El 1 de julio
pasado, El Cultural, suplemento del diario El
País, de Montevideo, publicó la siguiente nota del Administrador de este
blog, donde se evalúa y considera la importación y justificación de la Feria
Internacional del Libro de Buenos Aires, comparándola con otras ferias del
mundo y considerando el papel juegan las librerías porteñas respecto de ese
evento anual.
Las razones de una feria
Se llama feria a
toda instalación donde se exponen los productos de un solo ramo industrial o
comercial para su promoción y venta, con el consiguiente beneficio para quienes
administran y alquilan el espacio. Son mercados extraordinarios que pueden
ser semanales, mensuales, semestrales y anuales. En esta última categoría están
las llamadas Ferias del Libro, eventos casi siempre anuales que presentan la
producción editorial de un país, ya sea en un sentido amplio como en uno
temático. Esas presentaciones suelen ir acompañadas de actos de naturaleza
cultural, término éste que queda sujeto a la interpretación del término
"cultura" que tengan los organizadores. Así, existen las ferias del
libro dedicadas a la compra y venta de derechos para publicar o traducir los
libros. A esta última categoría corresponde la Feria del Libro de Frankfurt,
acaso la más grande e importante del mundo. Allí se compran y se venden
derechos, y abre al público sólo dos días. De naturaleza mixta es la Feria
Internacional del Libro de Guadalajara, abierta durante unos días sólo para los
profesionales del libro, y otros para el público en general. Por último están
las ferias que se ocupan sobre todo de mostrar y vender libros, todos los días.
Es el caso de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires (FILBA), que
acaba de concluir su 42ª edición, aunque quiere constituirse en un referente en
cuanto a la compra y venta de derechos. A partir de ese deseo, se presenta a sí
misma como el mayor evento de estas características en el mundo entero.
Proclama que muchos uruguayos amantes de los libros compran, y viajan, a falta
de un evento de escala similar en territorio oriental.
Un repaso de esta
edición, puesta en el contexto mundial del libro, permite sacar algunas
conclusiones.
LIBRERÍAS Y
LECTORES.
No es sencillo
encontrar datos oficiales o confiables sobre la cantidad de librerías que tiene
cada país, que a su vez discriminen entre librerías en el sentido estricto y
puntos de venta como supermercados, pero se pueden hacer estimaciones cruzando
datos proporcionados por varias instituciones. La población de México, por
ejemplo, alcanza los 119 millones. En todo el país hay unas 500 librerías,
todas situadas en ciudades con más de un millón de habitantes. La población de
Chile llega casi a 17.819.000. Se estima que hay 100 librerías, lo que implica
una cada 178.190 personas. En Uruguay, según cifras oficiales (MEC), hay 170
librerías para una población total de 3.286.314, lo cual da una librería cada
19.331 habitantes.
En materia de
ciudades, París, con 2.273.305 habitantes, tiene más puntos de venta de libros
(el Atelier Parisien d'Urbanisme señala que en París, entre librerías, supermercados,
kioscos de diarios y revistas y librerías-papelerías, hay 756), pero no
necesariamente librerías en el sentido tradicional. Otro tanto puede decirse de
Londres, donde, con 8.600.000 habitantes hay, según The Guardian, apenas 118 librerías independientes.
De acuerdo con el
World Cities Culture Forum, Buenos Aires tiene 734 librerías, lo que significa
una cada 3.937 habitantes. Hong Kong, con 1.540 librerías, tiene una cada 4.769
habitantes. En Madrid hay 497 librerías, una cada 6.342 habitantes.
Por lo tanto, si en
Buenos Aires hay tantas librerías, cabe preguntarse qué sentido tiene hacer de
su Feria del Libro una más para vender.
La importancia de
las numerosas ferias del libro debe medirse por sus razones de ser y necesidades
concretas. Con una librería cada 238.000 habitantes, las ferias del libro de
México son, en muchos casos, la única oportunidad que tienen los mexicanos de
comprar los libros que van a leer a lo largo de todo el año. De hecho, ferias
como la de Guadalajara, el Palacio de Minería (en el D.F.) y el Zócalo (también
en el D.F.), que reciben auténticas multitudes, se extienden a lo largo de casi
diez días, lo que se juzga a veces excesivo, si, por ejemplo, se considera que
las ferias de Londres (The London Book Fair) y París (Salon du Livre de Paris)
duran tres y cuatro días. Otro tanto ocurre con la conflictiva Feria del Libro
de Santiago de Chile —siempre al borde de la disolución por las peleas entre
las beneficiadas multinacionales y los castigados editores independientes— que
dura dieciocho días. La de Buenos Aires dura diecinueve.
¿Quién se beneficia
con la existencia de la feria bonaerense? En primer lugar, la Fundación El
Libro, que les alquila el espacio a los expositores. Luego, las multinacionales
tienen ahí la oportunidad de exhibir todo lo malo de sus fondos (esos libros
que no respetan a los lectores), buena parte de lo cual les es devuelto por los
verdaderos libreros durante el resto del año. Y es probable que los
beneficiarios terminen aquí porque, para una editorial mediana o chica, los
onerosos precios de los stands significan un esfuerzo que, en el mejor de los
casos —vale decir, vendiendo muy bien— no implica pérdidas, aunque casi nunca
se traducirá en ganancias. Luego, para los lectores la FILBA ofrece muy poco ya
que todo eso, y más, puede verse en las buenas librerías de la ciudad. Con la
diferencia de que quienes los atienden no son personal administrativo o de
depósito, sino verdaderos libreros, de esos que tienen mucho dato en la cabeza
y no necesitan de computadoras para individualizar los libros de un autor.
Luego, los descuentos en la Feria apenas se diferencian de los ofrecidos en las
librerías.
A TODA CUMBIA.
Los organizadores
se llenan la boca hablando de más de mil actos culturales por edición. A la
hora de la verdad las únicas colas que se registran son para ver a las
estrellas de la TV o, como ocurrió este año, para los subproductos como el
libro #chupaelperro (Alfaguara)
del youtuber chileno Germán Garmendia que, cobrando una entrada suplementaria,
se constituyó en la estrella de la feria.
En cuanto a los
escritores y participantes de los actos culturales, a diferencia de
Guadalajara, donde se los atiende bien, quedan librados a su suerte. Nadie da
la cara si, por ejemplo, hay una conferencia y, al lado, un curso de percusión
que se superpone en el horario y no deja escuchar al conferencista. Sucedió,
por ejemplo, cuando este año se presentó la biografía del escritor argentino
Rodolfo Walsh, muy esperada por la comunidad literaria (Rodolfo Walsh. Periodista, escritor y
revolucionario. 1927-1977, LOM, Santiago de Chile, 2015), con la
presencia de su autor irlandés Michael McCaughan y el embajador de Irlanda
Justin Harman. Desde un stand cercano se oyó cumbia a todo volumen, todo el
tiempo. En síntesis, los mil actos culturales se parecen a esas propagandas de
burlesque con cien chicas bonitas arriba del escenario: no importa si son
realmente lindas, lo que importa es que son cien. Ese criterio acumulativo
parece suficiente a la hora de juzgar la importancia cultural de la Feria y,
claro, no lo es, porque se evita discutir por ejemplo lo poco que hay en
edición en castellano sobre literatura de viajes, sobre historia de las
mentalidades, edición de correspondencias de escritores, biografías rigurosas,
libros de crónica que no se apoyen en realidades sociopolíticas, o nuevo
periodismo no ajustado al chisme político o a la cumbia villera.
Tal vez sería hora de volver a
pensar, en el caso de la FILBA, cuál es su sentido, para qué y a quién sirve. O
sea, barajar y dar de nuevo.
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