La
columna de Damián Tabarovsky en el
diario Perfil del fin de semana
pasado trata sobre la edición y su historia.
En torno a la
edición
¿Qué
historia de la edición estaría faltando y por qué? La edición es, como pocas,
una institución sobredeterminada, para decirlo con las viejas palabras del
marxismo estructuralista a lo Althusser, es decir, una institución condicionada
simultáneamente por varios factores. Una institución de cruce: primero,
pertenece a la industria cultural, con todo lo que se juega en ese oxímoron, en
esa tensión entre industria y cultura: de un lado la economía, la producción en
serie, la distribución, el stock, la
tecnología… del otro lado, la singularidad de cada libro, de cada autor, la
dimensión artesanal de la edición. Pero también y sobre todo la edición es una
institución de cruces, porque ella, como un prisma, permite ver el estado de la
cultura y de la literatura en un momento dado.
Es
decir, permite preguntarnos acerca de qué libros se publicaron en que época y
en qué contexto, y también qué libros no se publicaron en esa época y en ese
contexto. Y también qué circulación tuvieron esos libros, qué debate generaron,
qué tomas de posiciones existieron detrás de esos libros. Las editoriales,
entonces, pueden ser pensadas como la caja de resonancia de esos debates. O a
veces como las impulsoras de esos debates, e incluso, en casos extremos, pero
no por eso menos ciertos ni menos interesantes –al contrario, tal vez sean los
más interesantes– las editoriales pueden ser pensadas como la vanguardia de
esos debates. Tal vez podríamos decir que así como hubo (¿o hay?) autores de
vanguardia, hubo (¿o hay?) editoriales de vanguardia.
Por
supuesto no bien escribo “editoriales de vanguardia” pienso en el aspecto
cultural, tal como lo mencionaba más arriba, y menos en la dimensión
“industria”. ¿Cómo se concilia la perspectiva de un catálogo de vanguardia con
la dimensión industrial, hecha de costos, pagos, salarios, beneficios (¡O
pérdidas!), etc., etc.? Bueno, muchas veces no se concilian, y esas editoriales
han durado muy poco, pero a la vez han sido cruciales. La historia de la
edición es también la de esas editoriales que duraron poco, pero que marcaron
su época, que dejaron una huella cultural mucho tiempo después de su
desaparición. En Argentina, pienso en la editorial Jorge Alvarez, que duró solo
unos pocos años a fines de los 60, pero que publicó algunos de los primeros
libros de Puig, Walsh, Piglia y muchos otros. Medio siglo después todavía
estamos hablando de una editorial de duración muy breve (hablamos tanto de ella
que a veces pienso que está un poco sobrevalorada). Pienso también en Santiago
Rueda (de la que hablamos tan poco que da algo de vergüenza. Por suerte sé que
un buen ensayista e investigador está preparando un libro sobre su trayectoria)
en los años 50, extraordinaria editorial que quedó algo opacada detrás de Sur,
pero que tradujo por primera vez al castellano Ulises de Joyce, y algunos tomos de En busca del tiempo perdido de Proust, por Estela Canto. Se trata
de pensar la edición bajo una perspectiva fuertemente intelectual porque es
ella misma una de las grandes instituciones intelectuales de los siglos XX y XXI.
Editar
es una forma subrepticia de opinar sobre el estado de la cultura contemporánea.
Pues aquí el primer signo de nuestro tiempo: la nefasta hiperconcentración
editorial de los grandes grupos multinacionales, solo posible en una época
neoliberal sin ninguna alternativa de izquierda a la vista.
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