(viene de ayer)
La corteza de la letra (II)
III
No se puede dirimir la superioridad o inferioridad
de unas culturas y otras. Salvo en el tiempo, todas son iguales porque se
imitan, se plagian, se traducen y
no hay procesos culturales trascendentes sin apropiación,
transformación o traducción de lo antiguo. El axioma de Ezra Pound de
que una gran literatura está precedida de un glorioso periodo de traducciones, puede extenderse a cualquier
campo del saber. Y no es necesario encontrar los textos que han servido
de intermediarios, basta con verificar que una idea o una fábula se dice en
distintas lenguas para postular que hubo transhumancia.
La escritura, convertida por los estudios
filológicos en el único vehículo de las transmisiones culturales, goza de un
privilegio desmedido y sin duda falso. La peregrinación de argumentos,
historias, procedimientos poéticos, conceptos filosóficos o científicos de
lengua en lengua debería ser prueba suficiente, no de que existe el azar, sino
de que las transmisiones orales son un medio suficiente y hasta más eficaz de
los intercambios que tienen lugar entre las culturas. Los traslados de viva voz
no implican literalidad ninguna, postulan que lo que se traduce puede
transformarse, que lo ajeno engrandecido o disfrazado puede circular como
propio. Los relatos, las lecturas o las traducciones orales documentadas hasta
en tiempos contemporáneos no son materia reservada a los folkloristas. Todo se
puede contar y no se necesita más que una versión para que una idea, un poema o
un concepto se multipliquen en numerosos oídos y pasen a formar parte de otra
cultura. Si hasta el siglo XI sólo el 1% de la población europea era alfabeta,
no es imposible imaginar que gran parte de las novedades poéticas, filosóficas
o científicas discurrían por vías orales.
Corrobora esta hipótesis el hecho de que los
hombres de la Edad Media
eran grandes viajeros: lo eran los musulmanes, también los de la Europa occidental. Se
viajaba para conocer, enseñar y aprender, y no era raro que los discípulos
buscaran maestros de otras religiones (Renan: 1992, 146) porque, al menos hasta
el siglo XII, se gozó de una libertad intelectual que después se suprimiría: no
existía la Inquisición ,
no había supervisión papal de los estudios, la teología, y las elaboraciones
más sutiles del dogma eran todavía fluctuantes (Curtius: 1981, 816). Los
clérigos vagabundos ya censurados por el Concilio de Nicea (356), los
peregrinos de Canterbury, los de Santiago de Compostela, los juglares, los goliardos
de los siglos XII y XIII son testimonios parciales de desplazamientos que
incluso hoy resultarían extraordinarios. Y no es una mera conjetura que esa
circulación de personas incluía lo que ahora es España. Prueban la presencia de
la poesía goliardesca en estas tierras: la Garcineida del
canónigo García de Toledo, una sátira sobre la degradación del alto clero (y
que incluye a Bernardo de Sédirac, el mentor de Bernardo de Sauvetat, al que se
atribuye la fundación de la escuela de traductores de Toledo) o los
poemas amorosos del monasterio de Ripoll, Anonim enamorat.
IV
La descripción más feliz de la gran escena de la
traducción medieval podría ser eso que los especialistas llaman «la novela que
ocurre en el camino»: una aventura por los caminos de Europa. Recordemos
itinerarios posibles. El monje Gerberto de Aurillac, después papa con el nombre
de Silvestre II, llegó a la
Marca Hispánica en el siglo X, entre 967 y 970, para estudiar
matemáticas y astronomía. Mosé Sefardí, convertido a los cuarenta y cuatro años
en Pedro Alfonso, promediando el siglo XI, salió quizá de Huesca y después de
recorrer la Europa
central apareció en Inglaterra, donde Enrique I lo convirtió en su médico.
Tradujo al latín la nueva ciencia astronómica y matemática de los árabes y
viejos cuentos orientales (Disciplina clericalis). Abraham ibn Ezra
entre 1140 y 1167 viajó por Roma, Salerno, Luca, Pisa, Mantua, Verona, Beziers,
Narbona, Burdeos, Angers, Londres y Winchester. A lo largo de este incesante
peregrinar redactó tratados astronómicos, matemáticos, filosóficos, exegéticos,
gramáticas y prodigó por doquier recensiones de sus obras. Escribía en hebreo
para los suyos y en bajo latín medieval para los cristianos. Otros viajeros
incansables del siglo XII fueron Benjamín de Tudela, que llegó hasta Alejandría
pasando por el Languedoc, Provenza, Italia y Constantinopla, o el excelso poeta
Jehudá ha-Leví, que vivió y escribió en Granada, Córdoba, Toledo y cuyo rastro
se perdió después de un viaje mítico en Palestina.
Repitiendo esos pasos, nuevos eruditos
peregrinaron hacia el sur. Entraban por el litoral de Cataluña y se dirigían a
Barcelona, o por Roncesvalles, seguían el camino de Santiago hacia el valle del
Ebro, rodeando la frontera de al-Andalus que, después de 1085, llegaba ya a
Toledo. Así vinieron: Plato Tiburtinus [¿Roma?, primera mitad del siglo XII],
Alfredo de Sareshel [Inglaterra, finales del siglo XII], Rodolfo de Brujas
[primera mitad del siglo XII], Roberto de Chester [Inglaterra, primera mitad
del siglo XIII], Gerardus Cremonensis [Lombardía, 1114-1175 (?)], Michael
Scotus [Escocia, primer tercio del siglo XIII], Hermannus Teutonicus o
Germanicus [segunda mitad del siglo XIII], Rodolfo de Brujas, Juan de Cremona,
Juan de Mesina, Buenaventura de Sena, Aegidus de Thebaldis y Pedro Reggio de
Parma. Algunos se quedaron muchos años, como Gerardo de Cremona, otros en
cambio sólo estuvieron de paso, recogiendo y cotejando manuscritos, como
Michael Scotus que también estuvo en Italia, primero en Pisa y después en la
corte siciliana de Federico II. O Adelardo de Bath, del que no se sabe con
seguridad que atravesara los Pirineos, pero que recorrió Siria, Italia y
Francia.
Estos hombres, de biografías confusas o
contradictorias, representan la cara transhumante de lo que después se llamó el
Renacimiento del siglo XII. Pero ¿quiénes eran sus interlocutores? Pensemos en
los corresponsales del papa Silvestre II, que vino a la Marca Hispánica
como Gerberto de Aurillac: ese Lupito Barchinonensi, que Millás Vallicrosa
identifica como Lobetus (Llobet), arcediano de la catedral de Barcelona; o el
obispo Mirón, también llamado Bonfill, de Gerona. Pensemos también en los otros
nombres que figuran en la historia de estas traducciones medievales: el obispo
Miguel de Tarazona, el arzobispo Raimundo de Sauvetat de Toledo, el arzobispo
Juan de Toledo, el rey de Castilla Alfonso el Sabio o los de Aragón: Jaime I el
Conquistador, Jaime II el Justo y Pedro IV el Ceremonioso. No cabe duda de que
estos dignatarios de la
Iglesia o monarcas cristianos tuvieron el papel de mecenas o
protectores de aquellos intercambios culturales, pero no fueron, como es obvio,
los artífices ni los interlocutores de los sabios que venían allende los
Pirineos. Tampoco parecen haber tenido esta función los monjes u otros miembros
de la Iglesia ,
ya que los que se conocen son escasos y casi nada se sabe de ellos: Hugo
Sanctallensis que trabajó en Tarazona, Domingo Gundisalvo que lo hizo en
Toledo, y Garci Pérez, Juan de Aspa y Guillermo Arremón de Aspa que formaron
parte del scriptorium de Alfonso X. Si los religiosos o legos de los
reinos cristianos no sabían árabe, y en el caso de que lo supieran, no conocían
lo suficiente las materias de los textos, requisito indispensable para
traducir, ¿a quién se dirigían los curiosos extranjeros que tampoco sabían
árabe? ¿Quiénes sabían la lengua, porque era su lengua, y habían ya traducido
la ciencia y la filosofía árabes a su propia cultura? Si somos conscientes de
que la traducción, como actividad intelectual, requiere un saber lingüístico y
cultural y, además, experiencia en el arte de traducir, no cabe otra
respuesta: los judíos hispánicos.
(sigue mañana)
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