Aunque muchas veces
publicado tanto en la
Argentina como en España, Chile o México, siempre es bueno volver a Bruno Schulz. En la ocasión, a través
de una nueva edición, traducida directamente del polaco por Enrique Mittelstaedt para la nueva editorial
Dobra Robota. Así lo comenta Silvina
Friera en la siguiente nota, publicada en el diario Página 12 del 28 de
marzo pasado.
El tercer mosquetero
Una ola de empatía
irresistible producen las historias concatenadas del “tercer mosquetero” de la
vanguardia literaria polaca. La salud del padre de familia empieza a declinar
mientras el pequeño hijo –el narrador– deviene gran prestidigitador gracias a una
imaginación desaforada. Todo lo que observa lo transforma; traduce en palabras
de una potencia inaudita el hechizo onírico de su peculiar modo de mirar. Hasta
los personajes de reparto, una “chica idiota” de la calle, adquieren vuelo.
“Tluja está acurrucada entre sábanas amarillas y trapos. En su enorme cabeza se
eriza un manojo de pelo negro. Su cara se contrae como el fuelle de un
acordeón. A cada rato, una mueca de llanto la acomoda en mil arrugas
transversales, mientras que la sorpresa la estira nuevamente, alisa los
pliegues, descubre la rendija de los pequeños ojos y las encías húmedas con
dientes amarillos bajo el labio carnoso con forma de hocico” se lee en
“Agosto”, el primer relato de Las tiendas
de color canela del escritor polaco Bruno Schulz (1892-1942), amigo de
Witold Gombrowicz y Stanislaw I. Witkiewicz –los otros mosqueteros de la
experimentación–, traducido por Enrique Mittelstaedt y publicado por Dobra
Robota, una nueva editorial porteña que debuta con este título en su primera
colección (Des)formas Polacas, que incluirá nuevas, y a veces primeras,
traducciones al español de literatura polaca, prosa y obras de teatro.
Hijo de un comerciante judío que
regenteaba una tienda de tejidos en Drohobycz, una pequeña ciudad al suroeste
de la Galitzia
austrohúngara (después sería Polonia, actualmente es Ucrania), Schulz trabajó
como grabador y dibujante antes de convertirse, con solo dos libros de cuentos,
en un mito literario. En 1922, mientras daba clases de dibujo en el instituto
de Drohobycz, empezó a exponer sus obras. Su primer libro, la novela gráfica El libro idolátrico, parece inspirado a
medias por las pinturas negras de Goya y La Venus de las pieles de Leopold von Sacher-Masoch.
En las cartas que intercambió con la poeta polaca Debora Wogel germinaron las
narraciones de corte mitológico sobre las peripecias de un padre y un hijo que
confluirían en Las tiendas de color canela,
publicado por la editorial Rój en diciembre de 1933 (o 1934, como figura en la
primera edición). La vía láctea de este libro es el padre. Schulz, que quería
“madurar hacia la infancia”, contempla con ojos de niño a ese padre adorado,
mago de barba blanca, que describe como un “hombre extraordinario”, un “maestro
de la imaginación”, un hombre que libró “una guerra solitaria contra el
elemento ilimitado del tedio que entumecía la ciudad”, “un prestidigitador
metafísico”, un hombre extraño que defendía “la causa perdida de la poesía”.
Ese padre que se estaba marchitando había empezado a achicarse “como una nuez
que se seca dentro de su cáscara”. La comparación y la metáfora, en sus manos,
es un material tan plástico que logra la titánica labor de estirar al máximo
los fronteras hasta difuminarlas porque lo que adquiere relieve es un clima, un
aire familiar, una atmósfera pregnante. ¿Escribe cuando dibuja? ¿Dibuja cuando
escribe? Quizá el “secreto” consista en abrir el campo de batalla de los
adjetivos, esas rígidas palabras que suelen clausurar más que intensificar los
sentidos.
“Me quedó grabado en la memoria
particularmente un cóndor, un ave enorme de cuello desnudo y cara arrugada
cubierta de protuberancias –cuenta el narrador en el relato “Los pájaros”–. Era
un asceta delgado, un lama budista que manifestaba en su comportamiento una
dignidad imperturbable, regido por el ceremonial férreo de su noble estirpe.
Cuando se sentaba frente a mi padre, inmóvil en la posición monumental de unos
dioses egipcios ancestrales, con el ojo velado por una membrana blanquecina que
movía sobre la pupila para cerrarse del todo en la contemplación de su
majestuosa soledad, parecía, con su perfil pétreo, un hermano mayor de mi
padre. La misma materia de tendones y piel dura y arrugada, la misma cara seca
y huesuda, las mismas endurecidas cuencas de los ojos. Hasta las manos de mi
padre, fuertes en las articulaciones, largas y magras y con las uñas curvadas,
se parecían a las garras del cóndor”. Al igual que Franz Kafka, Schulz tenía
una obsesión con la figura paterna que se percibe en los 15 relatos de Las tiendas de color canela. La
diferencia entre el checo y el polaco es significativa: mientras el autor de
“La metamorfosis” dilataba un retrato más bien opresivo y autoritario del
padre, el polaco paladeaba un registro próximo al tono irónico, a veces
ridículo y burlón, cuando encarna a un excéntrico demiurgo o se convierte en
una cucaracha.
En el prólogo de esta edición de
Dobra Robota –que publicará en breve el teatro de Witkiewicz, Ellos/ Obra anónima; y los relatos de
Schulz, Sanatorio bajo la clepsidra–,
se plantea que concebir el programa literario del escritor polaco como una fuga
de la realidad que vivía, sería una lectura simplista. “No se trata de crear
una realidad paralela, sino de debilitar su tejido para sugerir nuevas
relaciones y consecuencias; en fin, se trata de construir una realidad igual de
verosímil en lo que él denomina las regiones de la Gran Herejía. Y si
bien todos los relatos tienen sus raíces en el mundo real, lo cual los dota de
cierta verosimilitud, al mismo tiempo cada uno constituye un territorio fuera
de la ley, ideal para cualquier abuso. Es la revuelta creativa contra el reino
de la cotidianidad. El regocijo con la bancarrota de lo real”. Cuando estalló la Segunda Guerra mundial,
Polonia fue dividida entre Alemania y la Unión Soviética.
Durante el período estalinista, Schulz trabajó para la propaganda comunista
produciendo dibujos y pinturas. “No necesitamos Prousts”, le dijeron cuando
presentó a un periódico de lengua polaca un manuscrito que trataba sobre el
hijo deforme de un zapatero. En 1940 Alemania invadió Drohobycz, pero Schulz se
rehusó a abandonar su ciudad natal. Dos años después, en 1942, un oficial nazi
asesinó al “tercer mosquetero” polaco, un escritor que convertía las palabras
en extrañas y fulgurantes posibilidades.