Publicada el 1 de febrerp pasado en el blog Dominio Publico, la siguiente columna fue escrita por el escritor y crítico español Manuel Guedán.
El español no tiene copyright
Es importante recordar que en las películas Disney, hasta 1990,
ningún personaje cogió nunca nada. Ni Geppetto cogía el martillo para
hacer muebles, ni el príncipe recogió del suelo el zapato olvidado de
Cenicienta, ni Baloo cogió jamás el fruto de un árbol, por muy empeñado
que estuviera en buscar lo más vital. Ellos agarraban o tomaban lo que
necesitaban, pero de coger, nanay. ¿Qué español hablaban aquellos
dibujos animados?
Apenas se ha hecho con las riendas de su nuevo cargo, Trump ha
suprimido el español de la web de la Casa Blanca. Una medida que, en la
práctica, complica el acceso a la información gubernamental de aquellos
hispanohablantes que no dominen bien el inglés y, en su dimensión
simbólica, apuntala el vínculo unívoco y excluyente entre patria e
idioma. En Estados Unidos solo debe hablarse inglés; y su reverso: el
inglés —el bueno, el bien hablado, el de verdad— será patrimonio de los
estadounidenses. Afortunadamente, este tipo de planteamientos, más allá
de campañas del tipo english only, que persigue la declaración del
inglés como única lengua oficial, nuncan ha gozado de excesiva raigambre
en el país, si bien se van apuntando pequeñas victorias parciales.
Así pues, la lengua, lejos de cualquier visión ingenua, vuelve a
quedar señalada como el campo donde se libran buena parte de las
batallas culturales y políticas. Nada de esto nos es ajeno en España
donde, por un lado, conocemos la riqueza y las tensiones propias de la
diversidad lingüística y, por otro, a insistimos en patrimonializar el
español fuera de nuestras fronteras. Todavía no se ha terminado de
cortar el cordón umbilical simbólico que nos une a los españoles con
nuestra lengua, lo cual permite que muchos se sientan dueños del idioma y
ejemplos vivos del buen hablar, al tiempo que legitima a las
instituciones —la RAE, el Cervantes, el Gobierno— para seguir utilizando
el español como un bien exclusivo de la marca patria.
Un ejemplo: ¿por qué en los museos son las banderas de España,
Portugal y Reino Unido las que distinguen los folletos de cada idioma?
¿Es más válida la lógica histórica que la cuantitativa, según la cual,
por número de hablantes, las banderas serían las de México, Brasil y
Estados Unidos? Dicha representación del idioma, ¿no delata acaso un
sentido de la propiedad arcaico e indeseable?
Otro: ¿qué español debe enseñarse en los colegios que lo imparten
como lengua extranjera? Muchos alumnos franceses, preguntados por sus
motivaciones para estudiar español, señalan el interés por conocer la
cultura mexicana, chilena o argentina. ¿Qué pronombres, qué
conjugaciones y qué vocabulario deberían aprender entonces? La batalla
por copar espacios de prestigio y de poder es crucial en la pugna que
mantienen las instituciones lingüísticas por volverse hegemónicas. En
las escuelas públicas, son los programas educativos y los docentes
quienes determinan qué se enseña en las aulas, sin embargo la labor del
Instituto Cervantes es decisiva para imbuir al español de España de un
cierto aura internacional, o incluso de neutralidad. Como si fuera más
puro o más genuino. El Marlboro de los hispanos.
Otra pieza clave es la circulación de los bienes culturales.
Recientemente, adquirí el libro 25 minutos en el futuro. Nueva ciencia
ficción norteamericana (Almadía), una antología realizada por Pepe Rojo y
Bernardo, Bef, dos reconocidos escritores mexicanos. El volumen incluyó
con buen ojo el relato «La historia de tu vida», de Ted Chiang, antes
de que fuera adaptado al cine por Denis Villeneuve bajo el título de La
llegada. En el prólogo, los antologadores advierten al posible lector no
mexicano de que han optado por traducir los relatos a su variante del
español. Así, en dicho relato, leemos: «Te reirás mientras me platicas
de la fiesta a la que habrás ido la noche anterior. / —Híjole —me
dirás—, no bromean cuando te dicen que la masa corporal marca una
diferencia. No tomé tanto como mis amigos, pero acabé mucho más
borracha». A los lectores peninsulares, habituados a disfrutar de
cultura traducida a nuestra variante del español, seguramente nos
parecerá que estamos ante un cuento mexicano, y no norteamericano. Dicho
efecto, a la inversa, es el que experimentaron los lectores
latinoamericanos cuando, en los años 90, las editoriales españolas, en
pleno proceso de expansión, coparon sus librerías.
A lo largo de la historia, una de las principales alteraciones en la
relación de privilegio de España con el español se debió a los doblajes
Disney que dirigía el mexicano Edmundo Santos. Varias generaciones de
niños españoles crecieron sin trauma familiarizados con un acento,
conjugaciones y expresiones que no les eran naturales pero sí fácilmente
descodificables. De nuevo, configurarse como la lengua franca para que
permite el acceso a culturas extranjeras da a una variante determinada
una posición de preeminencia sobre las otras.
Dado el lugar de privilegio del que hemos disfrutado los españoles
durante siglos, y del que seguimos disfrutando, es importante cortar las
dinámicas que lo perpetúan, señalar los intereses que subyacen a la
mayoría de discursos pretendidamente neutrales sobre la expansión del
español y contribuir a generar una sensibilidad más plural, que
favorezca ciertos cruces e inversiones en las relaciones de prestigio
cultural. A fin de cuentas, será divertido explicarle a los niños,
cuando crezcan, por qué Shere Kan, por mucho que odiara a Mowgli, jamás
se hubiera atrevido a cogerlo por sorpresa.
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