente
ahora, cuando tenemos a mano toneladas de trabajos sobre las particularidades
textuales del libro de Joyce, incluyendo guías de alusiones y referencias como Ulysses Annotated,
de Don Gilford, y Allusions in Ulysses,
de Weldon Thornton) encontrarle errores, descuidos y despistes, quizá entre los
más notorios las maneras diferentes en que Salas Subirat traduce segmentos de
textos idénticos y separados a veces por cientos de páginas. Estas
repeticiones, de hecho, son pieza clave en la maquinaria de Ulises, y
es una pena que el primer traductor argentino (que logró, por cierto, volcar el
pasmoso desfile de escrituras y registros del libro a un maravilloso, siempre
vivo, siempre fresco panorama de posibilidades del castellano) no viera, por
ejemplo, que el protagonista Leopold Bloom lleva en su bolsillo una papa y se
refiere a ella en varias ocasiones, traduciendo “papa, la tengo” como “soy un
zanahoria”, opción extraña pero en última instancia acaso justificable, como
señala Ricardo Piglia en su ensayo De qué está hecho el Ulises. O, también, por
sumar un ejemplo aportado por Carlos Gamerro en su imprescindible Ulises, claves de
lectura, está claro que Salas Subirat no registra el valor de la
repetición del término “bowl” (acá se refiere a un incensario) en el primer
capítulo del libro, volcándolo alternativamente como “bacía”, “cántaro” o
“taza” y así destruyendo “la cadena verbal que da su fuerza emotiva a la
secuencia”, al decir de Gamerro.
¿Minucias? Quizá, o
quizá una sustancia íntima al libro de Joyce. La traducción de Salas Subirat,
en última instancia, hizo historia, y es el referente primero del Ulises en
castellano. Quizá entonces la de José María Valverde (1976), que ya pudo
beneficiarse de un gran número de trabajos académicos, obra como una
corrección, una enmienda, aunque no logra (sería difícil determinarlo, por otra
parte) dar cuenta de todas las reiteraciones y recurrencias. A la vez, Valverde
logra enfocar su reconstrucción o recreación con mayor puntería que su
predecesor, es cierto, pero -con algunas notorias y más que destacables
excepciones- tampoco aporta aciertos especialmente brillantes y construye algo
así como una traducción escrupulosa, no tan idiosincrática o arriesgada o
errónea como la de Salas Subirat. Es, entonces, una traducción
considerablemente más gris y deslucida que lo que cabría pensar como el brillo
innegable del texto inglés. En cualquier caso, sus méritos bastaron para que se
convirtiera en algo así como la versión estándar para al menos tres generaciones
de lectores, estudiosos y escritores.
La tercera
traducción pertenece a los españoles Francisco García Tortosa y María Luisa
Venegas Lagüéns. Tortosa -que además ha escrito sobre las traducciones que lo
precedieron; puede buscarse en internet su minucioso ensayo Las traducciones de
Joyce al español- encara su trabajo indudablemente desde un
vastísimo corpus académico,
y sin duda es más difícil encontrar en su trabajo esos errores que él mismo
señala en las traducciones que precedieron a la suya; a la vez, por momentos su
versión suena pasada de rosca, más joyceana que Joyce e incluso algo así como
innecesariamente esotérica, virtuosa en el sentido en que hay quien dice que
Yngwie Malsmsteem, con su torrente por defecto de semifusas, es un “virtuoso”
de la guitarra.
Por supuesto que
ninguna de estas tres más o menos injustamente reseñadas en dos o tres oraciones
puede ser calificada ni por asomo de “definitiva” o “fallida”. Tampoco lo es la
de Zabaloy, entonces, pero quizá sea posible pensarla como la mejor hasta la
fecha. ¿Por qué? Porque de alguna manera toma “lo mejor de ambos mundos”. Están
en su trabajo la frescura y la libre imaginación (y alegría) verbal de Salas
Subirat pero también el
rigor académico de Tortosa y su atención al detalle; están la voluntad de
riesgo de este último pero también el espíritu más escrupuloso y atento
con el lector que es dable encontrar en el trabajo de Valverde, y a esto se
suman guiños y alusiones a la cultura rioplatense que logran volver a Ulises un
libro que podemos llamar todavía más “nuestro”. Joyce, que llevó al máximo las
posibilidades expresivas de las referencias y las alusiones, sin duda hubiese
aprobado y festejado que Zabaloy apelara a nombres y frases que resuenan en el
oído rioplatense, como por ejemplo “Leguisamo solo” (capítulo XV, página 539) y
“poniendo estaba la gansa” (capítulo I, página 28).
Hay que leer Ulises,
hay que volver a Ulises, un
libro que se pegó al ADN de la literatura como un verdadero virus, mutándolo
para siempre. La traducción de Marcelo Zabaloy, bellamente presentada por
Cuenco de Plata, es, ahora, la mejor manera de entrar (y de volver, si es que
se puede salir) a ese libro que contiene a Dublín y al universo, al 16 de junio
de 1904 y a la historia.
Hace un par de días comentaba en mi blo las ganas que tenía de leer esta nueva tradux y la alegría que me producía su existencia, aun sin haberla leído. Esto no hace más que alimentar esas ganas, esa alegría. Gracias.
ResponderEliminarPara seguir uruguayos por un rato, ¡merece1
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