En su columna del diario Perfil, del 13 de octubre pasado, Rafael Spregelburd reflexiona brevemente sobre los dialectos y usa a Génova y a la fainá como excusa. O al revés.
Como en casa
Uno de los factores que contribuyen a que Italia sea infinita
radica en la riqueza de sus dialectos. Siempre ocurren dos cosas simultáneas:
la lengua oficial y la otra, la de la trampa, la travesura. Sabemos cómo se
dice pero elegimos decirlo de otro modo. Las instituciones utilizan una sola
lengua para todos, pero la vida por afuera se expresa en otros sonidos y está
hecha de otra cosa.
El
genovés está curado en la sal del destino de los puertos. Como nos pasa a los
porteños de todo el mundo. No sólo es evidente la influencia de la vecina
Francia o de la otrora poderosísima España, esa a la que llegó Colombo a pedir
ayuda en su empresita, sino que aquí llegaban además el árabe de Túnez o el
inglés de los comerciantes y piratas: hay un dialecto técnico marítimo que usa
mezcla de inglés con genovés. Del puerto, en plena Via Aurelia, se abrían las
rutas montañosas para ingresar a la Europa del norte todos los productos. Pero
la arquitectura debió lidiar por siglos con la estrecha franja de planicie que
quiso ofrecerle la Liguria. Aun más que en Venecia, donde el plan fue
directamente descabellado, aquí el diseño urbano es demoníaco. Pero en eso
radica el encanto poco difundido de Génova, la ciudad desfachatada sobre el mar
en la que el mar no se ve, la villa hecha de escaleras, de calles a alturas
impensadas, de autopistas caraqueñas, la urbe construida bajo tierra. No es
inusual descubrir que bajo las calles, bajo alcantarillas enrejadas, se ve una
ciudad sumergida, una Atlántida inundable de columnas altísimas, desagües como
camas marineras, o teatros que se escarbaron tierra adentro en lo más duro de
la roca porque sí.
Sólo
aquí, aquí y en Buenos Aires, se puede comer la farinata, delicia pobre hecha de harina de garbanzos que en
dialecto genovés se dice fainá y que
no se consigue por Italia. Sólo aquí, como en Buenos Aires, los pescadores
venden su pesca sin comerla. Los demás italianos sostienen que es porque el
genovés es agarrado y prefiere vender el pescado (que es más caro) y cocinar
con los productos de la tierra, más baratos. Yo –en cambio–, que filmé una vez
una película entre pescadores marplatenses, sé que la pesca es una cosa
horrible y maloliente que quita toda gana de comer. En el barco en el que yo
filmaba había parrilla para el asado en altamar y el pescado se almacenaba en
hielo en la bodega, allí donde no hubiera que olerlo para nada.
Me enamoré de Génova desde el avión. Y no nos une el fainá, sino el espanto.
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