jueves, 31 de marzo de 2016

"El regocijo con la bancarrota de lo real"

Aunque muchas veces publicado tanto en la Argentina como en España, Chile o México, siempre es bueno volver a Bruno Schulz. En la ocasión, a través de una nueva edición, traducida directamente del polaco por Enrique Mittelstaedt para la nueva editorial Dobra Robota. Así lo comenta Silvina Friera en la siguiente nota, publicada en el diario Página 12 del 28 de marzo pasado.

El tercer mosquetero

Una ola de empatía irresistible producen las historias concatenadas del “tercer mosquetero” de la vanguardia literaria polaca. La salud del padre de familia empieza a declinar mientras el pequeño hijo –el narrador– deviene gran prestidigitador gracias a una imaginación desaforada. Todo lo que observa lo transforma; traduce en palabras de una potencia inaudita el hechizo onírico de su peculiar modo de mirar. Hasta los personajes de reparto, una “chica idiota” de la calle, adquieren vuelo. “Tluja está acurrucada entre sábanas amarillas y trapos. En su enorme cabeza se eriza un manojo de pelo negro. Su cara se contrae como el fuelle de un acordeón. A cada rato, una mueca de llanto la acomoda en mil arrugas transversales, mientras que la sorpresa la estira nuevamente, alisa los pliegues, descubre la rendija de los pequeños ojos y las encías húmedas con dientes amarillos bajo el labio carnoso con forma de hocico” se lee en “Agosto”, el primer relato de Las tiendas de color canela del escritor polaco Bruno Schulz (1892-1942), amigo de Witold Gombrowicz y Stanislaw I. Witkiewicz –los otros mosqueteros de la experimentación–, traducido por Enrique Mittelstaedt y publicado por Dobra Robota, una nueva editorial porteña que debuta con este título en su primera colección (Des)formas Polacas, que incluirá nuevas, y a veces primeras, traducciones al español de literatura polaca, prosa y obras de teatro.

Hijo de un comerciante judío que regenteaba una tienda de tejidos en Drohobycz, una pequeña ciudad al suroeste de la Galitzia austrohúngara (después sería Polonia, actualmente es Ucrania), Schulz trabajó como grabador y dibujante antes de convertirse, con solo dos libros de cuentos, en un mito literario. En 1922, mientras daba clases de dibujo en el instituto de Drohobycz, empezó a exponer sus obras. Su primer libro, la novela gráfica El libro idolátrico, parece inspirado a medias por las pinturas negras de Goya y La Venus de las pieles de Leopold von Sacher-Masoch. En las cartas que intercambió con la poeta polaca Debora Wogel germinaron las narraciones de corte mitológico sobre las peripecias de un padre y un hijo que confluirían en Las tiendas de color canela, publicado por la editorial Rój en diciembre de 1933 (o 1934, como figura en la primera edición). La vía láctea de este libro es el padre. Schulz, que quería “madurar hacia la infancia”, contempla con ojos de niño a ese padre adorado, mago de barba blanca, que describe como un “hombre extraordinario”, un “maestro de la imaginación”, un hombre que libró “una guerra solitaria contra el elemento ilimitado del tedio que entumecía la ciudad”, “un prestidigitador metafísico”, un hombre extraño que defendía “la causa perdida de la poesía”. Ese padre que se estaba marchitando había empezado a achicarse “como una nuez que se seca dentro de su cáscara”. La comparación y la metáfora, en sus manos, es un material tan plástico que logra la titánica labor de estirar al máximo los fronteras hasta difuminarlas porque lo que adquiere relieve es un clima, un aire familiar, una atmósfera pregnante. ¿Escribe cuando dibuja? ¿Dibuja cuando escribe? Quizá el “secreto” consista en abrir el campo de batalla de los adjetivos, esas rígidas palabras que suelen clausurar más que intensificar los sentidos.

“Me quedó grabado en la memoria particularmente un cóndor, un ave enorme de cuello desnudo y cara arrugada cubierta de protuberancias –cuenta el narrador en el relato “Los pájaros”–. Era un asceta delgado, un lama budista que manifestaba en su comportamiento una dignidad imperturbable, regido por el ceremonial férreo de su noble estirpe. Cuando se sentaba frente a mi padre, inmóvil en la posición monumental de unos dioses egipcios ancestrales, con el ojo velado por una membrana blanquecina que movía sobre la pupila para cerrarse del todo en la contemplación de su majestuosa soledad, parecía, con su perfil pétreo, un hermano mayor de mi padre. La misma materia de tendones y piel dura y arrugada, la misma cara seca y huesuda, las mismas endurecidas cuencas de los ojos. Hasta las manos de mi padre, fuertes en las articulaciones, largas y magras y con las uñas curvadas, se parecían a las garras del cóndor”. Al igual que Franz Kafka, Schulz tenía una obsesión con la figura paterna que se percibe en los 15 relatos de Las tiendas de color canela. La diferencia entre el checo y el polaco es significativa: mientras el autor de “La metamorfosis” dilataba un retrato más bien opresivo y autoritario del padre, el polaco paladeaba un registro próximo al tono irónico, a veces ridículo y burlón, cuando encarna a un excéntrico demiurgo o se convierte en una cucaracha.

En el prólogo de esta edición de Dobra Robota –que publicará en breve el teatro de Witkiewicz, Ellos/ Obra anónima; y los relatos de Schulz, Sanatorio bajo la clepsidra–, se plantea que concebir el programa literario del escritor polaco como una fuga de la realidad que vivía, sería una lectura simplista. “No se trata de crear una realidad paralela, sino de debilitar su tejido para sugerir nuevas relaciones y consecuencias; en fin, se trata de construir una realidad igual de verosímil en lo que él denomina las regiones de la Gran Herejía. Y si bien todos los relatos tienen sus raíces en el mundo real, lo cual los dota de cierta verosimilitud, al mismo tiempo cada uno constituye un territorio fuera de la ley, ideal para cualquier abuso. Es la revuelta creativa contra el reino de la cotidianidad. El regocijo con la bancarrota de lo real”. Cuando estalló la Segunda Guerra mundial, Polonia fue dividida entre Alemania y la Unión Soviética. Durante el período estalinista, Schulz trabajó para la propaganda comunista produciendo dibujos y pinturas. “No necesitamos Prousts”, le dijeron cuando presentó a un periódico de lengua polaca un manuscrito que trataba sobre el hijo deforme de un zapatero. En 1940 Alemania invadió Drohobycz, pero Schulz se rehusó a abandonar su ciudad natal. Dos años después, en 1942, un oficial nazi asesinó al “tercer mosquetero” polaco, un escritor que convertía las palabras en extrañas y fulgurantes posibilidades.


miércoles, 30 de marzo de 2016

"Es muy ingrato dedicarse exclusivamente a la traducción literaria"


En la edición española de Letras Libres, el escritor Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) realizó una entrevista con la traductora Marta Rebón (Barcelona, 1976). Se publicó, en el marco de un dossier sobre traducción, en el mes de febrero de este año.


“Una buena traducción debe causar en el lector
la impresión que el autor pretendía producir”

"Convertirme en traductora de ruso no fue algo muy meditado –dice Marta Rebón (Barcelona, 1976), que ha llevado al castellano y al catalán obras de autores como Borís Pasternak, Vasili Grossman, Vladimir Nabokov, Mijaíl Bulgákov, Lev Tolstói, Svetlana Alexiévich o Iliá Ehrenburg–. Después de estudiar la carrera de Humanidades, hice la de Filología Eslava. Fui a estudiar a San Petersburgo para hacer cursos de lengua y allí, en una librería, descubrí la novela de una autora casi desconocida en España. La leí, me gustó e hice la propuesta de traducción a la editorial Anagrama. Tuve suerte, pues Jorge Herralde me recibió en su despacho y me dio la primera oportunidad de traducir de esta lengua. Previamente, ya había vertido un par de títulos del inglés.”

–Ha traducido obras monumentales y clásicos de la literatura del siglo XX. ¿Cómo se enfrenta a una obra como Vida y destino o El doctor Zhivago?
–Cada libro es diferente. En el caso de Vida y destino, acababa de llegar a Bruselas con una beca para estudiar en una facultad de traducción y terminé perdiendo el trimestre porque la novela me absorbió en todos los sentidos. De repente, el estudio que había alquilado se convirtió en una especie de mapa de Rusia, lleno de voces y del fragor de las batallas. Mientras me apropiaba del texto de Grossman, sentí una auténtica simbiosis. Es el libro que más me ha marcado de los que he traducido. Grossman es uno de los escritores que más admiro: lúcido, comprometido y valiente. Valoraba sobre todo la bondad y veía que esta cualidad no siempre procedía de la gente más instruida. Por lo general, traducir clásicos cuesta especialmente, pues las expectativas son tan altas que el reto requiere mucha fortaleza mental. Además, estos libros rusos fácilmente alcanzan setecientas e incluso mil páginas. En cuanto a El doctor Zhivago, lo traduje mientras vivía en Quito. Era curioso compaginar la estepa siberiana con las latitudes tropicales del ecuador. Tuve la impresión de conectar con su prosa cristalina, exuberante y sinestésica, es bueno cuando tienes esa sensación.

–¿Cómo es el proceso más habitual? ¿Lee el texto varias veces antes de ponerse a trabajar? ¿Cuántas revisiones realiza?
–Lo ideal sería leer el texto original varias veces y revisar la traducción a voluntad. Además, cuando se trata de obras clásicas, no se puede obviar toda la bibliografía especializada que ha generado ese texto. Pero, en la práctica, no se suele conceder ese tiempo y hay presiones para que la traducción se haga en un plazo mínimo. Las revisiones cada vez son más superficiales y es habitual que, cuando la editorial te envía las correcciones, te dé dos o tres días para revisarlas…

–Ha traducido obras que ya se habían traducido antes. ¿Cómo utiliza las versiones previas en la lengua de destino y en otros idiomas? ¿Las traducciones son ahora mejores que antes?
–Intento consultar todas las versiones disponibles en los idiomas que domino. En mi caso, prefiero traducir libros que no se hayan traducido previamente al español o al catalán, pues cuando hay una versión precedente en mi lengua me siento más “encorsetada”. Todas las herramientas son pocas cuando se trata de volcar textos complejos nacidos en circunstancias tan alejadas de las propias. Es una suerte que en la última década se haya dado un salto tan gigantesco en cuanto a hacer pesquisas y consultas muy específicas casi al instante. Cuando empecé a traducir aún utilizaba diccionarios de papel.

–Muchas de las obras que ha traducido tienen un componente histórico o biográfico. ¿Tiene que realizar una labor de documentación? ¿Introduce elementos de contexto para que el lector no se pierda o cree que el texto debe tener la misma dificultad en una lengua y en otra?
–Sí, la labor de documentación es muy importante antes de sentarte a traducir. Leer sobre el tema es esencial para poder visualizar con claridad lo que se narra. Como traductora, soy muy partidaria de hacer notas aclaratorias cuando sea necesario y añadir un epílogo o prólogo para contextualizar la obra. He traducido autores rusos como Gueorgui Vladímov y Lidia Chukóvskaia, por citar solo dos, de los que apenas hay referencias en español. En el caso del primero, de quien traduje una formidable novela titulada El fiel Ruslán, no propuse complementarla con un texto introductorio y luego lo lamenté al leer algunas reseñas, pues era obvio que les faltaba saber las motivaciones y el momento en que fue concebida. En el caso de Chukóvskaia, sí que lo hice y te das cuenta de que tanto lectores como críticos lo agradecen.

–¿Cree en el concepto de fidelidad en la traducción? ¿Qué es lo que intenta expresar en su lengua en una traducción?
–Me gusta citar una frase de Borges: “El original es infiel a la traducción.” Pero, como me dijo un famoso editor, somos esclavos del texto. No es una imagen muy seductora, aunque refleja bien que hay unos límites que no se deben traspasar. A medida que voy acumulando años de oficio, lo que me parece fundamental es que el texto esté “afinado”, que haya eufonía cuando la tenga que haber, aunque también se debe ser fiel a los titubeos, a la sintaxis propia del autor. Una buena traducción no tiene por qué concordar mecánicamente con el original, pero, sin traicionarlo, debe causar en el lector la impresión que el autor pretendía causar. 

–Traduce de varias lenguas: el ruso, el inglés, el francés, el italiano. ¿Cambia la experiencia?
–Mayoritariamente traduzco del ruso, porque son los encargos que me llegan, aunque me gustaría alternarlo más con otras lenguas. Ahora mismo, que vivo en Tánger, preferiría traducir del francés o del inglés, que son las lenguas con las que convivo. Siento predilección por el italiano, lengua que nunca he dejado de leer desde que hice una beca Erasmus en Cerdeña. Con estas lenguas, hay una proximidad que me facilita la traslación. Pero la distancia del ruso a veces tiene la ventaja de que no tiene contaminación de tu lengua.

–¿Cuáles son los traductores que admira especialmente y qué admira de ellos?
–Por citar dos, Andreu Nin y Josep Mª Güell. Andreu Nin demostró que la traducción literaria también puede ser una actividad propia de un hombre de acción, desmintiendo el estereotipo del traductor como ratón de biblioteca. A su vuelta de la Unión Soviética, después de granjearse la animadversión de Stalin, trasladó al catalán grandes obras de las letras rusas con gran sensibilidad literaria. También me parece entrañable Josep Mª Güell, un hombre sencillo de Tarragona, que compaginaba su labor como traductor de novelas con su trabajo en una ferretería. Militante del psuc, estudió el ruso de forma autodidacta y concibió la traducción de esta lengua al catalán como una singular lucha contra el franquismo, haciendo suya también esta manera de entender la traducción como una forma de rebelión.

–¿Le interesa la teoría de la traducción? ¿En qué ha cambiado su visión de la traducción en estos años de práctica?
–La teoría de la traducción no me interesa demasiado, y menos todavía lo que se pueda argumentar desde la comodidad de una plaza universitaria. La dinámica editorial es un torbellino que poco tiene de comodidad y de condiciones ideales. Como dijo Nadiezhda Mandelstam, cuando se enteró de las críticas que Nabokov le hacía a Robert Lowell por las versiones de los poemas de su marido: “Toda traducción es una suerte de adaptación. Todas son buenas y, de alguna manera, insatisfactorias. Estemos agradecidos por lo que es bueno y nunca contestemos con insolencia al traductor por lo que no nos haya satisfecho… Quienes no estén satisfechos pueden acometer la tarea una vez más. Es la única manera de criticar una traducción.”

–Dos lamentos frecuentes de los traductores son la falta de reconocimiento y las malas, y cada vez peores, condiciones laborales. ¿Comparte esas preocupaciones? 
–Sí. Más de una vez he pensado en dejarlo para volcarme en otros proyectos que tengo abandonados. Me gustaría no renunciar del todo en un futuro, pero es muy ingrato dedicarse exclusivamente a la traducción literaria. En mi opinión, una sociedad que subestima a sus traductores y les niega su condición de escritores y creadores se ve abocada al peligro de una cultura más pobre. ~

martes, 29 de marzo de 2016

La imprudente barbarie del rey de España y de García de la Concha

En la entrada de ayer se hablaba de la falta de imaginación de algunos noteros ibéricos. En la de hoy vamos a hablar de la imbecilidad de actual rey y del vetusto director del Instituto Cervantes. Al menos es lo que se deduce del artículo publicado el 16 de marzo pasado en elnuevodía.com por Eduardo Lalo (1960), novelista portorriqueño ganador del Premio “Rómulo Gallegos”.

Actos de barbarie

Soy uno de los invitados al VII Congreso Internacional de la Lengua Española, cuya “solemne sesión inaugural” se celebró en San Juan en la mañana de ayer con la asistencia de diversas autoridades, entre las que destacaban los Reyes de España y el Gobernador de Puerto Rico. 

El primero de una larga serie de discursos estuvo a cargo de Víctor García de la Concha, Director del Instituto Cervantes, quien hizo un épico, minucioso y autocomplaciente listado de los pasados congresos. Cuando se ocupó del que ayer fue inaugurado, el Director del Instituto Cervantes recalcó el hecho de que era la primera vez que no se celebraba en Hispanoamérica y destacó que fuera en un territorio que se ha empeñado en preservar el legado histórico que incluye, según él, la lengua española y los lazos de sangre.

Debo confesar que quedé sobrecogido por su imprudente barbarie. Un funcionario que ejerce un cargo importante y oficial, que ha tenido tres años para comprender la situación puertorriqueña, nos saca sin más, en un par de frases, de nuestro ámbito natural y cultural.

Poco después, en el discurso del Rey Felipe VI, se nos anuncia que está contento de visitar junto a la Reina a Estados Unidos y de descubrir un lugar donde el español “mestizo” alterna con el inglés. Luego añadiría que éste “no es el lugar para tratar la historia de Puerto Rico”.

Pues sí, Majestad y señor de la Concha, este Congreso es el lugar y la ocasión perfectos para tratar esa historia. ¿Dónde sería más pertinente y apropiado?

Puerto Rico no es parte de Estados Unidos, sino un territorio invadido por esa nación en la Guerra Hispanoamericana de 1898. Entonces España cedió esta tierra en el Tratado de París como botín de guerra, sin defender ni considerar en lo más mínimo, la suerte de sus habitantes.

Si Puerto Rico, luego de casi 118 años de agresiones y presiones estadounidenses, ha preservado la lengua española y su cultura caribeña y latinoamericana, y las ha desarrollado tanto o más que otros países de América, ha sido por la voluntad, la resistencia y la energía creativa que poseemos. Ignorar olímpicamente el grave problema político de Puerto Rico, del que también son responsables tanto España como Estados Unidos, es cuanto menos un acto de inconsciencia o ignorancia y, además, una violencia dirigida a nosotros que somos sus anfitriones. A un país y a un pueblo no se le invisibiliza ni se le saca de la familia de pueblos americanos, para echar hacia adelante una estrategia errada, condenada al fracaso, dedicada a respaldar el español en los verdaderos Estados Unidos.

Una vez más comprobamos la mojigatería de España y de otros pueblos americanos, que ante la tragedia colonial de Puerto Rico, actúan como si ésta no existiera y nada tuviera que ver con ellos.

No vale el protocolo, el autobombo, la celebración miope e inconsecuente. Esperábamos más lucidez, solidaridad y responsabilidad de los que han optado por proferir hoy ante sus anfitriones tantas palabras vacías y bárbaras.

Ni la cultura ni la lengua son adornos para nosotros. Constituyen lo que nos ata a la vida y lo que nos permite día a día luchar encarnizadamente contra las condiciones históricas que hemos padecido y que aún padecemos. Proponer que “que éste no es el lugar para tratar la historia” de nuestro país equivale a no respetarlo.

Creo que no exagero cuando afirmo que no hay un país más hispanohablante que el nuestro, porque ninguno de nuestros hermanos ha sufrido las constantes agresiones culturales a las que nosotros hemos sabido sobrevivir. Si el señor de la Concha y el Rey Felipe pretenden tener alguna pertinencia y credibilidad como líderes de una comunidad lingüística, tendrán que enfrentarse a las vicisitudes de la historia de América. Y a esa historia pertenece, con derechos plenos, como un igual entre iguales, Puerto Rico. Ese enfrentamiento con la barbarie de la historia es lo que nosotros, los puertorriqueños, hemos hecho sin respiro por demasiado tiempo, solos, sufriendo también la incomprensión y la ignorancia de los miembros de nuestra familia.

lunes, 28 de marzo de 2016

Enérgica defensa de la oralidad

Con la firma de un tal Juan Cruz, del diario madrileño El País, el 15 de marzo pasado se publicó la siguiente nota, que tiene como protagonista excluyente al poeta y narrador colombiano Darío Jaramillo. Para leerla en contexto hay que decir que entonces todavía no había pasado el Congreso de la Lengua que se celebró en Puerto Rico. Luego, nótese la falta de imaginación de quien haya titulado el suelto. Efectivamente, a los colombianos se les ocurren cosas. A los periodistas españoles, aparentemente, no.

El amor en los tiempos de la lengua


A los colombianos se les ocurren estas cosas. Cuando los congresos de la lengua empezaron a ser célebres, y a celebrarse, por cierto, fue un colombiano, Gabriel García Márquez, el que propuso que se le diera una patada a la sintaxis como para que la lengua empezara de nuevo, sin tantas letras como tiene, sin tantas complicaciones como le enseñaban a él en las escuelas, sin tantas preposiciones. Hubo quienes temblaron, pero las academias se lo tomaron tan bien que incluso invitaron luego a Gabo a que visitara la cuna de todas ellas, la sede de Felipe IV, en Madrid. Luego ya fue como un académico in péctore; pocos escritores tienen tantas entradas en las explicaciones del diccionario de autoridades como esta autoridad que fue autor de El amor en los tiempos del cólera.

Pues ahora ha sido otro colombiano, Darío Jaramillo Agudelo, el que se trajo en su mochila a un congreso, este que comienza el martes próximo, una píldora para despertar a los académicos antes de que empiecen a ocuparse de la lengua. Lanzó su gabada ayer mismo, hablando con la muy buena novelista Milena Busquets, la autora de También esto pasará; fue a mediodía y hablaron del amor y de la lengua, cuando la gente en Puerto Rico está distraída, pero relumbró lo que dijo: los académicos hablan mucho de la lengua, pero no se ocupan de ponerla en su sitio, físicamente hablando. Pues la lengua es una parte muy placentera del cuerpo, y no solo para escribir gracias a su poderoso influjo.

Sí, de eso habló Darío, el poeta: de que en el diccionario de la lengua no se dice ni media de algunos usos que la lengua, lo que tenemos en la boca para articular sonidos, también presta para gustar y para deglutir cuando casi nadie nos ve. Dijo el escritor colombiano, para abrir boca: “Que en un congreso de la lengua se proponga una mesa con el tema del amor, ineludiblemente lleva a establecer unas relaciones que, no por obvias o por salaces, deben dejarse de señalar. Sin prevenciones, para una mente menos zumbona que la mía, el amor y la lengua pueden querer aludir a las palabras para decir el amor y, en mi caso particular, la expresión poética del amor”. A lo que quería llegar Jaramillo era al “lado lúbrico (y lubricante) del asunto: la lengua como instrumento del amor, la lengua que no está modulando palabras de amor sino la lengua, cómo decirlo, ejecutando el amor. La lengua que besa, la lengua que lame, la lengua que chupa, la lengua que explora”.

A él mismo le parecía que este comienzo podría considerarse inadecuado para un congreso así, pero ya basta de pudores y denunció uno, el pudor del idioma castellano, “cuya pudibundez es casi beatería, pues transfiere a otros idiomas los nombres de las faenas de la lengua utilizada como instrumento de goce. Para precisarlo de una vez: salvo el beso, que tiene su palabra en nuestro idioma, quizás porque, como decía Juan Legido, ´el beso en España lo lleva la hembra muy dentro del alma`, salvo el beso, las más mentadas y deliciosas funciones eróticas de la lengua llevan su nombre en otros idiomas. Miné, fellatio, cunnun lingus son palabras sin equivalente exacto en español, que nos llevan a Francia y a la antigüedad latina para designar asuntos incorporados a nuestros más placenteros instintos sexuales”.

Acudió Jaramillo a una autoridad nueva en estos trances, la Wikipedia, que sí habla del “sexo oral”. “Por puro reflejo de quien rindió tantos exámenes”, explicó el poeta, “el sexo oral suena como lo contrario a sexo escrito. Pero no”. Y desde ahí se lamentó: “El habla adopta expresiones de otros idiomas para designar los usos de la lengua como potenciador del sexo. Para esas prácticas parece no haber nombres en el castellano de la academia. Se pone uno a buscar y resulta que la labor de los labios y de la lengua sobre el órgano sexual masculino se llamafelatio y la misma labor sobre el clítoris y la vagina también está bautizada con una expresión latina, cunnun lingus aunque también es llamada la miné. A propósito, en este contexto tengo que citarlo con regocijo, busqué en el DRAE la definición de miné y me dio un significado que podría muy bien ser una metáfora de la miné como actividad de la lengua salaz: “abrir caminos o galerías por debajo de tierra”.

Partidario de la igualdad en todo, también en los usos de la lengua, Darío Jaramillo hizo este reconocimiento que es también una protesta: “Debo reconocer que el diccionario de la Real Academia reconoce la castellanización de la felatio con la palabra felación, que define lacónicamente con cuatro palabras: ´estimulación bucal del pene`. Pero el Diccionario oficial comete una injusticia, una discriminación entre los sexos, pues ¿por qué se castellaniza la estimulación bucal del pene pero no se castellaniza la estimulación bucal de las intimidades de la mujer?”

Ese retraso para poner la lengua en los sitios por donde transita le sirvió a Darío Jaramillo a elogiar tanto el latín como “el habla del común” que van por delante en el acto de expresar “ese mundo lascivo y lujurioso del mismo instrumento del habla”.

No se detuvo ahí, claro, el poeta; para rematar este aperitivo lingüístico al congreso que dentro de nada amanece citó a grandes poetas (desde Quevedo y Lope a Vallejo y Rubén) para explicar hasta qué punto la poesía ha acariciado con maestría (y sin pudor, a veces) lo que el amor dice y no sólo con la lengua.

Fue un aperitivo exquisito que agarró a San Juan de Puerto Rico haciendo la siesta y quién sabe, hablando de amor, como estuvieron haciendo Milena Busquets y Darío Jaramillo. Gabo, que tanto escándalo logró, fue un conservador al lado de su paisano, que luego se fue a escuchar por la radio cómo el Medellín ganaba al fútbol. 

viernes, 25 de marzo de 2016

Traducción, derechos de autor y militancia (y V)

Quinta y última entrega de la serie de artículos publicados por Andrés Ehrenhaus en El Trujamán, en los que ha escarbado sobre los vericuetos que hacen a la deseable ley de traducciónen la Argentina.

Nuestra pequeña ley
Hacia y por una ley de traducción autoral en Argentina

De todo lo expuesto se recoge que somos autores tan particulares que la leyes (al menos, en Argentina) no alcanzan a ofrecer un marco de garantías para la puesta-en-el-mundo de nuestras obras, de tal modo que, además de ser nuestras creaciones, sean también nuestro sustento. Por las dudas, además, al traductor de textos sujetos a propiedad intelectual se lo educa desde pequeñito para que tenga clara conciencia de que, en este circo, es un enano. No crecerá. Para que un circo como este (la industria del libro) funcione, cada cual debe ocupar un sitio y cumplir a rajatabla con su papel: nos lo dicen los editores, los críticos, los profesores universitarios, los traductores jurados o comerciales, incluso los lectores. Si uno nació para enano, enano se debe quedar.  Tanto nos lo repiten que a la larga nos convencemos. ¿Y qué se espera del enano de circo? Que salga al ruedo como comparsa yhaga reír o llorar si se tercia, que ayude a limpiar a los animales, que coma poco y que no crezca. Estas dos últimas exigencias no son ninguna metáfora.

¿Y por qué no ha de crecer? Sencillo: por el bien del circo. ¿Dónde se ha visto un circo sin enanos o bien, horror de los horrores, con enanos altos? Válgame el cielo: la industria del libro se derrumbaría sin remisión. Así nos dicen, y nosotros lo creemos. Pero esa industria, en Argentina, en España, en muchos países latinoamericanos, es un negocio nada despreciable, que mueve enormes cantidades de dinero, rinde pingües beneficios y crece a un ritmo que más quisieran para sí los circos verdaderos. Veamos algunos datos al respecto: según cifras oficiales recientes, Buenos Aires es la ciudad con mayor densidad de librerías por habitante del mundo (25 por cada 100.000 hab.; en 2013 sumaban 734); la cantidad de editoriales de todo tipo y tamaño que funcionan en el país triplica esa cifra. Bien, hay muchas librerías y editoriales, pero ¿se venden los libros? Pues sí. En 2014, y solo en la capital, la facturación por venta de libros superó los mil millones de pesos argentinos. La cifra de títulos nuevos se elevó a 28 mil, aunque 14 mil correspondieron a editoriales comercialmente activas, con una tirada media de 3.425ejemplares.

Según conclusiones del Libro Blanco de la industria editorial argentina, ofrecido por la Cámara Argentina de Publicaciones (la cámara más ligada a los grandes grupos): “El panorama de la industria editorial actual, tal como se desprende de este informe, presenta datos positivos y estimulantes en todos sus niveles: producción, creación de contenidos, ventas y empleo, consolidando así un mercado muy dinámico.El surgimiento cada año de nuevas editoriales habla de una industria vigorosa y atractiva para editores que entran al mercado. Si bien hay otros protagonistas grandes y de larga trayectoria, y existe una concentración del mercado, la realidad muestra que hay posibilidades de crecimiento para todos”. ¡Para todos menos los enanos!

¿Qué incidencia real tiene el enano en el circo? Es difícil desglosar, como decía el cantor, pero por lo general se acepta que, en mercados editoriales como el argentino, el mexicano el español, un 25% de los títulos anuales publicados corresponde a traducciones (en contraste con el legendario y tremebundo 3% del mercado estadounidense, por ejemplo); a su vez, la incidencia medio de la traducción en los costes editoriales(ojo, no finales) del libro es, curiosamente, cercana al 25%. Parte de la habilidad del director del circo radica entonces en que esa altura (y la de otros enanos, como correctores o ilustradores) se reduzca.  A su vez, en países con leyes de propiedad intelectual que velan por el derecho del autor a cobrar regalías, el traductor suele percibir entre un 0.5 y un 1.5% del p.v.p.; el resto del reparto va más o menos así: distribuidor/librero, 60% - editor, 30% - autor 9% (1% para el agente). Del margen del editor se descuentan muchas cosas, entre ellas ese 1% promedio que se llevaría el enano. Alí ba la bala.

Nuestra pequeña ley propone, entre otras cosas, que ese porcentaje del enano exista y se respete, cosa que, como vimos en III[ AE1] , es del todo inhabitual en Argentina. El circo debe seguir, sin duda, y gozar de buena salud, llenar la platea, darle de comer a leones, focas y elefantes, maquillar a los payasos. Esperemos que las nuevas coyunturas políticas y económicas no nos devuelvan a los días en que los circos extranjeros se llevaban toda la taquilla. Esperemos que siga habiendo trabajo, que las écuyères alegren a niños y adultos y las carpas luzcan orgullosas. Pero no a costa de los enanos. Nuestra pequeña ley es la primera que nos mira como lo que realmente somos: autores de traducciones con derechos propios. Si se promulga, se acabará el recurso del llanto: habrá que recurrir a la le

 [AE1]hipervínculo a este truja

jueves, 24 de marzo de 2016

Traducción, derechos de autor y militancia (IV)

Cuarta parte de la serie de artículos de Andrés Ehrenhaus en El Trujamán.

La autoridad en juego
Hacia y por una ley de traducción autoral en Argentina

Entonces: una traducción es una obra derivada; creándola, el traductor deviene su inseparable autor. Un traductor autoral es, ergo, un autor de traducciones. Bien. Pero, más allá de la declaración casi tauto de tan ontológica, ¿cómo se llega a traducir un discurso de tal modo que funcione-en-el mundo? Es decir, ¿cómo se pasa de la instancia imaginaria a la real? Da la impresión deque cualquiera y, al mismo tiempo, no-cualquiera puede traducir. ¿Basta realmente con traducir lo que sea y como sea para devenir traductor? ¿Dónde radica la autoridad, dónde la garantía de calidad? ¿Son imprescindibles determinadas condiciones o destrezas básicas? ¿Debería existir una instancia reguladora del acceso a la actividad profesional? ¿Entraña un peligro para la profesión establecida el acceso desregulado? ¿Tiene fin –es decir, lleva a algún lado– este panaché de preguntas?

Sí, lleva a un lado. Lleva a este lado del espejo. Alicia (personalicemos este capítulo) parecería estar haciéndose todas esas preguntas desde el otro lado; para responderlas, deberá dejar de comer galletas y beber pócimas que la hagan tan pronto insignificante como grande en exceso y regresar a este. Si bien los traductores hacemos esa operación de ida y vuelta constantemente en nuestra práctica diaria, cuando toca analizar realidades no textuales solemos quedarnos del lado imaginario, que es el que buenamente nos asigna la sociedad.Si lo que se refleja en la superficie idealmente lisa, llana y franqueable del espejo legal es el lado imaginario, veremos las cosas en su forma inversa; por eso, antes de mirarnos en el espejo, antes incluso de que exista un espejo, mirémonos tal cual somos. ¿Cómo somos los traductores autorales? ¿De qué estamos hechos? ¿Qué nos instituye y define? ¿Qué nos forma? ¿Qué nos constriñe?

Dejemos por un rato el jardín de los constructos teóricos, las dobles morales y los lirios ilusorios y vayamos al duro grano. Traductor autoral es quien recibe de un editor (o usuario en nuestra propuesta de ley)el encargo de traducir una obra escritaen una lengua determinada a otra distinta en un plazo determinado y por una determinada cantidad, no siempre pactada libremente, de dinero. A cambio de ese dinero, el traductor autoral (o Alicia, oTA en adelante) no solo se compromete a entregar el texto de la traducción a término sino también a permitir que el usuario la reproduzca, distribuya y ponga a la venta. Ese acuerdo, quesuele disparar el hecho generador en la mayoría de casos, establece las reglas concretas a este lado del espejo: el usuario, que entiende perfectamente la doble vertiente creativa y comercial de las obras que edita y vende, elige a quien realizará el encargo de traducción en virtud de criterios propios entre los que nunca resulta prioritaria –o indispensable siquiera– la formación (que incluso a veces es contraproducente). El TA  deviene profesional en el acto de aceptar el encargo y realizarlo conforme a lo acordado.

Lo acordado no siempre es justo ni se ha acordado con la libertad ideal que sueñan las abstracciones jurídicas. Aun así, es la instancia sinequanónica de la profesionalidad del TA, el paso a la adultez de su proceso creativo. He ahí la diferencia entre la traducción adulta y la traducción juvenil: mientras la una negocia, sufre y saca rédito intelectual y físico de su puesta-en-el-mundo, la otra se cobija y estanca en la tibieza endógena y patronizante del mundo académico, que puede prolongar sus seudópodos seudoprotectores durante décadas. Toda la autoridad simbólica que confiere el aparato universitario se vuelve imaginaria ante la mera posibilidad de salir al mundo. El traductor pre o post titulado contempla la realidad de la industria editorial tambiéndesde el lado anaeróbico del espejo, el lado donde nada se oxida, donde todo es eterno y bruñido –pero también incorpóreo–mientras no haya tránsito al lado real. De ese lado, nada es autoral del todo, nada es responsabilidad última de nadie. Al abrir canales de comunicación, agujeros de gusano con la intemperie, el traductor juvenil se curte sin remedio y esa curtiembre será su autoridad:la capacidad para no hiperventilar o calcinarse en contacto con el aire es el valor agregado que el mercado reconoce, que el lector aprecia, que la literatura agradece. Y cuanto antes asuma esa autoridad emanada del ejercicio del lado real, menos tardará en hacerla valer cada vez que negocie la cesión y el respeto de sus derechos con el usuario.

Que es de lo que estamos hablando.

miércoles, 23 de marzo de 2016

Traducción, derechos de autor y militancia (III)

Tercera parte de la serie de artículos de Andrés Ehrenhaus en El Trujamán.

El piélago legal
Hacia y por una ley de traducción autoral en Argentina

Aunque hoy en día las leyes de Propiedad Intelectual cubren las tres cuartas partes del planeta libresco con su superficie en apariencia homogénea y azulada, unas cuantas albergan sus buenos krakens. Si miramos atrás, veremos que el aparato simbólico que protege a la obra y su autores relativamente reciente, y tiene que ver con los avatares sufridos por la ya mencionada función autoral fucoltiana, que en sus inicios (siglos XVIII y XIX) tuvo menos que ver con la apropiación protectora de la obra que con la identificación de un responsable penal. En cualquier caso, la primera gran punta de lanza clavada en el suelo vasto y asilvestrado de la creación intelectual y sus usos corresponderá al Convenio de Berna para la Protección de las Obras Literarias y Artísticas, acordado en 1886 por un puñado de países europeos al que se sumó Túnez; ahora los países contratantes son ya 186, aunque los del área latinoamericana adhirieron tardíamente, recién a partir del acta de Estocolmo de 1967.

En ese año también lo haría Argentina, que ya contaba no obstante con uno de los reglamentos de Propiedad Intelectual más tempraneros del orbe: la ley 11.723, que data de 1933 y sigue, apenas remozada, en vigencia desde entonces. Quizás sea esa prontitud modernista y algo deslindada de los grandes lineamientos internacionales trazados por Berna la razón de que ahora el régimen pionero de hace ochenta años se muestre tan necesitado de una actualización, y no nos referimos a los retoques habituales obligados por las constantes novedades tecnológicas sino a la necesidad acuciante de contar con un texto claro y sencillo, que no de lugar a malentendidos, anfibologías e interpretaciones parciales y atienda a las distintas realidades profesionales que engloba. Pero esa magna empresa es harina de otro costillar. Nuestro terreno es el de la traducción, y es menester que nos ocupemos de su articulación dentro de los marcos legales vigentes, de si la contemplan, delimitan y protegen, y cómo.

La ley 11.723 reconoce al traductor de obras literarias, científicas o artísticas (art. 4º, c) como autor de una obra derivada, y eso ya nos bastaría para empezar si no fuera porque apenas antes,en su artículo 2º, se entretiene en preocuparnos: El derecho de propiedad de una obra […] comprende para su autor la facultad de disponer de ella, de publicarla, de ejecutarla, de representarla, y exponerla en público, de enajenarla, de traducirla, de adaptarla o de autorizar su traducción y de reproducirla en cualquier forma” Esa enumeración de derechos morales y patrimoniales juntos y revueltos, ya de por sí desatinada, enciende una alarma que, llegados al artículo 38, se confirma plenamente al revelarnos de qué índole era esa enajenación a que tiene derecho el autor: “El titular conserva su derecho de propiedad intelectual, salvo que lo renunciare por el contrato de edición”. Resulta, en efecto, que tiene derecho a enajenarla (ceder o vender los derechos de uso de su obra) sine die. No sé al autor, pero esto al traductor lo mata, porque la salvedad –quetal vez fue una excepción funcional en su momento– ha acabado convirtiéndose en uso y costumbre sistemáticos en la industria editorial argentina: hasta hace muy, pero muy muy poco, todos los contratos de traducción (¡cuando los había!) transformaban esa salvedad en hábito. Afortunadamente, gracias a las nuevas hornadas de pequeños y medianos editores, esa interpretación de la excepción ya no es tan unívoca.

Pero centrémonos en los krakens (el mencionado artículo 38 es uno bien gordo, pero el 23 y 24 le van a la zaga). ¿Por qué habitan las profundidades de estas leyes? En mi opinión, porque ilustran –o son resabio de– las tensiones existentes entre las dos grandes tradiciones de jurisprudencia ad hoc: la del copyright, de raigambre anglosajona y fiel servidora del positivismo liberal, y la de los derechos de autor, surgida de las sucesivas refundiciones del oscilante humanismo europeo. La una pone su foco en el devenir de la obra, en sus opciones de copia y explotación; es decir, en los valores de uso y de cambio del texto. La otra se centra en la mano de obra (nunca mejor dicho) y en cómo garantizar que esta pueda seguir produciendo plusvalor. Allí donde los marcos legales vacilan entre una y otra, o allí donde se dejan hibridar, en esos claroscuros anidan los krakens. Puestos a elegir, los traductores latinoamericanos preferimos arrimarnos a la segunda de las tradiciones, porque de la primera, que ha imperado de facto durante décadas, ya salimos escaldados. En cierto modo, uno tiene la sospecha de que la 11.723 no solo necesita una puesta al día sino una revisión seria de su filosofía normativa. 

En realidad, lo que más nos gustaría es cobijarnos en los brazos sensibles y contenedores de la Recomendación sobre la Protección Jurídica de los Traductores y de las Traducciones y sobre los Medios Prácticos de Mejorar la Situación de los Traductores (Nairobi, 1976) que la Unesco dirigió a los gobiernos. Cabe una (re)lectura atenta y pragmática de este documento para ir domesticando a los krakens que aún señorean en las profundidades insondables de muchas legislaciones. Ahí vamos.

martes, 22 de marzo de 2016

Traducción, derechos de autor y militancia (II)

Segunda nota de la serie firmada por Andrés Ehrenhaus en El Trujamán.

Autores de qué
Hacia y por una ley de traducción autoral en Argentina
  
¿De qué hablamos cuando hablamos de traducción autoral? Vayamos por cortes. Si hacemos caso a la navaja de Occam, traducir a secas es llevar un discurso (no necesariamente escrito) de una lengua a otra; lengua entendida aquí, además, como sistema de reglas y referencias culturales particulares. Se trata, por tanto, de una operación intelectual, que exige cierto grado de destreza y especialización, llevada a cabo, hoy en día, no solo por personas sino también por máquinas. Tal vez la utopía de muchos usuarios para los que la traducción es un gasto variable que incide en los costes productivos de un servicio o artículo consiste en llegar a la traducción ex machina total; sin embargo, por ahora son las propias máquinas (y no la poesía) las que se pierden en la traducción, en tanto que los traductores humanos nos perdemos en los andurriales económicos y laborales que condicionan nuestro quehacer profesional.

Haciendo un tajo fenomenológico de ese quehacer, veremos que se nos parte en dos grandes rodajas o campos funcionales. Aquí, sin duda, la función social de cada campo es esencial, pues determinará la taxonomía. Por un lado tenemos la función registral o neutrade la traducción; por el otro, la función retórica o plástica. Ambas son inversamente proporcionales entre sí y se rigen por lógicas simbólicas divergentes: cuando el traductor actúa como garante de la fidelidad documental de una copia, sus competencias autorales son prescindibles, pues presta un servicio de índole pública o administrativaque se sustenta en la ficción de una subjetividad igual a cero; en cambio, cuando el traductor actúa como agentede la traslación pero también, y esencialmente, de la pérdida o transformación que de esa traslación se derivan, su potestad fehaciente y la ficción de objetividad son innecesarias, porque lo que queda a la vista es la imposibilidad de la neutralidad. Y si a los primeros les confiere autoridad el Estado, o una instancia administrativa equivalente, a los segundos la autoridad se la arroga la puesta-en-el-mundo de la obra. Los unos son puntos de fijación; los otros, vectores libres.

Así, no es la persona sino la función que asuma la que determinará a qué campo pertenece su actividad y qué reglas, tanto de hecho como de derecho, la atraviesan. Puesto que ambos campos operan en instancias funcionales distintas, las leyes y normas de mercado que las condicionan también lo son: la una es un servicio público o privado; la otra, un acto que genera una mercancía compleja llamada obra. Dos cosas caracterizan a una obra como mercancía: a) es moralmente inseparable de su autor; b) no es necesario ser su autor para ejercer el derecho a explotarla. La Ilíada(centrémonos en las discursivas) es de Homero, y no es Homero quien la reproduce para ponerla a la venta. De acuerdo, Homero hace mucho que ya no puede hacerlo (e incluso podría no haber existido nunca), ¿pero qué hay de Ruiz Zafón? Cuando decimos que Ruiz Zafón vende mucho, cometemos una ingenua metonimia: quien vende muchos ejemplares de sus obras es su editor, o los distribuidores, o los libreros. No obstante, Ruiz Zafón, nos consta, percibe una parte proporcional de los beneficios que arrojan estas ventas.  A esa lógica simbólica y de mercado pertenecen las obras y, por consiguiente, las traducciones. En cambio, un documento público no es de nadie, carece de autor, aunque alguien lo haya redactado. Y en tanto no adquiera función de obra, su lógica será otra.

¿Cuál es la autoridad de estos autores, de Homero, de Ruiz Zafón? ¿En qué se sustenta su eficacia funcional? Como apuntamos antes –y desarrollaremos más adelante–, en su puesta-en-el-mundo. Igual que la de las traducciones autorales. Ahora ya podemos decir que cuando hablamos de traducción autoral nos referimos a la operación de llevar una obra literaria, científica, incluso técnica, de una lengua a otra, de tal modo que la obra resultante sea nueva y única pero derivada de la primera. De eso somos autores, de esa mercancía compleja. ¿Por qué insisto en esa visión tan antipática, tan poco romántica, tan árida de las obras de creación? ¿Por qué ese empeño en verle solo sus valores de uso y de cambio, su faceta propietaria? Porque si no la hacemos bajar al duro suelo de las relaciones de mercado, tampoco nosotros, como autores de traducciones, estaremos en la realidad. Las leyes, como el mar, atemperan la amplitud térmica de la tierra. Y si nosotros no nos situamos en ese terreno árido y poco romántico, no sabremos qué podemos esperar e incluso exigirles que regulen.

Como muestra, un botón: en la Argentina de hoy, que un traductor entregue para siempre el derecho de explotación de su obra a un editor no solo no es ilegal sino que es práctica habitual del mercado. Eso solo ya merece un marco simbólico más justo y actual. Pero no es lo único.

lunes, 21 de marzo de 2016

Traducción, derechos de autor y militancia (I):

A lo largo de los tres últimos meses, el escritor y traductor argentino Andrés Ehrenhaus, radicado hace casi 40 años en Barcelona, ha publicado una serie de artículos conectados entre sí en El Trujamán. Por su naturaleza, hemos decidido publicarlos todos juntos durante la presente semana, de manera tal que el lector de este blog pueda comprobar fácilmente cómo se encadenan. Así que estén preparados: comienza la semana Ehrenhaus.

Eppur si muove
Hacia y por una ley de traducción autoral en Argentina

¿No hay nada nuevo bajo el sol? Veamos. En septiembre de 2013 se presenta en el Congreso Nacional argentino un proyecto de ley de Protección de la Traducción y los Traductores, elaborado por un grupo de traductores profesionales independientes asesorados por especialistas en Propiedad Intelectual. El proyecto pronto recibe numerosas adhesiones personales procedentes de todos los sectores de la cultura, así como de numerosas editoriales e instituciones locales e internacionales; hoy por hoy, esas adhesiones ya son más de 1.600. También recibe algunas críticas –sobre las que volveremos– por parte de sectores afines a la docencia académica y a la traducción jurídica, a pesar de su no injerencia en estos ámbitos[AE1] . Año y medio más tarde, el proyecto pierde vigencia parlamentaria y pasa a engrosar el cajón de las nobles utopías civiles. Sin embargo, la repercusión y el efecto de ondas concéntricas generados por la inédita aparición en escena de una iniciativa de protección legal pura y exclusivamente vinculada con la traducción autoral trasciende las fronteras políticas e incluso lingüísticas argentinas: en México, en Colombia, en Chile, en Francia o en Canadá se seguirá el proceso con interés, suscitándose a menudo interesantes debates internos acerca de la necesidad de leyes similares in situ.

En España, en cambio, el eco fue débil y las reacciones, tibias. Motivos hay sobrados para ello, aunque también los habría para lo contrario: las condiciones laborales y profesionales reales de los traductores en España son quizás mejores que las de los que trabajan en Latinoamérica, pero no le llegan ni al tobillo a las de Alemania, por poner un ejemplo europeo y cercano, y la especificidad de la LPI española con respecto a la traducción es escasa. Por no hablar de la deslocalización y tercerización, dos fantasmas que son uno, temidos por los traductores españoles, que ven en el colega hispanoamericano a un advenedizo y un inesperado competidor desleal, sin entender tal vez que la mejora de las condiciones laborales y legales de este aparente intruso contribuiría a desvanecer los temores y a homogeneizar el mercado por arriba, en lugar de seguir ahondando en la desconexión de facto y permitiendo que los editores lo raseen por abajo.

Pero que nadie se haga excesivas cruces pues, en tozuda discrepancia con el fatalismo marxiano, el cartero siempre llama dos veces y a la ocasión al final no la pintan tan calva: dos años después de presentada la primera iniciativa legal, el mismo grupo, ahora engrosado, ha vuelto a la carga y ha presentado, con el apoyo y asesoramiento de nuevos diputados firmantes, un flamante proyecto titulado Ley de Derechos de los Traductores y Fomento de la Traducción. La lucha continúa y cada adhesión, cada comentario crítico, cada compromiso fraterno la nutren como lluvia en el desierto. De ahí la idea de desgranar en una breve serie de trujamanes las razones, los lineamientos, los avatares y las repercusiones de estas dos iniciativas, con la esperanza de que se encarnen en el cuerpo resiliente de la traducción autoral y quizás así contribuyamos a que la experiencia despierte conciencias e inquietudes que, de tan desatendidas, se han ido acostumbrando a siestear.






 [AE1]hipervínculo a trujamán de imberg

viernes, 18 de marzo de 2016

Esto publicaron los amigos del blog de Eterna Cadencia. Hay que hacer clic para llegar al vínculo

Dejamos este megaposteo de links a modo de centro de referencia para lectores, curiosos, investigadores, interesados rándom, escritores que quieren saber dónde intentar con sus manuscritos, buscadores de tesoros y demás especímenes terrícolas. Va por orden alfabético. 
¿Falta alguno? No patalee en ira, ¡somos seres humanos, se nos pueden pasar cosas por alto! Bienvenidas sus sugerencias en los comentarios, iremos incorporando nuevas apariciones periódicamente.


Editoras LIJ