Nuevamente en el Trujamán (en la ocasión, del 5 de
mayo pasado), Marietta Gargatagli,
nuestra chica estrella, reflexiona sobre aquellos textos traducidos a muchas
lenguas y lo que ello significa hoy en día. Vale decir, nos muestra palmariamente cómo la mayoría de lo que publican emporios como Penguin Random House y Planeta es pura basura, cómo los escritores declinaron cediéndole su lugar a las marcas, por qué los agentes literarios son unos charlatanes, cómo las librerías ya no importan y muchas otras cosas que afean nuestra vida, y todo en unas pocas líneas. En síntesis, caca. Eso sí: se vienen salvando la poesía y la dramaturgia. Por ahora.
Traducido
a cincuenta lenguas
Hasta hace pocos años la traducción de una obra a
muchos idiomas era signo inequívoco de calidad literaria. Sólo los grandes
libros se multiplicaban en lenguas y versiones y esa circulación mundial era
una de las definiciones de lo clásico. Entre las obras
excepcionales estaba la Biblia, modelo verbal y poético de muchas lenguas, y
los autores y libros que forman el canon de Occidente. A lo largo del tiempo,
los traslados respetaron la jerarquía de la perfección, lo sublime, lo nuevo y
lo irrepetible, porque sólo ciertas obras contenían esos valores y las
repeticiones en muchos idiomas eran un indicio del deseo de compartirlos.
Al declinar el siglo xx, irrumpió otra forma de traducción mundial: la versión
industrializada en cincuenta idiomas, un sistema fordista —tal como
lo enunció Antonio Gramsci— de producción en cadena y donde los operarios perdieron
la capacidad de elaborar libremente su producto. Un ejemplo: el secuestro en un
búnker de once traductores de Infierno de Dan Brown1 para
evitar que una obra insignificante pudiera ser conocida por el público antes de
tiempo.
La conversión de los libros en objetos que pueden
venderse entremezclados con infinitas bagatelas, en supermercados, kioscos,
estaciones de servicio (que nunca se parecen a la de Clerks) fue
paralela a otra metamorfosis: la transformación del autor en una marca.
El diseño de marcas en lugar de la fabricación de
cosas (como describió lacerantemente Naomi Klein) produjo en la década de 1990
un cambio definitivo de los conceptos que definían la producción industrial. El
razonamiento es simple: de las cosas se pueden ocupar otros —empresas
tercerizadas o con marcas débiles, países pobres, migrantes ocultos en talleres
clandestinos de cualquier ciudad—, de las marcas entienden las empresas de
publicidad cuyos ingresos fueron creciendo exponencialmente desde entonces.
La sustitución de los autores por las marcas
también llegó al mundo de los libros. José Manuel Lara, el fundador de Planeta,
solía decir que era capaz de vender cualquier libro aunque tuviera las hojas en
blanco. Tenía razón. Era capaz de hacerlo. Planeta, sin duda, fue la primera
marca de la lengua castellana. Lo que vino después fue su multiplicación.
Agentes, encargados de marketing, gerentes editoriales, medios
periodísticos afines diseñan y defienden un producto que puede aplicarse a
sujetos cambiantes. El autor se agota, la marca no. Hay autores Valentino,
Hermès, Jimmy Choo, Manolo Blahnik, Karl Lagerfeld o Inditex.
Uno de los sellos de calidad de las marcas
posindustriales es la traducción: un libro del que no se pueda decir «traducido
a cincuenta lenguas» no vale nada en el mercado mundial. Corona el éxito la
traducción al inglés, dificilísima; lo corroboran otras lenguas europeas:
francés, italiano, alemán, sueco, danés, polaco; lo completan con su aire de
sofisticación y lejanía el japonés, el coreano, el ruso. Las demás lenguas del
mundo también son importantes. Sobre todo, por su número: hay que sumar
treinta, cuarenta o cincuenta.
No resulta imposible: las subvenciones, las
marca-país, los agentes y las ferias ponen en circulación libros asombrosos
porque son lo contrario de lo irrepetible y la negación misma de lo sublime.
Parodiando a Klein, las marcas no patrocinan la literatura, aspiran a ser la
literatura.
Perseguido por cientos de novelas mediocres, el
lector termina por creer que ese libro que lee, mal escrito, plagiado, lleno de
tópicos y aburridísimo, es una novela. Y llega a esa conclusión porque la faja
explica las ediciones y traducciones, y porque leyó y vio reportajes ilustrados
con los rostros de los autores o autoras confesando las más
inconsistentes y tristes certidumbres como remake paródico de
los verdaderos diálogos literarios.
La poesía y la dramaturgia parecen desconocer las
marcas, y el ensayo literario, en general, también. Tampoco dependen de esta
sustitución la narrativa clásica que se reedita y los cuentos, incluso
modernos, porque no son rentables. Más allá están los búnkeres convertidos en
prisiones para traductores y los ejércitos de lectores que merodean entre las
ruinas. No son los mismos y no pueden saber que el Hermès de este año es
exactamente igual a la Coco Chanel del año pasado.
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