Para
que los lectores extranjeros comprendan plenamente esta columna, aparecida en
el diario Perfil, del 1 de septiembre
pasado, deben considerar que la firma Rafael
Spregelburd, quien, además de dramaturgo y traductor, es uno de los directores
y actores de teatro y cine más conocidos de la Argentina. Luego, es necesario
que sepan que el Teatro Municipal “San Martín” es la nave insignia del Complejo
Teatral de la la ciudad de Buenos Aires, al que también pertenece el Teatro
Municipal “Presidente Alvear”, sometido desde hace años a la desidia de los
distintos gobiernos municipales. Desde hace tiempo, en sus puertas viven varias
familias de indigentes quienes, probablemente, hayan sido involuntarios autores
del incendio que lo abatió la semana pasada. Por último, la marcha a la que se
refiere el autor, se realizó el jueves 30 de agosto en defensa de la universidad
pública y gratuita, a la que el gobierno nacional –cuyo gabinete se educó mayormente en
universidades privadas– castiga mes a mes retaceándole fondos.
Personas,
personajes y esperas
A
estas alturas de la semana, intensa semana, en la que Gendarmería desalojó a
los legisladores en Mendoza o el país se levantó en un grito por la universidad
pública, el pequeño gran escándalo alrededor de Esperando a Godot no ha pasado desapercibido para nadie. El Teatro
San Martín informó a las actrices Analía Couceyro e Ivana Zacharski que no
podrán representar la obra que venían ensayando desde julio debido a un
conflicto legal con la agencia francesa que administra los derechos de Samuel
Beckett. Al parecer, Beckett legó en vida la expresa prohibición de que las
mujeres representaran esta obra, en la que hay cinco personajes, todos
supuestamente muy masculinos.
Lo
que podría comenzar siendo un malentendido o un absurdo (calcado e impuesto
sobre el absurdo de la pieza) terminó echando luz mala sobre asuntos más
relevantes. Analía Couceyro se desahogó en las redes con un escrito personal y
muy potente que inmediatamente se volvió viral. Tanto que –supongo– se contó
entre las causas por las que el San Martín decidió finalmente no reemplazar a
las actrices. Se está al borde de no representar la pieza si los agentes no
ceden en esta imposición anacrónica, tan poco atenta a los tiempos que corren.
¿Que
cuáles son los tiempos que corren? Vamos a ver. No me refiero solo a la
primavera feminista ni al descubrimiento súbito y brutal de lo que la humanidad
ya sabe desde siempre: que el patriarcado tiene columnas invisibles en todos
lados. Me refiero también a una indagación más profunda de los más elementales
derechos humanos, que no es justo que vulnere ninguna obra.
Es
una suerte que tanto absurdo pueda conducir al menos a que en el muro de
Couceyro se junten reflexiones francamente inspiradas, en un encuentro enérgico
entre profesionales, amateurs, personas. Es como si alguien hubiera completado
accidentalmente la cadena del ADN humano y un grupo de médicos comenzara a
atisbar el verdadero derrotero de su trabajo futuro.
El
actor Alberto Suárez, por ejemplo, sostiene con razón que “el patriarcado
despliega sus redes siniestras, aun en un ámbito supuestamente superador como
el arte. La enorme Analía Couceyro, uno de los seres más maravillosos
que podrás ver en un escenario, es privada de hacer su trabajo por una cuestión
de género. El disparate embiste uno de los conceptos elementales de la
actuación: cuando se actúa, se cumpla un rol femenino o masculino, nunca se es
un hombre o una mujer en el sentido limitante del género: se es ‘eso’ que está
ahí, ‘esa cosa’ inclasificable e indefinible. Ese quizás sea uno de los
sentidos políticos más corrosivos de la actuación y es lo que aquí se busca
socavar y normalizar.”
Los
argumentos se despliegan. No es en vano recordar que en otras épocas (la
Inglaterra de Shakespeare, por ejemplo, o la antigua Grecia, donde la mujer
tenía más o menos el mismo valor cívico que un perro, pese a aparecer en
jarrones y templos como diosa) las damas tenían prohibido pisar el escenario,
como si actuar fuera sacrílego o una actividad indigna del alma de las niñas.
¿Por qué a ningún autor, clásico o contemporáneo, se le ocurrió prohibir que
hombres interpreten roles femeninos pero sí al revés? ¿Podemos realmente
imaginarnos a Romeo y Julieta hecha
por dos muchachos pero sabiendo que no debemos leer lo que se muestra, sino lo
que está escrito como ley? ¿A qué se debe esta masculinización de la actuación?
¿A preservar para un género un poder mágico, sacerdotal, como hace la Iglesia?
La
catarata de antecedentes es grosera y la obra ya se hizo con mujeres en otras
ocasiones, incluso aquí. ¿Qué pasó entonces? ¿Los agentes no se enteraron? ¿No
es más justo –como sugiere Couceyro– permitirle al Beckett muerto una evolución
de pensamiento? ¿Qué piensan los muertos sobre nuestro presente? Una corte
italiana –según leo– llegó a explicar que los autores no tenemos derecho a
decidir sobre el género de los personajes, que no son personas reales sino
ideas, éter, deseo, movimiento, fantasía, humanidad.
¿Por qué aquí? ¿Por
qué ahora? Como respuesta espontánea, impensada, catastrófica, el teatro Alvear
se prendió fuego por sí solo en la noche del lunes. Tal vez así hablen los
muertos.
La disposición fue de Beckett, no de los agentes. Y creo que es el autor de Esperando a Godot.
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