Sobre la mesa están esos objetos que
viajan con él: el peluche algo maltrecho por los viajes y los años, y el
diccionario que recuerda la década de 1980, cuando fue a España a realizar un
curso de verano y se reencontró con el idioma que había estudiado de chico.
Roger Chartier es un referente de la historia de la lectura y de la
investigación en edición, y vino al país invitado por el Instituto Francés.
Algunas de sus muchas obras son La historia o la lectura del tiempo y Libros,
lecturas y lectores en la Edad Moderna. La Universidad Nacional de Rosario
le otorgó hace unos días el título de doctor honoris causa. Es
director de estudios de la École des Hautes Études en Sciences Sociales (Ehess)
y da clases en varias universidades de prestigio, como las de Montreal, Yale,
Berkeley y Harvard.
Descansa sus manos sobre los apuntes de la charla que
preparó para dar en la Alianza Francesa y sobre un libro bien cuidado que lo
acompaña para la ocasión: Vidas imaginarias, de Marcel Schwob.
Cuenta que le sirve para pensar en la literatura y la historia en relación con
el pasado.
–¿Cómo
lee? ¿Marca los libros?
–Tengo un respeto excesivo por la composición
tipográfica. Los puedo subrayar o indicar, pero no los escribo. Hoy, cuando
estamos frente al mundo digital, las prácticas de escribir y leer se
entrecruzan. En inglés ya está la palabra reater (to read y to
write). Yo prefiero escribir sobre papeles o al final hago un índice
personal, con páginas que me parecen sintomáticas; algo que se hacía desde el
siglo XVI. En cierta tradición, el libro era un objeto que tenía su identidad,
que se debía respetar, encuadernar, cuidar. Eso va en contra de otra práctica
del siglo XVI, que consistía en una técnica de lectura que se apoderaba del
texto: se hacía una mención en el margen del tema, de la frase o del párrafo y
luego eso se pasaba a un cuaderno personal para hacer un nuevo uso del texto.
Se llamaba "la técnica de los lugares comunes". Hoy eso es algo que
se debe evitar, pero en el Renacimiento los lugares comunes se debían identificar
porque eran una verdad universal.
–Una de las charlas que dio en la Argentina
gira en torno a los modos en los que se construye hoy la historia y cómo se
ubica ahí la literatura. ¿Qué pasa con ese cruce en la actualidad?
–Los historiadores han descubierto, tal vez con
tristeza, que no tienen el monopolio sobre la presencia del pasado en el
presente; que hay otras formas que son más poderosas que los libros de los
historiadores en general. Por un lado, la memoria, la de los individuos, o la
memoria institucionalizada de monumentos y lugares y, por el otro lado, la
literatura, el cine y la televisión, que dan una presencia del pasado desde la
ficción y tienen una fuerza particular. La pregunta para los historiadores es
qué papel deben tener en relación con esas otras formas de presencia del pasado
que no corresponden necesariamente a los criterios de la investigación
científica.
–¿Es una cuestión de legitimidad?
–Los historiadores afirman que la producción en torno
del pasado, verídica y controlada, debería ser dominante porque da una
presencia de realidad. Hemos visto que muchas veces a través de la historia de
la literatura de ficción, las novelas reivindican una relación con el pasado
más comprometida y enérgica que los textos inertes de los historiadores. Puede
ser una forma de competencia, como ocurre con la memoria, que muchas veces
reivindica una relación con el pasado más comprometida, más vinculada con
historias colectivas, que el texto histórico. Es una configuración que puede
abrir una reflexión sobre el lugar particular de cada una de estas formas de
presencia del pasado. En los países de América Latina hay situaciones que
adquieren una fuerza muy particular.
–¿Cuáles serían?
–Cito a Alejandro Katz: "Una sociedad fuera de la
historia es también una sociedad que está fuera de la política, que ha perdido
la política como el recurso fundamental para la resolución de los
conflictos". Los años setenta y ochenta han dejado una huella que no puede
desaparecer. Inclusive si algunas veces existe la intención de intentarlo. Me
parece que aquí está el núcleo. Hay una voluntad ideológica de reescribir una
historia que se fundamenta sobre datos que aseguran un saber más adecuado del
pasado tal como fue. Es una tensión que existe de manera fuerte, por ejemplo,
en las columnas de muchos periodistas que intentan reconstruir una historia de
esos años en la cual no se hace hincapié en la dictadura como tal sino en la
condición histórica, explicando esta situación. La mayoría de los historiadores
afirman, en contra de muchos periodistas, que hay una especificidad
irreductible de la tiranía y la crueldad de la dictadura. Por un lado, hay una
condena moral de lo que pasó; por otro, la tentación de reescribir esa historia
para hacer menos violenta a la dictadura, tratando de entenderla como respuesta
a los movimientos revolucionarios. Es una ilustración perfecta de esa disputa
de ese pasado todavía presente y de cómo debemos considerarlo.
–¿Ocurre algo comparable en Francia?
–Sí. En Francia el equivalente sería la manera de
incorporar a la historia nacional el período de Vichy, el período de
colaboración. Allí se llegó al punto extremo de la negación del Holocausto. La
manera de reincorporar esta historia depende de la configuración política de
cada país luego de la caída de la dictadura.
–Si en el mundo digital el libro pierde cierta
rigidez, ¿el modo de pensar la historia puede adquirir rasgos similares?
–Eso se puede responder pensando en las dos
identidades del libro, como objeto material y como discurso. Como objeto
material, la apuesta es que con la digitalización de los textos hay una
tentación de olvidar los libros que han llegado a emitir estos textos en el
pasado. Una ambivalencia. El texto digital es un extraordinario recurso, por un
lado, para leer textos que no se podría encontrar de otra forma, pero esa
moneda tiene su revés: se lee en un dispositivo que no tiene nada que ver con
las formas en las cuales los lectores del pasado han leído estos textos y los
pensadores han escrito. Si la tentación de la digitalización lleva a la
destrucción de los objetos impresos, se produce una pérdida del pasado en el
presente. Hay bibliotecas que, porque tenían el microfilm como sustituto, han
pensado que podían dejar lo material. La biblioteca es el lugar en el que se
puede mantener el vínculo con el pasado, con la obra en su forma material, con
las lecturas a través del tiempo.
¿Cómo puede pensarse eso en términos políticos?
Pensar la protección de estas huellas del pasado en el
presente supone decisiones políticas. Políticas de bibliotecas públicas, que
pueden ser las defensoras de los libros de hoy; políticas para defender la
edición. Y esto se vincula con la segunda definición del libro, la de los
discursos: la obra que llamamos libro. Para mí hay una tensión esencial, porque
la lectura frente a la pantalla es fragmentada, segmentada, hipertextual y la
concepción de los textos va a adquirir una identidad segmentada. El fragmento
se autonomiza y la relación con el objeto desaparece. Ahí hay una segunda forma
de ruptura con el pasado, que pensaba una obra como totalidad. Nadie estaba
obligado a leer todas las páginas, pero la forma impresa del libro o el diario
implican una percepción de una totalidad. Cuando estamos frente a la realidad
digital, el fragmento no se refiere a ella. Sin la necesidad o el deseo de
entrar en la totalidad, el concepto de libro obra podría perderse. Es una
posibilidad magnífica para inventar una nueva forma de cultura escrita, pero la
pérdida con la relación del pasado aparece cuando eso se aplica a una novela
del siglo XVII o un diario del día de hoy. La biblioteca, la librería mantienen
la presencia de esos objetos. Hay dos maneras de leer. Ambas tienen su
necesidad, pero son muy diferentes. La clásica está vinculada al concepto de
espacio y el lector viaja. La lógica del mundo digital pasa por la temática:
una palabra, un tema. Se entra directamente en la unidad textual de la que se
quiere apoderar. No es tanto un viaje o, si lo es, es un viaje hipertextual.
–¿Cómo se va resolviendo esa tensión?
–Cada técnica tiene sentido a través de sus usos, ya
lo mostró Benjamin. No hay un inexorable determinismo. Por un lado, hay
discursos que intentan convencer de que se debe preservar una relación con el
pasado como entendimiento de nuestras propias herencias y a la vez se debe
pensar el provecho de que por primera vez conviven tres formas de escritura:
manuscrita, tipográfica y digital. Frente a esto, existen prácticas inmediatas
que se hacen sin pensar, que hacemos todos en cada momento del día. Ahí la
tendencia fundamental es la digitalización de las relaciones sociales. Se ha
transformado nuestra relación con las administraciones, con el mercado, entre
los individuos: las redes sociales implican usos inmediatos y la redefinición
de las categorías más tradicionales de amistad, identidad, privacidad. Yo no
creo que se deba menospreciar eso. Esto no pasó con la invención de la
imprenta. El mundo entero puede volverse digital. Me parece una pregunta para
la cual nadie tiene una respuesta.
–¿Dónde se empieza a buscar esa respuesta?
–Tal vez entre las generaciones que entraron al mundo
digital a partir de una experiencia previa en el mundo impreso y manuscrito,
que pueden tener conciencia de que son universos diferentes, o en la famosa
generación de los nativos digitales que ya han entrado en el mundo de la
cultura escrita a partir de la experiencia inmediata de lo digital, y que están
menos atravesados por una definición desde la diferencia.
–¿Cuáles fueron las profecías no cumplidas del
mundo digital?
–Que paradójicamente no se han movilizado los recursos
digitales con la fuerza que podrían tener. Si se piensa en obras, el mundo
digital puede proponer posibilidades de invención absolutamente fuertes,
multimedia, que podrían explotar en nuevas formas de ficción. Esto hasta ahora
es experimental.
–¿Por qué cree que no termina de explotar ese
universo de posibilidades narrativas?
–El mundo digital permite textos abiertos, móviles,
maleables y que reconocen la participación del lector en el proceso creativo
hasta la desaparición de la identidad autoral, pero el mundo electrónico se
piensa a través del mundo impreso. Hay una diferencia morfológica pero hay una
voluntad de imponer los mismos criterios: nombre de autor, propiedad literaria,
que inmoviliza textos móviles, que le impide al lector entrar en la obra
porque, sino, ¿cómo se justificaría la propiedad del autor? Se utiliza al libro
electrónico dentro de las categorías heredadas y se menosprecia su capacidad de
inventiva.
–En algún momento habló de los lectores
virtuosos. ¿Quiénes serían?
–Cuando a la gente le preguntan sobre su vida como
lector hay dos relatos. Uno es el de los virtuosos, la gente que nació en un
mundo donde los libros eran omnipresentes y no recuerdan cuándo empezaron a
leer porque leyeron desde siempre. En ese relato se acumulan los libros citados
y la escuela no desempeña un papel particular. Es más, las lecturas escolares
les parecen impuestas, aburridas y desde ahí se construye la descripción de las
lecturas robadas, excitantes, prohibidas.
–¿Cuál sería el otro modelo de lector?
–No me gusta hablar de mí, pero yo sería más este
segundo modelo: gente que nace en un mundo donde hay pocos libros, donde hay
textos impresos que no son libros: diarios y revistas. La narrativa se
transforma completamente porque el acceso al libro es una conquista y la
escuela desempeña un papel esencial porque es el lugar donde hay libros,
menciones de obras, y desde ese momento las experiencias de lectura más
intensas no son contra o antes de las lecturas escolares sino que derivan de la
escuela. En este caso, los libros deseados de una manera u otra se vinculan con
la escuela. Estos lectores han conquistado la relación con la biblioteca, con
los libros, con lo escrito a partir de una experiencia anterior en la cual los
libros no eran objetos comunes. Esas dos narrativas remiten a condiciones
sociales diferentes que son traducibles en una sociedad de la lectura.
Podríamos hablar de herederos y conquistadores.
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