Ayer, 8 de diciembre, Andrés Ehrenhaus publicó en El Trujamán la
siguiente columna informativa de los pasos que viene dando el Proyecto de Ley
de Protección de la
Traducción y los Traductores en el Congreso argentino. Se
supone que es la primera de una serie de notas.
Hacia y por una ley de traducción autoral en Argentina
¿No hay nada nuevo bajo el
sol? Veamos. En septiembre de 2013 se presenta en el Congreso Nacional
argentino un proyecto de ley de Protección de la Traducción y los
Traductores, elaborado por un grupo de traductores profesionales independientes
asesorados por especialistas en Propiedad Intelectual. El proyecto pronto
recibe numerosas adhesiones personales procedentes de todos los sectores de la
cultura, así como de numerosas editoriales e instituciones locales e
internacionales; hoy por hoy, esas adhesiones ya son más de 1600. También
recibe algunas críticas —sobre las que volveremos— por parte de sectores afines
a la docencia académica y a la traducción jurídica, a pesar de su no injerencia
en estos ámbitos.
Año y medio más tarde, el proyecto pierde vigencia parlamentaria y pasa a
engrosar el cajón de las nobles utopías civiles. Sin embargo, la repercusión y
el efecto de ondas concéntricas generados por la inédita aparición en escena de
una iniciativa de protección legal pura y exclusivamente vinculada con la
traducción autoral trasciende las fronteras políticas e incluso lingüísticas
argentinas: en México, en Colombia, en Chile, en Francia o en Canadá se seguirá
el proceso con interés, suscitándose a menudo interesantes debates internos
acerca de la necesidad de leyes similares in
situ.
En España, en cambio, el eco
fue débil y las reacciones, tibias. Motivos hay sobrados para ello, aunque
también los habría para lo contrario: las condiciones laborales y profesionales
reales de los traductores en España son quizás mejores que las de los que
trabajan en Latinoamérica, pero no le llegan ni al tobillo a las de Alemania,
por poner un ejemplo europeo y cercano, y la especificidad de la LPI española con respecto a la traducción
es escasa. Por no hablar de la deslocalización y tercerización, dos fantasmas
que son uno, temidos por los traductores españoles, que ven en el colega
hispanoamericano a un advenedizo y un inesperado competidor desleal, sin
entender tal vez que la mejora de las condiciones laborales y legales de este
aparente intruso contribuiría a desvanecer los temores y a homogeneizar el
mercado por arriba, en lugar de seguir ahondando en la desconexión de facto y
permitiendo que los editores lo rasen por abajo.
Pero que nadie se haga
excesivas cruces pues, en tozuda discrepancia con el fatalismo marxiano, el
cartero siempre llama dos veces y a la ocasión al final no la pintan tan calva:
dos años después de presentada la primera iniciativa legal, el mismo grupo,
ahora engrosado, ha vuelto a la carga y ha presentado, con el apoyo y asesoramiento
de nuevos diputados firmantes, un flamante proyecto titulado Ley de Derechos de
los Traductores y Fomento de la Traducción. La lucha continúa y cada adhesión,
cada comentario crítico, cada compromiso fraterno la nutren como lluvia en el
desierto. De ahí la idea de desgranar en una breve serie de trujamanes las
razones, los lineamientos, los avatares y las repercusiones de estas dos
iniciativas, con la esperanza de que se encarnen en el cuerpo resiliente de la
traducción autoral y quizás así contribuyamos a que la experiencia despierte
conciencias e inquietudes que, de tan desatendidas, se han ido acostumbrando a
sestear.
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