Publicado
el 28 de marzo de este año en la New York
Review of Books, el siguiente artículo de Tim Parks (foto), escritor y
traductor británico –Moravia,
Calvino, Calasso, Machiavelli y Leopardi, entre otros–, que aquí
se ofrece en traducción de Julia Benseñor, trata sobre las razones por las
cuales vale la pena discutir los derechos de autor para los traductores, tema
de candente actualidad en todo el mundo.
La prescindencia del traductor
¿El traductor es realmente el coautor de un
texto y, si es así, ¿tiene que recibir regalías como los autores?
Después de la presentación de un libro de mi autoría o, mejor dicho, mi traducción al alemán, en Berlín, fui a un bar donde estuve discutiendo esta cuestión con Ulrike Becker y Ruth Keen, dos traductores de larga trayectoria. No fue la naturaleza de la coautoría del traductor lo que disparó la charla sino el hecho de que muy pocos traductores llegan a recibir beneficios importantes por regalías, ni siquiera en Alemania, donde los editores están obligados por ley a pagarlos. En toda su larga carrera, Ruth sólo una vez recibió una suma suculenta de 10.000 euros cuando la venta de un libro que había traducido sobre la marcha de Napoleón sobre Moscú se disparó, contra todas las expectativas. Por su parte, Ulrike también recibió una sola vez un par de miles de euros cuando una novela literaria que tradujo logró ubicarse en la lista de best sellers. Fuera de estos casos, ambos venían recibiendo chauchas y palitos.
Y, ¿por qué ocurre esto?
Como en la mayoría de los países, a los traductores literarios alemanes se les paga en función de la extensión de la obra; normalmente se calcula, en promedio, entre US$20 y US$25 por página. No es gran cosa. En Estados Unidos o Inglaterra se traduce mucho menos literatura y los honorarios varían notablemente. Pero si acaso se pagan regalías (no fue nunca mi caso en EE.UU.), el pago inicial basado en la extensión de la obra generalmente se considera un anticipo a cuenta de derechos de autor. Entonces, si un traductor recibe un anticipo de, por ejemplo, US$8.000 por un libro y se establece que el porcentaje de derechos de autor será el uno por ciento sobre el precio de tapa de un libro que se vende a US$20, sería necesario vender 40.000 ejemplares antes de que las regalías le aporten algún dinero extra al traductor. Y 40.000 ejemplares es un volumen de ventas absolutamente extraordinario.
Después de la presentación de un libro de mi autoría o, mejor dicho, mi traducción al alemán, en Berlín, fui a un bar donde estuve discutiendo esta cuestión con Ulrike Becker y Ruth Keen, dos traductores de larga trayectoria. No fue la naturaleza de la coautoría del traductor lo que disparó la charla sino el hecho de que muy pocos traductores llegan a recibir beneficios importantes por regalías, ni siquiera en Alemania, donde los editores están obligados por ley a pagarlos. En toda su larga carrera, Ruth sólo una vez recibió una suma suculenta de 10.000 euros cuando la venta de un libro que había traducido sobre la marcha de Napoleón sobre Moscú se disparó, contra todas las expectativas. Por su parte, Ulrike también recibió una sola vez un par de miles de euros cuando una novela literaria que tradujo logró ubicarse en la lista de best sellers. Fuera de estos casos, ambos venían recibiendo chauchas y palitos.
Y, ¿por qué ocurre esto?
Como en la mayoría de los países, a los traductores literarios alemanes se les paga en función de la extensión de la obra; normalmente se calcula, en promedio, entre US$20 y US$25 por página. No es gran cosa. En Estados Unidos o Inglaterra se traduce mucho menos literatura y los honorarios varían notablemente. Pero si acaso se pagan regalías (no fue nunca mi caso en EE.UU.), el pago inicial basado en la extensión de la obra generalmente se considera un anticipo a cuenta de derechos de autor. Entonces, si un traductor recibe un anticipo de, por ejemplo, US$8.000 por un libro y se establece que el porcentaje de derechos de autor será el uno por ciento sobre el precio de tapa de un libro que se vende a US$20, sería necesario vender 40.000 ejemplares antes de que las regalías le aporten algún dinero extra al traductor. Y 40.000 ejemplares es un volumen de ventas absolutamente extraordinario.
Sin embargo, Ruth me explicó que la
ley alemana se ha expedido de manera generosa en favor de los traductores: un
reciente fallo judicial dictaminó que el pago inicial no debe ser considerado anticipo a cuenta de derechos. Pero lo que
el fallo no hizo fue impedir que los editores fijaran un umbral —que ronda
entre 5.000 y 8.000 ejemplares— por debajo del cual no estaban obligados a
pagar derechos, además de que el porcentaje de derechos es apenas un 0,8 por
ciento, o incluso 0,6 por ciento. Como en Alemania son pocos los libros que
venden 5.000 ejemplares, el resultado es que los traductores no ven ni un euro
por estos contratos que incluyen regalías.
De todos modos, recibir ocasionalmente algún dinero extra es indudablemente mejor que nada. Es lo que uno pensaría. Ulrike me contó, entonces, la historia de Karin Krieger, que se convirtió en la heroína de los traductores cuando, en 1999, demandó a la editorial Piperpor las regalías. Krieger había traducido tres novelas del escritor italiano Alessandro Baricco.Cuando las novelas empezaron a venderse bien, intentó contactarse con la editorial para que honraran la vaga cláusula contractual que le otorgaba una “justa proporción de las ganancias” (en esa época, no era obligatorio el pago de derechos de autor). La respuesta de la editorial fue tan inesperada como insólita: las hizo retraducir por otro traductor con un contrato más favorable para la editorial.
Después de litigar durante cinco años, Krieger finalmente ganó el caso y recibió el dinero que se le adeudaba, pero esta secuencia de hechos demuestra la diferencia básica que hay entre traductores y autores. Piper nunca habría intentado despojar a Baricco de sus regalías, ya que sin él no habría habido ni novela ni ventas. El autor no era reemplazable. En cambio, por muy exquisita que fuese la traducción de Krieger, el editor consideró que podía obtener el mismo resultado comercial con otro traductor. Esto no significa que el trabajo de traducción sea fácil. Todo lo contrario. Lo que quiere decir es sencillamente que muy rara vez requiere del talento de una única y determinada persona. Krieger no era “esencial”. Podía ser reemplazada.
A esta altura, vale recordar por qué se inventaron las regalías. Antes del siglo XVIII, los escritores le vendían sus obras a un imprentero por una suma alzada y el imprentero ganaba poco o mucho dependiendo de la cantidad de copias que lograba vender. Los escritores, al ver que los imprenteros (al menos algunos) se hacían ricos, quisieron un porcentaje de esa riqueza que ellos —y no cualquier otro—habían generado. Así fue como a principios del siglo XVIII surgió la primera acción en Gran Bretaña que reconocía a los escritores el derecho a lo que luego se daría en llamar “propiedad intelectual” —su obra— y que en virtud de ella les correspondía un porcentaje de los ingresos generados por cada copia vendida.
Podría argumentarse que, si bien este arreglo entre imprenteros y autores era “justo”, en absoluto implicaba que los ingresos de un escritor habrían de reflejar la calidad de su obra ni el tiempo dedicado; era lo justo en términos absolutos. Hoy un libro exitoso que se venda en todo el mundo—como los de Dan Brown, Stephenie Meyer—le reporta a su autor varios millones, mientras que un exquisito libro de poesía le dará apenas unos cientos. En todo caso podría decirse que las regalías son una invitación a que los escritores apunten a que su obra llegue a la mayor cantidad de lectores con capacidad para comprar un libro de bolsillo destinado al mercado masivo.
Habiendo dicho esto, el contenido de ese libro de bolsillo, cualquiera sea, es creación de su autor, quien tuvo que pasarse horas escribiendo mucho, sin saber qué saldría de ello, si acaso algún editor se interesaría en comprarlo o si, una vez que eso ocurriese, se lograría vender. En suma, el autor tiene que llenar un espacio vacío, crear algo donde antes no había nada. En cambio, al traductor, en la mayoría de los casos, se le encarga un trabajo. Puede ser un título de taquilla o un libro de poesía. De cualquier modo, el trabajo ya está ahí, oración tras oración. Por muy difícil que pueda ser trasladarlo a la otra lengua, los traductores no tienen que empezar de cero y rara vez tienen la opción de elegir qué libro van a traducir, al menos no al inicio de sus carreras. Por cierto, en mi caso, la experiencia de disponerme todo el día a escribir no tiene nada que ver con la experiencia de pasar todo un día traduciendo.
Son dos las ideas que han dado lugar a la campaña por hacer extensivo a los traductores el pago de derechos de autor, que lleva décadas por cierto. La primera es de índole práctica: como los editores normalmente se han resistido a pagar tarifas que representen un ingreso digno, es decir, que se correspondan con su idoneidad profesional y las largas horas que los traductores dedican a la tarea, introducir en el contrato una cláusula sobre regalías asegura que, al menos cuando un libro traducido genera muchas ganancias, el traductor obtenga una porción de tales beneficios. La segunda es conceptual: cada traducción es diferente; cada traducción requiere cierto grado de creatividad; ergo, la traducción es “propiedad intelectual” y, como tal, debe considerarse autoría y recibir el mismo trato que los autores.
El problema con la primera de estas ideas es que, en la medida en que los ingresos de los traductores se basen en las regalías, dependerán enteramente de cómo los editores distribuyan las traducciones que encargan. Por ejemplo, supongamos el caso de dos traductores alemanes con las mismas aptitudes. A uno se le encarga traducir Cincuenta sombras, Parte V, y al otro, un libro de cuentos de un escritor neozelandés que publica por primera vez. Uno de los traductores hará una fortuna y el otro, probablemente recibirá una suma irrisoria. Por supuesto que lo mismo sucede con los autores, como ya dijimos. Si los autores reciben el diez por ciento por ejemplar vendido, E. L. James se volverá fabulosamente rico, mientras que al cuentista neozelandés, por excelente que sea, más le vale no renunciar a su empleo seguro. Sin embargo, las regalías no son un tema que divida las aguas entre los escritores por la simple razón de que más allá de lo que uno piense sobre la calidad de una obra como Cincuenta sombras, nadie niega que E. L. James fue quien tuvo la idea y se arriesgó a escribirla. Es su obra, refleja sus ideas, dejemos que reciba su diez por ciento, entonces.
No es lo mismo en el caso del traductor, para quien traducir Cincuenta sombras con un contrato que concede regalías equivale a recibir maná del cielo por una tarea que incluso hasta puede ser más fácil que traducir un libro cuya remuneración es mucho menor. Más aún, uno queda eximido de toda responsabilidad sobre semejante contenido. A esta altura cabe decir que la introducción de las regalías en los contratos amenaza con dividir a los traductores. Un traductor italiano me contó que, en una ocasión, todos los traductores de Dan Brown fueron convocados a viajar a Europa para recibir el flamante Inferno y conversar sobre ciertos problemas que planteaba su traducción. El traductor al francés andaba de excelente ánimo, ya que por entonces Francia, al igual que Alemania, obligaba a los editores a otorgar regalías. Otros no hacían más que pensar en que recibirían apenas unos pocos miles de dólares por traducir esas 600 páginas, independientemente de cuánto se vendiera su traducción.
El segundo argumento, el conceptual, es más interesante, aunque no menos problemático. Que la traducción exige creatividad es un hecho irrefutable. Como traductor que soy, no es mi deseo socavar la dignidad de este oficio. Pero ¿esa creatividad equivale a “autoría”? Vean estas cuatro versiones al inglés de las primeras líneas de Memorias del subsuelo de Dostoievski:
I am a sick man…. I am a spiteful man. I am an unattractive man. I believe my liver is diseased. However, I know nothing at all about my disease, and do not know for certain what ails me. I don’t consult a doctor for it, and never have, though I have a respect for medicine and doctors. Besides, I am extremely superstitious, sufficiently so to respect medicine, anyway (I am well-educated enough not to be superstitious, but I am superstitious). No, I refuse to consult a doctor from spite. That you probably will not understand. Well, I understand it, though.
De todos modos, recibir ocasionalmente algún dinero extra es indudablemente mejor que nada. Es lo que uno pensaría. Ulrike me contó, entonces, la historia de Karin Krieger, que se convirtió en la heroína de los traductores cuando, en 1999, demandó a la editorial Piperpor las regalías. Krieger había traducido tres novelas del escritor italiano Alessandro Baricco.Cuando las novelas empezaron a venderse bien, intentó contactarse con la editorial para que honraran la vaga cláusula contractual que le otorgaba una “justa proporción de las ganancias” (en esa época, no era obligatorio el pago de derechos de autor). La respuesta de la editorial fue tan inesperada como insólita: las hizo retraducir por otro traductor con un contrato más favorable para la editorial.
Después de litigar durante cinco años, Krieger finalmente ganó el caso y recibió el dinero que se le adeudaba, pero esta secuencia de hechos demuestra la diferencia básica que hay entre traductores y autores. Piper nunca habría intentado despojar a Baricco de sus regalías, ya que sin él no habría habido ni novela ni ventas. El autor no era reemplazable. En cambio, por muy exquisita que fuese la traducción de Krieger, el editor consideró que podía obtener el mismo resultado comercial con otro traductor. Esto no significa que el trabajo de traducción sea fácil. Todo lo contrario. Lo que quiere decir es sencillamente que muy rara vez requiere del talento de una única y determinada persona. Krieger no era “esencial”. Podía ser reemplazada.
A esta altura, vale recordar por qué se inventaron las regalías. Antes del siglo XVIII, los escritores le vendían sus obras a un imprentero por una suma alzada y el imprentero ganaba poco o mucho dependiendo de la cantidad de copias que lograba vender. Los escritores, al ver que los imprenteros (al menos algunos) se hacían ricos, quisieron un porcentaje de esa riqueza que ellos —y no cualquier otro—habían generado. Así fue como a principios del siglo XVIII surgió la primera acción en Gran Bretaña que reconocía a los escritores el derecho a lo que luego se daría en llamar “propiedad intelectual” —su obra— y que en virtud de ella les correspondía un porcentaje de los ingresos generados por cada copia vendida.
Podría argumentarse que, si bien este arreglo entre imprenteros y autores era “justo”, en absoluto implicaba que los ingresos de un escritor habrían de reflejar la calidad de su obra ni el tiempo dedicado; era lo justo en términos absolutos. Hoy un libro exitoso que se venda en todo el mundo—como los de Dan Brown, Stephenie Meyer—le reporta a su autor varios millones, mientras que un exquisito libro de poesía le dará apenas unos cientos. En todo caso podría decirse que las regalías son una invitación a que los escritores apunten a que su obra llegue a la mayor cantidad de lectores con capacidad para comprar un libro de bolsillo destinado al mercado masivo.
Habiendo dicho esto, el contenido de ese libro de bolsillo, cualquiera sea, es creación de su autor, quien tuvo que pasarse horas escribiendo mucho, sin saber qué saldría de ello, si acaso algún editor se interesaría en comprarlo o si, una vez que eso ocurriese, se lograría vender. En suma, el autor tiene que llenar un espacio vacío, crear algo donde antes no había nada. En cambio, al traductor, en la mayoría de los casos, se le encarga un trabajo. Puede ser un título de taquilla o un libro de poesía. De cualquier modo, el trabajo ya está ahí, oración tras oración. Por muy difícil que pueda ser trasladarlo a la otra lengua, los traductores no tienen que empezar de cero y rara vez tienen la opción de elegir qué libro van a traducir, al menos no al inicio de sus carreras. Por cierto, en mi caso, la experiencia de disponerme todo el día a escribir no tiene nada que ver con la experiencia de pasar todo un día traduciendo.
Son dos las ideas que han dado lugar a la campaña por hacer extensivo a los traductores el pago de derechos de autor, que lleva décadas por cierto. La primera es de índole práctica: como los editores normalmente se han resistido a pagar tarifas que representen un ingreso digno, es decir, que se correspondan con su idoneidad profesional y las largas horas que los traductores dedican a la tarea, introducir en el contrato una cláusula sobre regalías asegura que, al menos cuando un libro traducido genera muchas ganancias, el traductor obtenga una porción de tales beneficios. La segunda es conceptual: cada traducción es diferente; cada traducción requiere cierto grado de creatividad; ergo, la traducción es “propiedad intelectual” y, como tal, debe considerarse autoría y recibir el mismo trato que los autores.
El problema con la primera de estas ideas es que, en la medida en que los ingresos de los traductores se basen en las regalías, dependerán enteramente de cómo los editores distribuyan las traducciones que encargan. Por ejemplo, supongamos el caso de dos traductores alemanes con las mismas aptitudes. A uno se le encarga traducir Cincuenta sombras, Parte V, y al otro, un libro de cuentos de un escritor neozelandés que publica por primera vez. Uno de los traductores hará una fortuna y el otro, probablemente recibirá una suma irrisoria. Por supuesto que lo mismo sucede con los autores, como ya dijimos. Si los autores reciben el diez por ciento por ejemplar vendido, E. L. James se volverá fabulosamente rico, mientras que al cuentista neozelandés, por excelente que sea, más le vale no renunciar a su empleo seguro. Sin embargo, las regalías no son un tema que divida las aguas entre los escritores por la simple razón de que más allá de lo que uno piense sobre la calidad de una obra como Cincuenta sombras, nadie niega que E. L. James fue quien tuvo la idea y se arriesgó a escribirla. Es su obra, refleja sus ideas, dejemos que reciba su diez por ciento, entonces.
No es lo mismo en el caso del traductor, para quien traducir Cincuenta sombras con un contrato que concede regalías equivale a recibir maná del cielo por una tarea que incluso hasta puede ser más fácil que traducir un libro cuya remuneración es mucho menor. Más aún, uno queda eximido de toda responsabilidad sobre semejante contenido. A esta altura cabe decir que la introducción de las regalías en los contratos amenaza con dividir a los traductores. Un traductor italiano me contó que, en una ocasión, todos los traductores de Dan Brown fueron convocados a viajar a Europa para recibir el flamante Inferno y conversar sobre ciertos problemas que planteaba su traducción. El traductor al francés andaba de excelente ánimo, ya que por entonces Francia, al igual que Alemania, obligaba a los editores a otorgar regalías. Otros no hacían más que pensar en que recibirían apenas unos pocos miles de dólares por traducir esas 600 páginas, independientemente de cuánto se vendiera su traducción.
El segundo argumento, el conceptual, es más interesante, aunque no menos problemático. Que la traducción exige creatividad es un hecho irrefutable. Como traductor que soy, no es mi deseo socavar la dignidad de este oficio. Pero ¿esa creatividad equivale a “autoría”? Vean estas cuatro versiones al inglés de las primeras líneas de Memorias del subsuelo de Dostoievski:
I am a sick man…. I am a spiteful man. I am an unattractive man. I believe my liver is diseased. However, I know nothing at all about my disease, and do not know for certain what ails me. I don’t consult a doctor for it, and never have, though I have a respect for medicine and doctors. Besides, I am extremely superstitious, sufficiently so to respect medicine, anyway (I am well-educated enough not to be superstitious, but I am superstitious). No, I refuse to consult a doctor from spite. That you probably will not understand. Well, I understand it, though.
—Constance Garnett, 1918
I am
a sick man…. I am an angry man. I am an unattractive man. I think there is something
wrong with my liver. But I don’t understand the least thing about my illness, and
I don’t know for certain what part of me is affected. I am not having any
treatment for it, and never have had, although I have a great respect for medicine
and for doctors. I am besides extremely superstitious, if only in having such
respect for medicine. (I am well educated enough not to be superstitious, but
superstitious I am.) No, I refuse treatment out of spite. That is something you
will probably not understand.
Well,
I understand it.
—Jessie Coulson, 1972
I am
a sick man…I’m a spiteful man. I’m an unattractive man. I think there is something
wrong with my liver. But I cannot make head or tail of my illness and I’m not absolutely
certain which part of me is sick. I’m not receiving any treatment, nor have I ever
done, although I do respect medicine and doctors. Besides, I’m still extremely
superstitious, if only in that I respect medicine. (I’m sufficiently well educated
not to be superstitious, but I am.) No, it’s out of spite that I don’t want to be
cured.
You’ll
probably not see fit to understand this. But I do understand it.
—Jane Kentish, 1991
I am a sick man…I am a wicked man. An unattractive man. I think
my liver hurts. However, I don’t know a fig about my sickness, and am not sure what
it is that hurts me. I am not being treated and never have been, though I
respect medicine and doctors. What’s more, I am also superstitious in the
extreme; well, at least enough to respect medicine. (I’m sufficiently educated not
to be superstitious, but I am.) No, sir, I refuse to be treated out of wickedness.
Now, you will certainly not be so good as to understand this. Well, sir, but I
understand it.
—Richard Pevear and Larissa
Volokhonsky, 1993
Uno podría trazar todo tipo de distinciones
entre una y otra traducción. “Spiteful”, “angry”y “wicked” en el primer renglón
sugieren tres características bien distintas, ¿cuál es la correcta o, al menos,
la más próxima al original? ¿Por qué tres de las traducciones luego citan este
mismo rasgo —“spite”, “wickedness” — como la razón por la que el narrador no ha
buscado tratamiento para su enfermedad, mientras que la traducción que elige
usar la palabra “anger”no lo hace? Sólo podemos suponer que el original usa la
misma palabra dos veces, y que uno de
los traductores eligió no respetar esa repetición. Dos de las
traducciones incluyen una expresión genérica como “know nothing at all” o “the least
thing” sobre la enfermedad del narrador, mientras que otra emplea la expresión “cannot
make head or tail”, que introduce una imagen que se arriesga a ser confundida
con las partes anatómicas; por último, la traducción más reciente usa una
expresión idiomática anticuada como es “don’t know a fig”.
Donde dos de las traducciones usan “Besides”, otra
usa “What’s more” y la cuarta no ofrece ninguna opción. Una traducción apela al
“sir”—dice, por ejemplo, “No, sir,” “Well, sir”—, mientras que las otras no; ¿es
posible que tres traductores se decidieran a eliminar ese “sir” si estuviera
ahí en el original? ¿Y por qué dos traductores le agregan ciertomatiz a esta
oración al poner “you’ll probably not see fitto understand this,” “you will certainly
not be so good as to understand this”—como si el acto de entender dependiera de
la disposición y no del intelecto—, mientras que losotros dos traductores sólo
dicen “you probably will not understand”?
No existen los límites a la hora de trazar sutiles
distinciones entre una traducción y otra, de confrontarlas con el original o de
valorar el contexto cultural de la lengua de llegada o su coherencia interna.
Sin embargo, las cuatro traducciones se reconocen como el mismo texto. Más aún,
en todas ellas se ven con toda potencia las principales estrategias de Dostoievski,
sobre todo el placer del narrador por exhibir su perversidad, su hábito de
calificar todo lo que dice en las formas más inesperadas, subestimar las ideas
recibidas (¿es realmente una superstición respetar a los médicos?), comprometer, desafiar y burlarse del lector, etc. De hecho, cuantas más
traducciones hay, más comprendemos hasta qué abrumadora medida el texto depende
de la autoría única de Dostoievski. Entonces, ¿tiene sentido hablar de “coautoría”
en el caso del traductor? ¿Por qué la traducción debe ser equiparada a lo que
no es? Cabría argumentar, por supuesto, que como Dostoievski murió hace ya
largo rato y su obra no está más sujeta a derechos de propiedad intelectual,
los editores podían enfrentar el pago de
regalías porque no se las están pagando al autor. Pero ésa es una cuestión de
naturaleza práctica y no conceptual. Cuatro traducciones de casi cualquier
texto, ya sea antiguo o contemporáneo, arrojarán los mismos resultados.
Unos días después de nuestro encuentro en Berlín, Ruth Keenme envió por
correo electrónico los resultados de un
cuestionario sobre ingresos realizado por el sindicato de traductores alemanes.
Respondieron 598 traductores y el informe incluía estadísticas por demás
interesantes: por ejemplo, que casi el 60 por ciento de los títulos traducidos
eran libros originalmente escritos en inglés que, aunque alrededor del 80 por
ciento de las personas que traducen son mujeres, los hombres suelen ganar US$1,10
más por página; que el trabajo considerado difícil se pagaba muy poco más por
página que el trabajo considerado fácil (esto a pesar de que el tiempo extra
invertido en un texto difícil podría duplicarse o triplicarse, a veces incluso multiplicarse
por diez). Pero lo más importante es que, después de toda una batería de
estadísticas relacionadas con las regalías, el informe se lamentaba de que la baja
venta de libros y el hecho de que el umbral a partir del cual se empiezan a
pagar regalías esté fijado en un nivel tan alto lleva a que sea muy infrecuente
que los traductores reciban beneficios por ese concepto.
¿Adónde nos llevan estas reflexiones cuando se
trata del pago y del reconocimiento del traductor por la maravillosa tarea que realiza?
Mi sensación es que el problema es más fácil de lo que suponemos; sin duda no
sería imposible reunir al editor, al traductor y, digamos, a un experto en
traducción de tal o cual idioma para definir juntos el nivel de exigencia que
implica tal o cual texto, cuánto tiempo llevaría traducirlo y cuál sería el
pago razonable para hacerlo. Quizás es hora de que los traductores y las
asociaciones de traductores se centren en lograr esta clase de acuerdos, sin
necesidad de empantanarse en este polémico asunto de la autoría y las regalías
o derechos de autor.
Haciéndome eco de la propuesta final del traductor, podríamos plantear otra posibilidad, más eficaz en cuanto a la justicia social: reunamos a los traficantes de drogas, al consumidor, al distribuidor, al vendedor a pequeña escala, y que no falte algún representante de los servicios médicos y de rehabilitación del drogadicto y calcúlese cuánto debería pagar en impuestos traficante y consumidor.
ResponderEliminarDicho de otro modo, el dinero no es solo dinero. A los traductores se nos debería pagar un plus --llámesele regalías, royalties, tarifa digna-- porque somos, junto con docentes de primaria y secundaria, quienes más contribuimos a la ficción de que la realidad tiene un sentido.
Suscribo el excelente comentario de LIU. Lamentables las reflexiones de Parks en el punto de la coautoría.
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