La periodista Silvina
Friera firmó el 14 de marzo pasado en Página
12 la siguiente nota sobre los cincuenta años del célebre diccionario de María Moliner. La bajada dice: “Para
celebrar el aniversario, la editorial Gredos lanzará una nueva edición
ampliada, que recoge las novedades léxicas de los últimos años y añade más de
5.500 entradas, que completan un total de 92.700, con lo que se vuelve un
diccionario esencial”.
Una obra de sabiduría y amor
Hay una cuestión de piel, de amor a primera vista. Las
palabras, que se extraviaron de su mente al final de su vida, fueron su mayor
tesoro. Hace cincuenta años se publicaba el segundo volumen del Diccionario de
uso del Español de María Moliner (1900-1981). La bibliotecaria, filóloga y
lexicógrafa española hundió la mano en el barro de la lengua castellana durante
15 años, tiempo que le llevó terminar su obra maestra. Desde que se editó,
ningún otro diccionario ha suscitado alabanzas casi unánimes ni ha contado con
el justo fervor de profesores, escritores, traductores, periodistas y
aficionados a la filología. Las páginas del Moliner transpiran el lenguaje de
la calle y de los medios de comunicación; resultan fraternales, amenas y
simpáticas. Como si se tratara de una parienta cercana, sabia y cómplice, que
se visita de vez en cuando, se consulta su diccionario como quien entabla una
conversación con alguien entrañable. La editorial Gredos –que tiene los
derechos del libro– lanzará una cuarta edición ampliada y renovada, que recoge
las novedades léxicas de los últimos años y añade más de 5.500 entradas, que
completan un total de 92.700, con lo que se convierte en uno de los mayores
repertorios de la lexicografía monolingüe del español, además de incorporar nuevas
voces del español de América latina. Otra manera de celebrar el 50° aniversario
es ver la obra El diccionario, del español Manuel Calzada Pérez, con
extraordinaria interpretación de Marta Lubos en el Tinglado Teatro (Mario Bravo
948), los viernes a las 20 y los domingos a las 18.
Si
queremos tanto a la Moliner es porque desterró los ripios en las definiciones y
las frases enrevesadas que provocaban perplejidad y desánimo en los lectores.
Nada más desconcertante que buscar una palabra para entender de qué se trata y
encontrar un acertijo de hormigón inexpugnable. La filóloga y lexicógrafa
quería crear “un instrumento para guiar en el uso del español tanto a los que
lo tienen como idioma propio como a aquellos que lo aprenden”. Pero el amor
hacia ella y su obra crece más cuando se escarba un poco en su historia.
María Juana Moliner Ruiz nació en Paniza (Zaragoza) el 30 de marzo de 1900. Su
familia se trasladó primero a Almazán (Soria) y después a Madrid. Cuando el
padre viajó a la Argentina y decidió abandonar a su familia, la madre, junto a
sus tres hijos, regresó a Aragón. Entre 1918 y 1921, cursó la Licenciatura de
Filosofía y Letras, que culminó con sobresaliente y Premio Extraordinario.
Ingresó por oposición en el Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y
Arqueólogos en 1922, y obtuvo como primer destino el Archivo de Simancas. En la
década del treinta se trasladó a Valencia y participó con fe y esperanza en las
empresas culturales que nacían al calor de la II República, especialmente en la
organización de las bibliotecas rurales.
Colaboró
en las Misiones Pedagógicas para alfabetizar a quienes vivían en poblaciones
apartadas de las ciudades y pueblos donde había escuela y centros de salud. No
sólo enseñó a leer, sino que explicó los movimientos culturales de esos años en
el cine, el teatro y la música, además de suministrar manuales sencillos para
ayudar en su quehacer a campesinos, amas de casa, padres y enfermeros. Escribió
Instrucciones para el servicio de pequeñas bibliotecas (publicada en Valencia,
en 1937), que fueron muy apreciadas tanto en España como en el extranjero, y
cuya presentación preliminar, “A los bibliotecarios rurales”, es considerada
una pieza conmovedora y un testimonio fehaciente del compromiso de Moliner con
la cultura como vehículo para la regeneración de la sociedad. Al término de la
Guerra Civil, los estómagos franquistas no toleraron el republicanismo de la
bibliotecaria. Moliner sufrió la pérdida de 18 puestos en el escalafón del
Cuerpo Facultativo de Archiveros y Bibliotecarios, que recién recuperaría en
1958. En 1946 se instaló en Madrid y empezó a trabajar en la biblioteca de la
Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales, puesto que mantuvo hasta
que se jubiló, en 1970.
En
una entrevista, Moliner explicó cómo en los años 50 inició el largo parto del
diccionario: “Estando yo solita en casa una tarde cogí un lápiz, una cuartilla
y empecé a esbozar un diccionario que yo proyectaba breve, unos seis meses de
trabajo, y la cosa se ha convertido en quince años”. La bibliotecaria
silenciada y maltratada por la dictadura de Francisco Franco emprendió una
tarea titánica, que la salvó del “exilio interior” al que estaba condenada:
construir un diccionario que ayudara a entender y que ayudara a decir. Quince
años de su vida los dedicó a armar las fichas, pulir como una artesana cada una
de las definiciones, señalar el debido empleo gramatical y ofrecer pistas
etimológicas sobre miles de palabras. Huyó despavorida de todo formulismo que
oscureciera lo que intentaba transmitir. Desmontó una por una todas las
definiciones de la Academia y las volvió a redactar en español del siglo XX. En
el prólogo de la primera edición, ella misma plantea que las definiciones, en
contraposición al diccionario de la Real Academia Española (RAE), están
“vertidas de una forma más actual, más concisa, despojada de retoricismo, y, en
suma, más ágil y más apta para la función práctica asignada al diccionario”.
Gabriel García Márquez fue uno de los primeros en elogiar la proeza del
“diccionario más completo, más útil, más acucioso y más divertido de la lengua
española”. En 1981, el escritor colombiano calculó que el Moliner es “más de
dos veces mejor” que el de la RAE. “Tenía un método infinito: agarrar al vuelo
todas las palabras de la vida. Sobre todo las que encontraba en los
periódicos”, recordaba “Gabo” la faena de la lexicógrafa.
Moliner
podría haber sido la primera mujer en ingresar a la RAE en 1972 pero los
celosos custodios de la lengua, tan “honorables” como misóginos, se negaron a
abrir las puertas de su hermético palacio a una dama y optaron por el filólogo
Emilio Alarcos Llorach.
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