Probablemente uno
de los traductores jóvenes más activos de Argentina, Matías Battistón (Buenos Aires, 1986)
es además docente de traducción literaria en la Universidad de Belgrano, y
ha dictado seminarios de traducción en la Maestría en Traducción Literaria en
el Trinity College Dublin. Ha traducido, entre otros, a John Cage, Marcel
Proust, Oscar Wilde, James Joyce, Édouard Levé, Gustave Flaubert, Samuel
Beckett, Jean-Luc Godard y Ed Wood. Y éstas son las reflexiones que le ha
producido la grotesca lista publicada por ACEtt.
Help a ACEtt
Es difícil medir hasta qué
punto condiciona la lectura el título de un texto. De hecho, más de una vez me
pregunté si no sería mejor atribuir los títulos de algunas obras a otras
distintas, si por ejemplo Pulgarcito no se leería con más entusiasmo de
llamarse Abaddón el Exterminador, si Platero y yo no ganaría un
poco de necesario suspenso si lo rebautizáramos La bestia debe morir.
Creo que algo similar habrá pasado en la redacción de El País para que
la lista que publicaron el 30 de septiembre pasado se titule “Traducciones
canónicas”.Alguien simplemente le habrá puesto el título que menos se parecía
al contenido, a lo mejor tomado de un artículo diferente, para que uno lo lea
con la perplejidad y la intriga que generaría cualquier policial posmoderno.
En mi caso, lo primero que
pensé es que para celebrar el Día del Traductor, ACEtt (la Sección Autónoma de
Traductores de Libros de la Asociación Colegial de Escritores de España) había
facilitado a El País una lista de veinte traducciones canonizadas, es
decir, según supuse, veinte traducciones al castellano que por diversas razones
habían perdurado en el tiempo, habían ejercido una influencia y una admiración patente
en sus lectores, y merecían descubrirse o redescubrirse. La idea es buena. Recordé
el Pessoa de Paz, el Henry James de Bianco, el Joyce de Subirat. O
experimentos enormes, como el Shakespeare
multilatino tramado por Marcelo Cohen,
o más pequeños y secretos, como la Daisy
Ashford de Aira. Incluso me
imaginé que la lista podría tocar el tema de las traducciones que pasan al
canon del idioma de llegada aunque sus originales queden en la periferia, como Las
palmeras salvajes en traducción de Borges,
quizá el libro por antonomasia de Faulkner
en América latina y una obra relativamente menor para sus lectores anglófonos.
Miré la lista por encima. No
figuraba ninguna de esas traducciones, ninguno de esos traductores. Supuse
entonces que el foco estaría puesto en traducciones ejemplares pero recientes,
poco conocidas. Sentí curiosidad. Me gustó la idea de considerar canónicos a
traductores vivos y desconocidos, como si viviéramos rodeados de clásicos, como
si no pudiéramos sacar el auto sin correr el riesgo de atropellar a una
leyenda. Algo, sin embargo, me empezó a inquietar a medida que leía las
distintas entradas. Más allá de los cumplidos obligados, intercambiables y
quizá adivinatorios (“gran dominio del español”, “muy buen criterio”), de los satisfechos elogios a la docilidad y la invisibilidad
(“accesible”, “sin apenas notas”), y hasta las incursiones en el misticismo
ucrónico (“la sensación de que Jane Austen habría escrito así de saber nuestro
idioma”), poco a poco uno me iba topando con frases como esta, sobre Bilbao-New York-Bilbao:
“Que sea Premio Nacional de Narrativa incluso traducido debería
ser garantía de calidad de esta conmovedora historia”.
¿Cómo
“incluso traducido”? Dejando de lado la enternecedora hipótesis de que un libro
debe ser bueno porque ganó un premio nacional, ¿cuál es la idea? ¿“Es tan bueno
el libro quese deja leer a pesar de estar
traducido”? Toda la lista muestra la misma afición casi atlética a escribir
con los pies, a calumniar con una sonrisa perdida lo mismo que dice reivindicar.
“Una de las pocas veces en las que la novela negra ha sido traducida sin copiar
los giros importados del cine” se lee en otra parte, como quien dijera
“Sorprende encontrar una traducción tan poco tilinga”. A veces el elogio es apenas
una conjetura: “El
español de Orzeszek hace pensar que
es posible disfrutar de Kapuściński
sin perderse nada del original”. (Me imagino un primer borrador, todavía más
borgeano: “que acaso no es imposible disfrutar…”).En otras, el
tono ya es directamente perdonavidas: “la traducción de Fernando Gutiérrez [es] quizá algo literal o encorsetada en
ocasiones, pero válida”. Si los que redactaron esta lista fueran del Ministerio
de Turismo español, con toda probabilidad se les ocurrirían eslóganes como
“Visite Sevilla, ni siquiera parece España”, o “Conozca Bilbao: que la haya
premiado la Academia Sueca debería ser garantía de calidad, incluso si está
llena de vascos”.
Por
supuesto, es perfectamente válido sostener que la traducción en sí es un mal
necesario, una condena, un castigo. Dios parece opinar lo mismo en el Antiguo
Testamento, y mucha gente todavía tiene la mejor opinión de Él. Sin embargo, no
sé si es la actitudmás coherente o sagaz para un grupo que dice defender a los
traductores, en un artículo que quiere celebrar la traducción y fomentar su
lectura. Siento que si ACEtt vendiera jamón y lo publicitara en El País, encontraría la manera de citar
el Levítico.
Como
fuere, “traducciones canónicas” no podía referirse, como había pensado, a
traducciones canonizadas, canonizables, ejemplares. Después de todo, incluía
explícitamente hasta las encorsetadas, las apenas válidas, lo peor es nada. ¿Qué
podía significar, entonces? Como en la lista aparecen Nabokov, Flaubert, Dante, Homero, Woolf,
Austen, por un segundo pensé que “traducciones canónicas”quería decir
“traducciones de obras del canon”. Clásicos traducidos, digamos. Volví a leer
la lista. De nuevo, algo no cuadraba. Admito que es posible que, dentro de
varios siglos, nuestros descendientes se consuelen de su cruel mundo
postapocalíptico aprendiendo y recitando de memoria pasajes de Mi padre es mujer de la limpieza, o
tallando largas tesis de doctorado en la ladera de alguna montaña sobre Jules, “un cómic de personajes medio
chiflados y divertidos”. Pero nada parece indicar que la lista pretenda que
esos dos títulos, ni otros similares que también incluye, sean clásicos ni siquiera
en potencia.
Miré
con más atención. De las veinte obras originales listadas, solo ocho son
previas a 1950. Siete son del siglo XXI. Por lo demás, todas las traducciones
se publicaron en España y, salvo contadas excepciones,en los últimos años. De los veintiún
traductores, dieciocho presentan al menos la mayoría de los síntomas asociados
con estar vivo. Todos, salvo Ricardo
Pochtar y Celia Filipetto
(argentinos, pero que residen en España desde hace mucho), son españoles. Cuando
me di cuenta deduje, como sugerí al principio, que tal vez lo de “canónicas”, lo
haya aportado de formainconsultay petardera El
País.Porque si uno saca el título,esta listase reduceclara y humildemente a
una veintena de obras que ciertos miembros anónimos de ACEtt afirman haber
disfrutado en algún momento, al parecer a pesar de estar traducidas, y por
ellos mismos.
En cualquier caso, es apenas una suposición. Lo que me gustaría es que los autores de la lista salieran a defenderla, o por lo menos a aclarar el misterio. ¿Por qué omitieron olímpicamente toda traducción latinoamericana? ¿Qué quieren decir con “traducciones canónicas”? ¿Quién decidió incluir esas traducciones, quién (o qué) redactó esas entradas? Lo pregunto de pura curiosidad, con ganas de saber. Entretanto, es la ocasión perfecta para ir armando, menos en espíritu de recomendación comercial o de reproche que recopilatorio y enciclopédico, esa enorme obra futura y que todavía falta, un verdadero Diccionario de traducciones al castellano. El título, claro está, puede discutirse.
En cualquier caso, es apenas una suposición. Lo que me gustaría es que los autores de la lista salieran a defenderla, o por lo menos a aclarar el misterio. ¿Por qué omitieron olímpicamente toda traducción latinoamericana? ¿Qué quieren decir con “traducciones canónicas”? ¿Quién decidió incluir esas traducciones, quién (o qué) redactó esas entradas? Lo pregunto de pura curiosidad, con ganas de saber. Entretanto, es la ocasión perfecta para ir armando, menos en espíritu de recomendación comercial o de reproche que recopilatorio y enciclopédico, esa enorme obra futura y que todavía falta, un verdadero Diccionario de traducciones al castellano. El título, claro está, puede discutirse.
Excelente! Para qué agregar más.
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