Aguirre tras las rejas |
Poeta y especialsita en temas vinculados a la mafia y el crimen, Osvaldo Aguirre publicó en el diario Clarín el siguiente artículo el 4 de mayo pasado. Ahora puede leérselo en el sitio digital de la revista Ñ.
El generoso lenguaje que
provee el crimen
En una conversación telefónica interceptada
por la policía de Santa Fe se escuchó que uno de los integrantes de la banda de
Los Monos le pedía a otro una caja de confites y de novillos y aludía a dos
personas de 22 y 38 años, mientras su interlocutor se comprometía a pasar por
una casa de cotillón. Hablaban de comprar municiones, de las armas disponibles
y del lugar donde proveerse, en el marco del enfrentamiento con un grupo rival.
El diálogo revelaba no solo intenciones criminales sino también uno de los aspectos
definitorios de la delincuencia: la creación de una jerga propia, un argot
destinado a la comunicación entre pares y funcional para quienes saben, como
pocos usuarios de la lengua, que las palabras comprometen a sus hablantes.
El vocabulario se actualiza
periódicamente, aunque muchos de los términos y las acepciones acuñados por los
delincuentes tienen una larga historia de usos y han sido admitidos en el
diccionario de la lengua (DRAE), como punga y campana , palabras que empleaban los ladrones
criollos a fines del siglo XIX para designar al carterista y al cómplice en un
robo. Algunas voces significan también la inscripción de hitos en la historia
criminal. En 1932 los secuestradores de Abel Ayerza intercambiaron un telegrama
que decía: “Manden el chancho urgente”, para significar la orden de liberar a
la víctima; desde entonces, por la repercusión del caso y el equívoco que rodeó
a la interpretación (Ayerza resultó asesinado), “chancho” es la víctima de secuestros
extorsivos.
En el ámbito de la
delincuencia, dice el antropólogo Alejandro Isla, “el lenguaje permite
reconocer quién está enfrente y denotar la experiencia o la trayectoria en la
calle y su especialidad”. También manejar el negocio, en los grupos narcocriminales
del presente. “La estructura, fraccionada en bocas de expendio, los obliga a
manejarse con el teléfono celular, a través de la palabra –señala el periodista
Germán de los Santos. Los jefes usan una jerga caótica, cuyos términos parecen
elegidos al azar y cambian todo el tiempo, como los chips de los celulares. El
trabuco (arma) se transforma en herramienta, en máquina, en aparato y
finalmente en un simple coso”.
El lenguaje de los
delincuentes constituyó un objeto temprano de interés para los criminólogos
argentinos. En 1894 Antonio Dellepiane, miembro de la comisión de cárceles y
casas de corrección de Buenos Aires, publicó El
idioma del crimen , un
estudio provisto de un diccionario español-lunfardo que surgió en el marco de
las primeras investigaciones sobre el delito, el desarrollo de tecnologías para
la identificación de los infractores de la ley y la creación de registros para
sistematizar datos. Fue la base de textos posteriores, comoEl lenguaje del
bajo fondo , de Luis C.
Villamayor (1915), y El hampa
y sus secretos , de Manuel
Barrés (1934).
Los autores coincidían en la
necesidad de que la policía estuviera al tanto del argot, código cifrado y
abecé de “la profesión del delito”, como parte de las tareas de prevención.
Barrés lo defenestró como “lengua nacida en el bajo fondo y mecida en la
abyección y el presidio”, Babel que fusionaba términos del provenzal, el
español, el italiano, el inglés, el alemán, el latín, el vasco y el celta y
daba por resultado un idioma “opuesto a la moral y sus normas sociales”.
Villamayor consideró que, así como los macrós y los apaches corrompían a la
población honesta, el argot contaminaba la lengua común por el vaivén incesante
de términos y significados: en boca de los criminales, las palabras eran “gramaticalmente
asesinadas”.
Dellepiane dejó de lado las
apreciaciones moralistas para focalizar en el modo en que los ladrones creaban
sus palabras y para analizar el contexto y la función de sus empleos. Descartó
la tesis de Cesare Lombroso, para quien el argot remitía a los idiomas de las
tribus salvajes porque los delincuentes eran bárbaros extraviados en la
civilización, y retomó las observaciones de Eugène Vidocq para comprenderlo
como “el lenguaje de la intimidad, del compañerismo, de las afinidades electivas”.
Incluso registró procedimientos y rasgos que le resultaban admirables, como los
hallazgos en la creación de imágenes y el humor subyacente; solamente a los
carteristas, por ejemplo, se les ocurriría dar un nombre especial a cada
bolsillo del traje masculino, “en lo cual nuestro argot aventaja a la misma
lengua ordinaria que no ha pensado jamás en establecer semejantes
distinciones”. Cuando se publicó el libro, según estadísticas del entonces jefe
de Investigaciones José G. Rossi, en la ciudad de Buenos Aires había un ladrón
profesional cada quince adultos. Una comunidad de hablantes que encontraba en
aquella jerga el santo y seña que los identificaba.
La incorporación de algunos
términos modernos parece decantar de la práctica criminal. En sus memorias, el
comisario Evaristo Meneses cuenta que la banda de Horacio Pardo utilizaba a
fines de la década de 1950 el neologismo “salidera” para referirse a los robos
en inmediaciones de oficinas comerciales o bancos. De allí proviene el actual
“entradera”, como se conoce a los asaltos a personas en el momento de ingresar
a sus domicilios.
Dellepiane observó que el
lenguaje del crimen está sujeto a la variación constante porque una voz cae en
desuso desde que es identificada. No se trata de una lengua de combate, dijo,
sino más bien delatora, y por eso los ladrones la reservan para su comunicación
privada y no para el contacto con la policía. Pero esas modificaciones se
realizan sobre la base de un corpus
inalterable que resulta del ámbito donde se preserva el argot: la cárcel.
El lenguaje propio sostiene
“una identidad definida” que los delincuentes construyen en oposición al mundo
de la ley, dice Alejandro Isla. Son las palabras y las inscripciones que se
llevan en el cuerpo, ya que las marcas, tatuajes y cicatrices denotan una
historia, y los trazos de la piel “pueden leerse como un papiro”.
Los presos viejos “cumplen el
papel de reservorio de la tradición, enhebrando las generaciones y sus estilos
delictivos”, y la continuidad del lenguaje. La centralidad de la cárcel en la
transmisión de las jergas criminales se encuentra en la mayoría de los estudios
sobre la cuestión: es el lugar donde un delincuente pasa la mayor parte de su
existencia y donde, literalmente y entre otras experiencias formativas, aprende
a hablar. Ser ladrón, destaca Isla, asume un sentido preciso en el mundillo de
la delincuencia: “Tiene una trayectoria, sabe cómo conversar con otro aunque no
lo conozca; sabe averiguar lo que llaman la tira, el currículum, sin preguntar
directamente qué hizo, porque eso es de policías”. También supone una historia,
cuyo quiebre más reciente remite a la década de 1990 y a la irrupción de una
generación de delincuentes caracterizada por un incremento de la violencia. La
nostalgia por un pasado menos peligroso donde la delincuencia se regía por
valores codificados, usual en voceros policiales, alcanza también a los viejos
ladrones, que critican a los nuevos por “pudrir la calle”.
El uso del argot no solo
requiere el conocimiento del significado de las palabras sino también estar al
tanto de los matices introducidos por las entonaciones, los acentos y los
silencios, y de los sobreentendidos que imprime la gestualidad corporal. Un
repertorio de palabras y guiños que se repliega en territorios extraños.
“Cuando los miembros de las bandas narcocriminales son indagados por la
justicia eligen palabras más prolijas, más formales –dice Germán de los
Santos–. Hablan por medio de sus abogados. Ya no son ellos.”
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