El 28 de febrero de 2016, el escritor
José María Brindisi publicó en La Nación, de Buenos Aires, una
entrevista que realizó con Sylvia Molloy
a propósito de Vivir entre lenguas,
un magnífico y muy singular libro que por esas fechas publicaba la editorial
Eterna Cadencia. A un día de realizarse el último encuentro del año, que tiene
a ese autora y a ese libro como exclusivos protagonistas, parece entonces
oportuno volver a leer el diálogo que en la oportunidad mantuvieron ambos
escritores.
“Crítica y narración son para mí proyectos
paralelos en constante diálogo”
Debe ser extraño eso de no estar y,
al mismo tiempo, “estar cada vez más”. Porque a pesar de que hace más de cuatro
décadas que vive fuera de la Argentina, en los últimos años –sobre todo– el
nombre de Sylvia Molloy pasó de ser un secreto a voces para convertirse,
lentamente, en una autora insoslayable. Mucho han tenido que ver las
reediciones de los últimos tiempos, que posibilitaron no sólo leerla –En
breve cárcel, su primera novela, apenas había circulado aquí en fotocopias
de la versión española de Seix Barral, de 1981, hasta que la editó Simurg en
1998– sino que aportaron, además, nuevas miradas, una relectura de parte de su
obra a partir de un contexto absolutamente diferente. En breve
cárcel se convirtió en una suerte de paradigma, una novela que –acaso
por primera vez en el país– narraba sin tapujos y a la vez con extrema sutileza
un amor lésbico. “Una historia de encuentros y desencuentros”, como la misma
Molloy sintetizó en más de una ocasión, con la particularidad –para la
literatura– de que ese amor era entre mujeres. Pero con todo lo que tiene de
político ese gesto, leerla desde una nueva perspectiva permite redescubrir, o
terminar de descubrir, una escritura. En ese sentido, el reciente rescate de
Ricardo Piglia para su Serie del Recienvenido de esa novela –la colección que
dirige en Fondo de Cultura Económica–, cuyo objetivo es volver visibles libros
que no tuvieron la difusión que merecían, resultó fundamental por su valor
simbólico y por sus implicancias literarias.
Pero en ese estar y no estar de Molloy, que además de
producir una obra crítica y ensayística notable ha trabajado durante mucho
tiempo en algunas de las más prestigiosas universidades norteamericanas –Yale,
Princeton, NYU–, hay un factor que se torna particularmente activo: su condición
de trilingüe. Es decir, en ese ir y venir con total naturalidad entre el inglés
–en el que le hablaba su padre–, el francés que estudió más tarde y el
castellano natal se da un estado de alteración. “El bilingüe nunca se desaltera”,
escribe Molloy en su flamante Vivir entre lenguas (Eterna
Cadencia) –que presentará en Buenos Aires el viernes 11 de marzo– en el sentido
de alguien que no tiene un control completo de sus reacciones, alguien que está
momentáneamente en un sitio –una lengua– pero renunciando a otros. Entonces ese
vaivén constante, ese escribir “desde una ausencia”, eligiendo un idioma y “afantasmando”
los otros –que nunca desaparecen–, es desde siempre para Molloy un entrevero
cotidiano, un modo de situarse en una suerte de vacío o no lugar. Una pelea que
se da en su relación con el lenguaje, pero que desde luego va mucho más allá.
–En uno de los
pasajes más significativos del libro, usted habla de haber estado en algún
momento de su vida “suspendida entre lenguas”, sin poder escribir. ¿Qué significaba
exactamente esa crisis, y cómo encontró el antídoto para escapar de ella?
–Creo que no
se puede escapar de la crisis sino, de alguna manera, asumirla. Es decir,
aceptar que tanto la vida como la escritura son un ir y venir entre lenguas, y
que si bien ese vaivén depara complicaciones también es fuente de creación. En
el caso preciso que menciona, la única manera de escapar fue convencerme de que
no tenía que elegir, que podía comenzar a escribir en cualquiera de mis lenguas
porque si no me salía bien siempre me quedaba el recurso de traducirme a otra.
–El título original era Vivir en dos lenguas. El cambio parece revelador en
cuanto a esa suspensión de la que hablaba.
–Preferí Vivir entre lenguas porque me parece
crucial señalar el intersticio, el lugar intermedio donde se mezclan y
contaminan saludablemente las lenguas, que en mi caso no son dos sino tres.
–Le llevó bastante tiempo concretar este
libro. ¿A qué se debió? ¿Hubo alguna resistencia, precisamente, algo así como
la sensación de estar perdida entre lenguas, países y la experiencia de toda
una vida?
–Resistencia, no, tampoco sensación de pérdida, sino una suerte de
desconcierto fecundo. Hace mucho que pienso entre lenguas, es lo que le toca al
sujeto que maneja más de un idioma como propio. Somos muchos los que vivimos en
vaivén lingüístico, especialmente en estos tiempos de desplazamientos, exilios,
asentamientos provisorios, derivas de todo tipo. Yo me fui de la Argentina hace
más de cuarenta años. No estaba perdida entre lenguas pero sí algo insegura.
Había escrito critica en español y francés, y alguno que otro cuento en inglés
y en español. ¿En qué idioma iba a escribir una novela?
–Al comienzo, usted menciona el hecho de haber aprendido el idioma francés
como un acto de “recuperación” (la lengua en la que hablaba su abuela materna,
y que su madre no había aprendido). Pero el inglés, que empezó a hablar apenas
murió su abuela paterna, ¿no funcionó de un modo similar?
–No del todo. Aprender francés fue una iniciativa mía (avalada, debo
decir, por mi madre, para quien el francés era lengua postergada y por lo tanto
objeto de deseo), mientras que el inglés se dio naturalmente, si cabe el
término, porque era la lengua activa de mi padre. No tuve que decidir que
quería aprenderlo, el inglés que oía en boca de mi padre decidió por mí.
–La particular mixtura que hace entre
narración y reflexión la emparienta con autores como Sebald, Cozarinsky, Magris
o Piglia. ¿Qué le interesa particularmente de ese mestizaje? ¿Es el contexto en
el que puede escribir con mayor libertad?
–Para mí la narración y la crítica son dos proyectos paralelos que están
en constante diálogo. Casi siempre manejo dos proyectos a la vez, dejando que
se enriquezcan mutuamente, que se contaminen. Cuando escribía En breve
cárcel estaba pensando en las diversas formas y objetivos de la
escritura confesional y de ahí salió no sólo la novela sino también el impulso
para mi libro sobre la autobiografía. Lo mismo con El común olvido,
escrito a la par que reflexionaba críticamente sobre narrativas de regreso para
un libro que aún no he terminado. Del mismo modo, El común olvido me
ha servido para incentivar la reflexión sobre el vivir entre lenguas.
–La palabra y la idea de “switchear”, refiriéndose
al zigzagueo entre diversas lenguas, es un concepto central en todo el libro.
¿Ese “switcheo” produce, a veces, cruces inesperados, incluso extraños? Pienso
en la referencia a Jorge Porcel, por ejemplo.
–Todo depende del efecto que se quiera obtener. Interrumpir el flujo de
una lengua para dejar caer una o varias palabras en otra puede ser una
afectación cultural, una manera de lucirse, como es bien sabido. Pero puede ser
también una necesidad. Cuando el que vive entre lenguas “switchea”, lo hace
porque la palabra en la otra lengua surge primero y se impone, o porque no
encuentra la palabra en la lengua que está hablando, o porque la palabra en la
otra lengua “lo dice mejor”. Pero una cosa es zigzaguear entre lenguas, y otra
cosa es navegar entre referencias culturales. Cuando la narradora de Vivir
entre lenguas habla de Porcel no es, desde luego, para impresionar al
lector con la referencia cultural ni, en este caso, para impresionar a las
gallinas a quienes les canta “A la cama con Porcel” cuando las hace entrar al
galpón. Es una suerte de travesura, una especie de nonsense a
la que se entrega cuando nadie la oye.
–El suyo es un caso muy diferente, pero ¿qué
piensa de los escritores –como sucede hoy con frecuencia en América Latina– que
se instalan en Estados Unidos detrás de una mayor circulación o, sobre todo,
legitimación?
–No creo que las cosas se den en ese orden; es decir, no creo que los
escritores latinoamericanos vayan a Estados Unidos con el propósito principal
de encontrar mayor circulación y legitimación. La mayoría de los escritores
latinoamericanos que conozco han llegado a Estados Unidos por necesidad: una
beca de estudios, un empleo, un puesto en una universidad. Son exiliados, no
siempre por razones políticas, cuya motivación principal es escribir y no
necesariamente encontrar mayor circulación o legitimación. Porque ¿quién se las
daría? Como es bien sabido el mercado editorial norteamericano está cada vez
más restringido para el escritor extranjero a quien, salvo excepciones, tiende
a ignorar. No se lo traduce, no se lo publica. Las grandes editoriales se dan
el lujo de promover uno o dos escritores extranjeros como máximo para lucirse –pongamos
por caso César Aira y Roberto Bolaño en New Directions o Bolaño, póstumamente,
en Farrar, Straus & Giroux–, pero eso de la mayor circulación es, más bien,
un mito.
–Usted menciona a W. H. Hudson, quien luego de
treinta años se fue a Inglaterra a convertirse en un “escritor inglés”. Hay
algo muy doblemente argentino en la relación que tenemos con él: o nos lo
apropiamos –olvidando que escribía en inglés–, o lo vemos como una suerte de
traidor?
–Creo que más bien nos lo apropiamos, ¿no? En efecto elegimos olvidar que
lo leemos en traducción, olvidar que eligió ser un escritor inglés, olvidar que
el título completo de la primera edición de La tierra purpúrea era The
Purple Land that England Lost, título que luego acortó, sabiamente
despojándolo de sus connotaciones imperiales que, para un lector argentino,
traicionaría la admiración que le inspira el autor.
–Vivir entre
lenguas es uno de los libros en que su yo ha quedado más expuesto. ¿Ha
logrado, aun así, establecer esa distancia que muchas veces le ha resultado
indispensable para poder escribir?
–Me gusta la idea de exponerme a través de la lengua, a través de los
cambios de lengua. Hay algo un poco louche (ya ve, no puedo
con mi tendencia a mezclar) en la idea de descubrirse, en los dos sentidos del
término, a través de esos cambios.
–En más de una ocasión ha planteado la
práctica de la escritura como traslado, como “traducción”. ¿Cómo actúa esa
doble traslación, en su caso, cuando escribe en inglés? ¿El castellano sigue
siendo ese idioma “desde” el que es trilingüe?
–Totalmente. Si bien el ir y venir entre lenguas complica la escritura,
también la estimula. Cuando me cuesta empezar un texto que he elegido escribir
en español, lo hago en inglés (o, rara vez, en francés), la lengua relegada,
para luego traducirme.
–En algún pasaje se refiere al “desamparo
lingüístico” de su madre. ¿En verdad le otorga ese peso o se refiere a la
lengua materna que a ella se le había negado?
–Me refiero a la lengua materna que le fue negada, el francés que sus
padres hablaban con los hijos mayores pero que dejaron de hablar con los
menores y que ella extrañaba. Sólo quedaban resabios de ese francés en el habla
de mi madre, términos de costura, nombres de platos de comida, de algún mueble,
mínimos pedacitos de la lengua materna afantasmada.
–Como mínimo, usted regresa a la Argentina una
vez al año. ¿Logra sentirse en casa, es decir, convertirse en esa otra que no
desea que la “agarren desprevenida”?
–Logro sentirme en casa justamente porque me fui de casa, y los retornos
son maneras de convencerse –o de casi convencerse– de que uno nunca se fue.
Pero el que vuelve siempre, de algún modo, muestra la hilacha: se sorprende de
algún cambio que cree reciente cuando ese cambio ocurrió hace tiempo, o usa una
palabra de otra época, o sigue pensando que la avenida Santa Fe es calle de
mano única.
–El libro cierra con una pregunta, sencilla
pero de múltiples significaciones: “¿En qué idioma soy?” ¿Ha podido responderla?
¿Hay una respuesta posible?
–No, no hay respuesta posible. Lo más que puedo decir es que no “soy” en
este idioma o aquel, sino en el cruce mismo de mis idiomas, sitio imperceptible
y precario donde una lengua desemboca en la otra y luego vuelve “en sí”
contaminada por el desliz. No recuerdo qué escritor francés de origen ruso
decía de sí mismo y de otros bilingües que eran todos “infectados de la lengua”,
usando el término “infectar” como se usa en francés, al hablar de pintura: se
dice que un color “infecta” a otro queriendo decir que tiñe el otro, que lo
penetra, lo mancha. Es en ese precario cruce lingüístico donde me siento por
fin en casa: es decir, donde soy.
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