Oscar Conde es poeta, ensayista y
profesor universitario. Ha escrito, entre otros, el Diccionario
etimológico del lunfardo (2004) y Lunfardo (2001). En el siguiente artículo, publicado por la
revista Ñ, el 7 de agosto pasado, se ocupa de Nuestra expresión, el último libro
publicado por José Luis Moure,
actual presidente de la Academia Argentina de Letras.
La lengua propio como
ejercicio de identidad
Más
allá de que los intentos de acercamiento de la Real Academia hacia sus
correspondientes americanas hayan comenzado a mediados del siglo pasado, ha
sido recién en el actual cuando se inició por fin un proceso para el
desmantelamiento de la subvaloración del español de América. No hace demasiado
–un par de décadas, a lo sumo– que se le reconoce al español un estatus
policéntrico. En otras palabras, ya no es defendible la posición que hace del
habla de Madrid (o de cualquier otra ciudad de la península) un modelo único y
“puro” para más de 560 millones de hispanohablantes. El policentrismo enseña
que no existe un solo paradigma de la lengua española, y que las variedades
utilizadas en Lima, Medellín, La Paz o Buenos Aires son igual de prestigiosas
que las de Toledo o Salamanca.
Los departamentos de español y romanística de diversas universidades
europeas y estadounidenses han comenzado ya a trabajar con la lengua sobre la
base de este concepto que, lejos de resultar disruptivo o incómodo, parece
haberse consensuado dentro de los estudios lingüísticos para poner en su lugar
las cosas. La posición clásica del monocentrismo, prevalente no solo durante la
época colonial sino al menos hasta mediados del siglo XX, conserva sin embargo
muchos adeptos en el espacio simbólico de la enseñanza de español para
extranjeros –ámbito en el cual, además de una disputa entre políticas
lingüísticas de signo opuesto, está en juego un jugosísimo negocio–. Es que los
profesores de español, cuando son españoles, normalmente combaten la tesis
policéntrica, ya porque acuerdan con las posiciones político-económicas del
Instituto Cervantes, ya por orgullosa convicción patriótica.
Nuestra expresión (EUDEBA),
del filólogo José Luis Moure, actual presidente de la Academia Argentina de
Letras, se inscribe en una larga tradición de escritos en torno al español de
la Argentina, iniciada casi a comienzos del siglo XIX –pocos años después de la
Revolución de Mayo– y, más puntualmente, se suma a dos antologías recientes
que, como esta, ofrecen testimonios acerca de las distintas posiciones
sostenidas a través del tiempo en los debates político-lingüísticos referidos a
la existencia o no de una lengua nacional. Tales antecedentes son Voces y ecos (2012), de Mara Glozman y
Daniela Lauría, y La querella de la
lengua en la Argentina (2013), de Fernando Alfón.
La discusión acerca de un español americano y, más adelante, de un español
argentino tuvo como protagonistas, en primera instancia, a los intelectuales
nucleados en el Salón Literario, entre otros, Marcos Sastre, Esteban Echeverría
y Juan Bautista Alberdi, quien en la sesión inaugural del 18 de junio de 1837
reclamaba ya una lengua nacional capaz de reflejar la nueva realidad de la
América libre. La defensa de la identidad lingüística por parte de este grupo
propició dos acontecimientos destacables. Por un lado, en octubre de 1843,
Domingo Faustino Sarmiento propuso en la Facultad de Filosofía y Humanidades de
Santiago de Chile un audaz proyecto de reforma ortográfica. Por otro, en enero
de 1876, el poeta Juan María Gutiérrez devolvió el diploma de académico
correspondiente que le había enviado la Real Academia Española. Todos ellos,
pues, fueron tempranos promotores del autoctonismo idiomático, basados en el
principio de que uno de los atributos esenciales de una nación libre es la
posesión de una lengua propia.
Este es, precisamente, el precepto que movió al francés Lucien Abeille a
publicar en París, en coincidencia con el fin del siglo, su Idioma nacional de
los argentinos en 1900. Con un convencimiento que roza el fanatismo, se propuso
demostrar –infructuosamente– que el español de la Argentina comenzaba a
diferenciarse del peninsular a partir de la incorporación de préstamos
lingüísticos que provenían tanto del guaraní, el araucano y el quichua como del
italiano, el francés y, en menor medida, el inglés y el alemán. Las voces
críticas contra este autonomismo idiomático separatista son también
nacionalistas, mayormente elitistas e hispanófilos, defensores de una
argentinidad que presumían en peligro ante la inmigración italiana y las hablas
populares como el lenguaje gauchesco y el lunfardo. Algunas de esas voces (las
de Ernesto Quesada y Miguel Cané) se alzaron contra el francés, aun cuando la
verdadera impugnación de su programa filológico estaría dada por alguien que estrictamente
no participó de los debates: el rosarino Rudolf Grossmann, que desde un planteo
similar al de Abeille llegó a conclusiones opuestas en El patrimonio
lingüístico del Río de la Plata, editado en Alemania en 1926 y traducido al
español recién en 2008.
La primera mitad del siglo XX estuvo plagada de gramáticos y filólogos
empeñados en mostrar lo mal que se hablaba y se escribía en la Argentina.
Curiosamente las respuestas más consistentes a Ricardo Monner Sans y a Américo
Castro fueron dadas por escritores –y no por lingüistas–: Roberto Arlt y Jorge
Luis Borges, respectivamente.
Con un título en el que resuena el de un libro publicado en 1926 por el
dominicano Pedro Henríquez Ureña (Seis ensayos en busca de nuestra expresión),
la obra de Moure nació con el objeto de ofrecer una guía histórica a docentes y
estudiantes de español en la que aparecieran transcriptos –con el fin de ayudar
al armado de clases– distintos pasajes de textos de los siglos XIX y XX que dan
cuenta de los distintos y sucesivos posicionamientos respecto de nuestra
identidad lingüística. Este corpus reunido por el autor incluye cartas,
discursos, clases públicas, artículos periodísticos y fragmentos de obras
mayores tanto de los defensores de una lengua autonómica como de las voces de
políticos, escritores, intelectuales y lingüistas que se opusieron a dichos
ideales. Vale decir que no pocos de estos textos son de difícil acceso. El
material se completa con la inclusión de las respuestas a sendas encuestas
realizadas por el diario Crítica (1927) y por la revista El Hogar (1952).
En una edición sólida, que incluye dos trabajos de panorama de Guillermo
Guitarte y el propio Moure, Nuestra expresión ofrece un plus atinente a su
propósito inicial de constituirse en material de apoyo para la enseñanza
terciaria o universitaria: cada uno de los textos del corpus va acompañado por
una guía de lectura con el fin de orientar al lector.
Es de lamentar que el lunfardo, que como léxico argótico hace décadas ha
superado los límites de la región rioplatense para ser a estas alturas un argot
nacional, apenas cuente en el libro con la voz de Last Reason (cuya
argumentación en defensa de este vocabulario carece de todo rigor lingüístico)
y muy poco más. Sin ser lo principal, es innegable que nuestras variedades de
español ya casi no prescinden de él.
Actualmente seguimos muy lejos de hallar un estándar que pueda definirse
indubitablemente como “español de la Argentina”. Si bien es cierto que la
ciudad de Buenos Aires y la región metropolitana parecen seguir imponiendo al
resto del país nuevos giros, modismos y voces, muchas características
fonéticas, morfológicas y sintácticas propias de cada región felizmente
sobreviven. Hay sí, y parece imposible impedirlo, una creciente unificación del
léxico, debida fundamentalmente a la interacción de los medios y de las redes
sociales. No obstante ello, es reconocible un español de Salta, uno de Mendoza,
uno de Córdoba y otro de Posadas, entre otros. Ello no es grave per se: en
Alemania el alemán se dice de muchas maneras. En suma, el español de la
Argentina también es policéntrico.
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