Publicado
en El Trujamán del 25 de mayo pasado, el siguiente artículo de la siempre grata
de leer María José Furió trata sobre
expertos en cosas que nos permiten traducir cosas. O algo parecido, pero no
igual, como corresponde a toda traducción.
Los
diccionarios vivientes
Una
de las inercias inevitables del traductor es confiar en los diccionarios de su
lengua. Dada la variedad de documentación disponible, es raro que no consigamos
resolver una duda de léxico. Cuando ocurre, la indecisión suele asaltarnos
menos ante conceptos de las disciplinas más arduas que ante objetos concretos
de la realidad donde se espera exactitud. El diccionario o la enciclopedia
ofrecen varias acepciones, puede que ilustradas y, sin embargo, no conseguimos
elegir el término adecuado porque, dado nuestro conocimiento superficial de la
materia, todas las alternativas parecen convenir. Se trate de utensilios para
repostería artesanal, vestuario del teatro raciniano, contratos matrimoniales
del siglo xix, ingeniería de gas y
petroquímica o, más a menudo, de armas, pornografía, peep-show y expresiones idiomáticas populares,
no podemos tomar un atajo.
O
bueno, sí, podemos atajar acudiendo a nuestro surtido
de diccionarios vivientes, esto es, expertos en áreas muy acotadas de la
realidad, lo cual incluye de entrada a todos los maridos expertos en marketing, motos o bienes
raíces, esposas ceramistas, amantes doctorados en léxico de porno en todas sus
modalidades, sobrinas lanzadoras de cuchillos, abuelos hortelanos e hijos
expertos en videojuegos y acoso escolar. Romper la burbuja en que a veces vive
el traductor obliga a salir a la calle y hacer trabajo de campo para elaborar
un glosario o mejorarlo. Mientras traducía los amables recuerdos del
historiador e hispanista francés Bartolomé Benassar, Memorias de un pescador de truchas,
ni Jara y sedal me sacaba de un atasco, así que no me
quedó otra que acercarme a la tienda de artículos de caza y pesca del barrio y
preguntar por una pieza de la caña y resolver mis dudas. Mi experto se sintió muy halagado de colaborar,
como también sucedió en la chocolatería del Barrio Gótico con ciertas
especialidades para un recetario. No hay que decir que la consulta ha de ser
breve y específica.
En
ocasiones, la dificultad surge por cambios acaecidos en el tiempo: así ocurría
con la nomenclatura de los tribunales franceses entre los años cincuenta y
setenta según describía el prestigioso editor Jean-Jacques Pauvert en Las odiseas del libro. Las
frecuentes denuncias por escándalo tras publicar a Sade le familiarizaron a la
fuerza con los tribunales de París. Ciertos cambios administrativos provocaron
que en la primera década del siglo xxi el nombre y numeración de los
tribunales no correspondieran con los usados durante los acontecimientos. A la
previsible necesidad de ser rigurosos con la terminología jurídica se sumaba la
de ir verificando vía Google la nomenclatura de los departamentos y secciones
del Ministerio de Justicia francés. Me habría venido bien conocer entonces y no
dos años después al perito experto en derecho y arquitectura técnica que vivió
en París en los sesenta.
En
sus memorias a vuelapluma, publicadas en el número 3 de L’Écran traduit, Marie-Claire
Solleville —cuya
trayectoria profesional es anterior a Internet, los móviles y los canales de
televisión internacionales— también propone, con su característico desenfado,
salir de casa para confeccionar o mejorar glosarios. Así, para surtirse de
insultos, imprecaciones, maldiciones y jerga delictiva prefería «no fiarse de
los diccionarios y confeccionar un pequeño diccionario personal, que recomiendo
no llevar encima en caso de pérdida o de cacheo, pues nos va a costar explicar
que se trata de una herramienta de trabajo. Las colas en cualquier oficina de
la administración pública están especialmente recomendadas». A diferencia de
hoy, cuando la ficción no deja ningún territorio ni periodo histórico sin
explorar, en las décadas de los cincuenta y setenta, el cine y la televisión se
interesaban apenas por los ambientes y escenarios culturales mientras se vivía
una eclosión del género policíaco y de denuncia; para hacer acopio de jergas y
léxico probablemente muy ajenos a su hábitat y experiencia, el traductor podía
despreocuparse de «la técnica de la iluminación del pergamino de la Edad Media,
pero debe saberlo todo de las diferencias entre la mafia siciliana y el milieu marsellés». El rigor lingüístico,
típico rasgo francés, combinado con los modos pasionales italianos explica otra
de sus recetas: buscar la gresca donde surja, así sea un atasco, una colisión
de tráfico, sin separarse de la grabadora, que ayudará luego a transcribir
insultos y otras útiles florituras del idioma.
La
pornografía, el rico vocabulario de las escenas de contenido sexual cada vez
más explícito obligan a tomar en consideración variantes inesperadas, incluso
locales, aunque la versión original utilice un léxico estándar y banal. De un
tiempo a esta parte, con la comercialización de series de televisión en DVD, comprobamos las decisiones, sorprendentes a
menudo, de los traductores españoles, con su afición a tirar la casa por la
ventana optando por las expresiones más obscenas, decisión que reduce el
conjunto de expresiones del personaje a un mismo nivel de intensidad.
Solleville
flaqueaba por pudibundez. Las groserías, dice, suenan más contundentes por
escrito que al oído, por lo que prefería suavizar los términos si el texto
traducido iba para subtitulado. Tuvo que abandonar sus prejuicios y liberarse
adaptándose a los nuevos tiempos, que traían a cineastas como Lina Wertmüller.
Hoy,
a falta de pudor, convendría atenerse al contexto y a la psicología de los
personajes.
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