Le llegó el turno a Andrés Ehrenhaus, quien nos envía desde
Barcelona una columna para el blog del Club
de Traductores Literarios de Buenos Aires. Suma una opinión a la discusión
sobre el lenguaje inclusivo.
Esperando
la e
Primero me causó
gracia. Como un chiste inesperado, que uno recibe con sorpresa y buen humor.
Después me puse serio. O me pusieron. El tema es importante y yo comparto la
preocupación y el fastidio por el sexismo en el lenguaje, soterrado o no, que
resulta especialmente álgido en el caso del genérico masculino en castellano. Decidí
saltar, por tanto, la barrera del chascarrillo e informarme acerca de la
propuesta, sus fundamentos, su aplicación. El marco general lo conozco, así
como otras iniciativas más o menos felices, más o menos consolidadas, más o
menos ingeniosas, cuyo empleo empieza a extenderse con diversa suerte. Por
ejemplo, el uso sistemático de ambos géneros en las apelaciones colectivas
(todos y todas) o la femenización de voces masculinas o neutras (presidenta,
miembra) y viceversa. En cambio, la idea de introducir una vocal casi virgen de
sexualidad como la e ahí donde la o y la a resultan tajantes me agarró, como ya
dije, desprevenido y con una sonrisita idiota en los labios. Pero salí del
chiste. Me puse a leer. Atendí las argumentaciones. Que son variadas e
interesantes. Y las empecé a discutir conmigo mismo.
En general, en todos
los casos, incluso cuando se defiende el uso tradicional del genérico con mayor
o menor conciencia culpógena, el argumento básico que esgrimen los defensores
de las diversas propuestas (y a veces también los detractores) es el de la
ingobernabilidad del habla. Los actores culturales afanosos y relativamente
conscientes podemos probar mil torceduras con la lengua y tratar de que las
formas impuestas se aproximen a nuestros deseos o fantasías, pero el uso
cotidiano, popular, incesante, imperioso y radical que hacemos los hablantes en
todas las direcciones posibles suele poner las cosas en su sitio o, cuando
menos, en un sitio, no siempre halagüeño. Con esa vara de medir en la mano,
tanto los prosélitos de la e como sus censuradores agitan el aire de los foros
de lingüismo inclusivo o como se llame, llevándonos finalmente al corral común
de la costumbre general: el Tiempo dirá. A ver cuál propuesta sucumbe, cuál
permanece, y qué intereses (económicos, de clase, etc.) subyacen a cada una.
Todo bien con el
Tiempo. Pero yo soy traductor. No puedo esperar a que pase el Tiempo para
entregar mi trabajo; en primer lugar porque no sé a cuánto tiempo equivale el
Tiempo; en segundo lugar porque el Tiempo de la traducción es el Ahora. El
traductor traduce ahora, no en el futuro. Ese ahora puede retrasarse, incluso
hasta tocar casi el ahora de la obra original, pero nunca adelantarse. Es una
regla de oro de la traducción que, entre otras cosas, hace posible que exista.
La tarea de adelantarse a su Ahora le corresponde, en todo caso, al autor. El
traductor es autor de una obra derivada, ergo posterior, de otra. Y nunca al
revés. De modo que yo, como todos los traductores, tenemos que saber a qué
ahora lingüístico y gramatical atenernos, en qué ahora de la lengua nos
embarcamos. Sobre todo porque las obras que traducimos llevan su ahora cosido
como una etiqueta indeleble, pues pertenecen a un Tiempo que ya pasó; si
nosotros las traducimos a un Tiempo que aún no existe, ¿de qué lengua nos
hacemos responsables? ¿Y a qué lectores apelamos?
De
acuerdo, como traductores podemos (¡y debemos!) tomar decisiones políticas.
Podemos elegir nuestro ahora y decidir que, al menos en nuestras traducciones,
nos ceñiremos a una de las tantas propuestas de desexualización genérica
circulantes, se hayan consolidado o no (o sea, no). Podemos hacerlo, por qué
no, siempre y cuando entendamos el alcance –literario en este caso– de nuestra
decisión política, y entendamos también que estamos optando por una vía aún no
consolidada ni en la lengua (gramáticas al uso, autoridades) ni en el habla
(hoy en día nadie hace un uso cotidiano consuetudinario y rigurosamente
estricto de las variantes, excepción hecha de algunos círculos que militan una
puesta en práctica más bien endógena de, por ejemplo, el genérico femenino
universal o la duplicación inclusiva). Es decir, podemos decantarnos por un
ahora utópico que, en el mejor de los casos, trasladará todas sus dudas,
incoherencias y soluciones intempestivas a un texto que a priori ni las tenía
ni las prefigura benjaminianamente. Nuestra traducción será, en consecuencia,
una obra derivada de otra que no existe del todo salvo en esa utopía
lingüística que esperamos que el Tiempo confirme. Nuestra traducción sonará más
o menos así:
«Te refugias en le prójime, al tratar de escapar de ti
misme y pretender declarar este como une cualidad; sin embargo a mi no me
engaña tu desprendimiento. Le 'tú' es le precursore de le 'yo'; le 'tu' está
santificade, sin embargo no aún le 'yo'. De estemodelepersone va solícitamente
hacia le prójime».
Es un fragmento del Zaratustra de Nietzsche tomado al azar,
sin el menor ánimo de broma. Una obra escrita entre 1883 y 1885. Para no
ponernos pesados ni ensañarnos con lo obvio, digamos que la propuesta de e-traducción no sólo no borra las marcas
genéricas sino que las potencia mediante un elemento –la parodia– que el texto
no contiene. En cierto modo, es como si Nietzsche se riera de lo que, 100 años
después, Perecpodría hacerle a su texto. Y es justamente ese eco de cavernosas
y fantasmagóricas carcajadas lo que desbarata nuestra concienzuda e-traducción.
Sin mencionar ese otro eco aún más corrosivo, por inmediato y populachero, de
las chirigotas en e, o en o, o en i…
De modo que, después
de darle la vuelta, volví a la gracia. Por serio que me ponga, la variante de
la e me sigue pareciendo un chiste, culterano o vulgar, da igual. Para quien
vive en Catalunya, además, suena a como se habla en Lleida o el Levante. Y para
el oído universal, una especie de esperanto perezoso. En lo que a mí respecta,
la e-traducción está más que descartada.
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