jueves, 20 de abril de 2017

Che, a ver si alguien lo orienta a González


El jueves 6 de abril pasado, el traductor argentino Alejandro González publicó la siguiente columna en la que se pregunta “cuál es el sujeto de la traducción”. La reproducimos a continuación.

¿Quién traduce?

En conversaciones mantenidas con colegas hemos llegado a la inevitable conclusión de que, ante dos frases igualmente irreprochables y bellas en cuanto a estilo, ritmo, elección léxica, sonoridad y musicalidad, no sabemos, en última instancia, por qué preferimos una a la otra. Arrojamos, claro, hipótesis de todo tipo, como eso de que «la lengua nos habla» o «somos hablados por la lengua», de que hay un «fondo común» lingüístico, del oído entrenado, del peso de la tradición y demás.

En lo personal, tal circunstancia, unida al hecho de que me dedico a la traducción y debo crear cientos de frases a diario, me ha hecho sentir a menudo que, a fin de cuentas, no soy yo quien traduce, sino que hay una voz (interior o exterior, o ambas cosas a la vez, o quizás sean muchas voces) que tiene la última palabra. Así he llegado casi espontáneamente a plantearme una pregunta que, hasta donde sé, no suele merodear tanto los estudios sobre traducción: ¿quién traduce? O, mejor dicho, ¿cuál es el sujeto de la traducción?

La primera respuesta u observación que acude a la mente es que, desde luego, en el proceso de traducción de un libro intervienen varios actores (vamos a llamarlos así): el editor (solo o en equipo), el director de una serie, el traductor, el corrector, el propio autor —si está vivo y es accesible—; en ocasiones, el fondo que subsidia una determinada traducción, cuya decisión —sujeta, a su vez, a los criterios que sigue un jurado competente, al cumplimiento de los trámites administrativos y al monto solicitado— de colaborar o no económicamente suele ser lo que facilita o impide el proyecto; asimismo, la incidencia del agente literario o del poseedor de los derechos autorales —cuando la obra no está aún en dominio público— desempeña un papel no menor. Esta sería la primera «cadena» del proceso, la más fácilmente distinguible; diríamos, la condición de posibilidad para que un libro traducido esté en las mesas de las librerías (omito aquí el resto de la cadena de edición y distribución).

En un siguiente círculo concéntrico encontraríamos el mercado y lo que sabemos o esperamos de él; básicamente: qué libro o autor conviene traducir, cuál promocionar, cuál dejar en la sombra. El posicionamiento de la editorial y el prestigio de que goza entre los lectores es, por su parte, una instancia insoslayable.

En un tercer círculo, el conocimiento (más o menos intuitivo) de la cultura de recepción, de los hábitos de lectura, de las modas intelectuales, del gusto predominante. No es lo mismo traducir sabiendo que X libro formará parte de una serie juvenil o que engrosará una colección de clásicos dirigida a un público con formación universitaria. Cada traductor sabrá —con mayor o menor grado de conciencia— cuántas notas al pie debe hacer, qué conocimientos puede dar por sentados en quien lea el libro, qué cabe explicitar (el editor o el director de la serie también tomarán cartas en el asunto).

Más lejos llegamos ya a un terreno que nos excede, y en el que avanzamos a tientas: ¿por qué ciertos hábitos lingüísticos nos resultan más admisibles que otros? ¿Hasta dónde nos influye —ayudando y obstruyendo— la tradición literaria de nuestra comunidad? ¿Cuánto nos ha marcado nuestra propia historia como lectores? ¿Cuánto nos atraviesa la «agenda política» de nuestra comunidad en un momento histórico dado, por ejemplo, cuando hay fervores nacionalistas, independentistas, reivindicatorios de minorías, etc.? ¿Cuánto incide nuestro origen social, nuestra historia familiar, nuestro lugar de nacimiento, nuestro círculo de pertenencia? Multipliquemos estas preguntas por cada uno de los —dijimos— actores que intervienen en el proceso. Por lo visto, que prefiramos el adjetivo «bonito» a «lindo», «atractivo» o «guapo» (póngase en el orden que se desee) esconde una larga historia, de la que dudo podamos dar acabada cuenta.

Acerca de qué es traducir y cómo debe traducirse (mirada filosófica), qué se traduce (mirada histórica), cómo se traduce (traductología), cómo circulan las traducciones y qué efectos generan (mirada sociológica) hay océanos de bibliografía.

Aquí simplemente quería compartir la pregunta por quién traduce, por el sujeto —agente— de la traducción. Al parecer, la respuesta no es sencilla.

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