Los lectores de este blog conocen a Andrés Ehrenhaus por sus muchas
intervenciones vinculadas a su personalidad de traductor. Ahora bien, cuando
nadie lo ve, entra en una casilla telefónica que tiene en la casa y se
convierte en el escritor que, por ejemplo, publica Un obús cayendo despedaza, libro que presentó durante la última Feria del Libro de
Buenos Aires y que motivó la siguiente entrevista con Silvina Friera, publicada el 21 de junio pasado en el diario Página 12.
“Yo
trabajo con detritus”
La lengua se mueve como una contorsionista de pavorosa
elasticidad que puede parlotear en lunfardo y alvesre –“gratarola”, “colifa”,
“yotebis” y “troesma”–, doblar las extremidades con una gracia excepcional
hacia el español peninsular, el catalán castellanizado o la traducción de
expresiones en inglés o francés. Del barro de esa experiencia verbal
pantagruélica germinan neologismos como “metensicóticas”, “simbargueño” y
“pluscumpuntual” o el disparate elevado a la enésima potencia de refranes que
tropiezan con la piedra de la paronimia: “Prefiero la calma que intercede a la
tormenta”. Los 19 relatos de Un obús
cayendo despedaza (Malpaso), de Andrés Ehrenhaus, impactan por una
inventiva lingüística extrema que provoca ataques de risa. Los escenarios van
de Buenos Aires –la ciudad del primer cuento del libro– a un cementerio judío
de Bucarest –donde está la tumba de Adolf Hitler, un sombrerero que murió en
1892–, de Barcelona a un aeropuerto de España. “El lenguaje destruye el
paisaje; a la vez que nombra lo pone en cuestión –advierte el escritor y
traductor argentino a Página/12–. Yo trabajo con materiales ya usados, con los
detritus de la lengua”.
Aunque Ehrenhaus (Buenos Aires, 1955) estudió medicina, dejó la carrera
y se exilió en Barcelona, donde vive desde 1976. Antes de convertirse en un
traductor especializado en William Shakespeare, el autor de Subir arriba (1993), Monogatari (1997), La seriedad (2001) y Tratar a
Fang Lo (2006) empezó a traducir textos de medicina y psicología. “El vesre
tiene una cosa muy sonora, me interesa a nivel impresionista. Toda palabra se
puede llevar al vesre y eso te da una libertad enorme porque podés elegir el
momento para introducir una disrupción sonora. Me interesa mucho que lo que uno
está leyendo suene”, cuenta el escritor y traductor.
–¿Cómo fue la composición de los cuentos de Un obús cayendo despedaza?
–La metodología de la mayoría de estos cuentos es muy sencilla: parto de
una anécdota “A” real y voy hacia una anécdota “B” también real, pero que
suelen estar desconectadas entre sí. Agarro cachos de realidad o de ficciones
ajenas y los uno de una manera que como planteo puede ser a priori violento,
pero la gracia está en deformar la realidad o al revés: hacer más real lo que
podía ser inverosímil. Siempre hay algo de espejo deformante; las cosas son
como las vemos, como las contamos, de ahí el énfasis en la narración en sí. No
se trata sólo de usar los detritus del lenguaje, sino también los detritus de
realidad, es decir cachos desechables de realidad con los que armo un mosaico.
–¿Por qué decidió ambientar unos de los cuentos durante el velorio de
Néstor Kirchner?
–Yo estaba en Buenos Aires cuando murió Néstor; con mi hermana habíamos
viajado a Montevideo y nos enteramos de la muerte volviendo para acá. Después
fuimos a ese velorio que fue extrañísimo porque era un déjà vu del velorio de
Perón. El tipo que arenga en el cuento soy yo. Mi hermana estuvo haciendo la
cola durante horas, me estaba esperando, y yo me incorporé justo cuando estaba
en una esquina de plaza de Mayo. Entonces una cola que venía de otro lugar
trató de sumarse y yo me puse a defender la cola auténtica, cuando había
llegado hacía cinco minutos. Al final no pudimos entrar porque fue un quilombo,
las colas daban vueltas en sí mismas. En ese cuento me pongo en el papel del
tilingo, del que no es K y ni siquiera filoperonista, que va por curiosidad y
acaba defendiendo la autenticidad de algo que no es.
–Ese papel del tilingo es un poco antipático, ¿no?
–Sí, pero yo los vi, estaban ahí por curiosidad, no los movía ninguna
emoción y terminaban defendiendo una autenticidad que habían asumido hacía
menos de dos minutos. Como narrador intento despojarme de todos mis yo posibles
para asumir otros. Hay que ver si el narrador funciona en esas pieles o desde
esas miradas. Hasta este libro, todo lo que había escrito era más del tipo
construcción de una realidad paralela. Pero Un
obús cayendo despedaza se distingue porque es material tomado de la
realidad y llevado a una mínima distorsión que me sirve para que las historias
funcionen.
–En su biografía aparece un dato interesante: que estudia trompeta. ¿Qué
importancia tiene la música en su vida?
–Vengo de familia de músicos, mi viejo era músico, mi hermana es música.
A mí me impusieron estudiar un instrumento cuando era chico: el chelo. Pero
después lo dejé. Cuando llegué a Barcelona, me puse a estudiar contrabajo, pero
tocaba mal. Para tocar mal un instrumento tan grande, prefiero tocar mal un
instrumento chico. Un día me compré de casualidad una trompeta barata y no
sabía cómo hacerla sonar hasta que un vecino me dio dos o tres clases. Desde
entonces estudio por mi cuenta y hago sonar mal la trompeta. Soy autodidacta y
estudio la trompeta como quien puede hacer crucigramas .
–¿Qué diferencias percibe entre escribir y traducir?
–No hay tantas diferencias… Te diría que escribir y traducir es casi lo
mismo: el traductor escribe y el escritor traduce. El escritor traduce porque
está traduciendo lo que se mezcla en su cabeza y eso hay que traducirlo a un
lenguaje inteligible. El traductor escribe porque si no escribe no sale nada de
ahí. Desde muy chico me dedicaba a los juegos de palabra, mi cabeza estuvo
metida en esa sintonía desde el principio. En cierto modo el juego de palabras
es la quintaesencia de la traducción: es lo que parece intraducible, pero no lo
es, y a la vez lo que pone en cuestión la lengua. En mi familia hay un quilombo
de lenguas infernal. Mi viejo era alemán, pero en casa hablaban inglés porque
mi vieja, que había nacido en Milán (Italia), fue educada en Inglaterra. Los
padres de mi vieja eran sirios y hablaban árabe y francés. Mi abuela materna
mezclaba todas las lenguas cuando hablaba: había francés, inglés, árabe… Yo
crecí escuchando esa mezcla de lenguas. Siempre traduje porque estaba
traduciendo permanentemente lo que escuchaba en mi casa. Pero yo hablaba
porteño a rajatabla; no me sacaban una palabra en una lengua que no fuese el
castellano de mi cuadra.
–¿Por qué se exilió en Barcelona?
–Empecé a militar en el guevarismo en la escuela secundaria y después
pasé al peronismo de base. En el momento del golpe no estaba militando, pero
había desaparecido tanta gente muy cerca, familiares de la que entonces era mi
novia, que me pareció mejor salir del país… Yo caí en Barcelona porque tenía
dos amigos ahí. Creo que falta una profunda reflexión sobre el exilio. El
exiliado argentino en España o en México mantuvo una identidad argentina muy
fuerte. Hubo una gran hospitalidad que coincidió con la alegría que se empezó a
vivir en España después de la muerte de Franco. Fue balsámico llegar a
Barcelona en el 76 porque no podía más de la tristeza que arrastraba por la
gente muerta acá. Muy pocos se exiliaron con la familia. La mayoría éramos
pibes de entre 20 y 30 años que teníamos los padres en la Argentina. Eso hizo
que las amistades fueran muy sólidas. Yo me veo con toda la gente que vivió en
Barcelona y volvió –con Marcelo Cohen o Américo Cristófalo– como si hubiéramos
dejado de charlar ayer, porque retomamos no sólo un diálogo sino una
experiencia compartida.
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