El pasado 7 de octubre, en el
suplemento cultural Radar, del diario Página
12, Martín Pérez publicó la
siguiente nota a propósito del cierre de la Librería del Mármol. Pese al tiempo
transcurrido, vale la pena leerla.
El fin de la magia
La clienta tuvo que insistir bastante
con el pedido. Pero al final lo logró: se fue de la Librería del Mármol con su
libro autografiado... por el librero. Ahora tiene un recuerdo de su librería
preferida, que dentro de un mes –cuando se termine el actual contrato de
alquiler– cerrará sus puertas definitivamente. Este lunes, cuando lo hicieron
público en las redes, vendieron más que nunca. Pero la decisión ya estaba
tomada. “Una librería es algo mágico”, me contó su dueño. “Pero cuando empezás
a pensar más en los malabares que tenés que hacer para pagar el alquiler y los
sueldos que en los libros, la verdad que toda magia desaparece”.
Por lo general, cuando los
comercios cierran por problemas económicos lo hacen de un día para el otro, sin
avisarle a nadie, y menos a los acreedores. “Nosotros no tenemos esos
problemas: estamos al día y los libros que nos quedan son nuestros”, precisa el
librero, que tiene por delante un largo mes de despedida de sus clientes y
habitués, en un local y una esquina –Lavalle y Ayacucho– que los hospedó
durante doce años. Pero la historia de la librería se remonta aún más atrás, ya
que sus comienzos fueron en el primer piso de un enorme local de Palermo –bar y
restaurant, pero también refugio cultural– bautizado como Un Gallo Para
Esculapio, nada menos que en el hoy tan recordado año 2001. Una crisis los
creó, otra se los lleva.
Hace un par de semanas me
metí en una librería pequeña de Avenida Corrientes, buscando un libro que me
habían encargado antes de un viaje. El librero insistió que aceptase lo que
ofrecía mi tarjeta: pago en tres cuotas sin intereses. Me confesó que el jueves
y viernes de la mayor corrida, entre el discurso de Macri y el de Peña con el
dólar escapándoseles cada vez lejos, había vendido libros como nunca en el
último tiempo. “Me sentí el super librero”, me confesó. “Hasta que entendí que
era en realidad el librero del Titanic”, agregó, y calculaba que lo que había
pasado era que sus clientes, ante el vértigo que generaba semejante estado de
cosas, al menos se concedían algún deseo postergado. “Se llevaban libros de
tres o cinco tomos sin pestañear, cuya compra tal vez venían imaginando hace
tiempo pero no pensaban que se podían permitir. Todos en cuotas, y que sea lo
que Dios quiera”, resumió, y sonaba lógico lo que decía. Después de todo, si el
dólar ya se escapó, hay que gastar rápido los pesos que se tienen antes de que
los precios lo sigan. “Te vas a reír de esto que te voy a decir”, agregó. “Pero
yo creo que en tiempos de crisis, la gente al menos se aferra a los libros”.
No sé qué pensará el dueño de la
Librería del Mármol del vínculo entre la gente, los libros y las crisis –ni
tampoco cómo le estará yendo al dueño de la librería del Titanic un par de
semanas después de aquella corrida– pero aún recuerdo mis visitas a ese primer
piso de Palermo dieciocho años atrás, en medio de aquella crisis. Los libros, es
cierto, es lo primero que uno deja de comprar cuando el bolsillo aprieta, pero
también es lo primero a lo que se vuelve. Porque un libro nuevo es señal de que
no todo está perdido. Aún encuentro cada tanto, escondidos entre las páginas de
los ejemplares de mi biblioteca, algunos señaladores de la Librería del Mármol,
con hermosas fotos blanco y negro de –por ejemplo– Harpo Marx. El mudito de los
Marx extasiado, celebrando la lectura. No le pregunté por aquellos señaladores
al dueño de la librería, pero sí por la cantidad de gente a la que, por lo
menos hasta dentro de un mes, le está dando trabajo. Son tres, me responde. Y
me cuenta que seguirán manejando el fondo de libros por internet una vez que
cierren las puertas.
Días atrás, le preguntaba
a una amiga despedida de los medios cómo se las ingeniaba para sobrevivir
con la crisis respirándole en el cuello. Me confesó que sus intenciones de
hacer como freelance sólo el
periodismo que le gustaba, no le estaba alcanzando para llegar a fin de mes.
Pero dicen que crisis es oportunidad, así que completaba sus ingresos con
algunos rebusques que ofrecen los nuevos tiempos: alquilar el cuarto extra de
su departamento por Airbnb y vender libros por Mercado Libre. No le estaba
yendo mal, me confesó. Y me explicó que, por ejemplo, el otro día descubrió el
primer libro de Samanta Schweblin en su biblioteca. Lo puso a la venta, y logró
un precio equivalente a mucho más de lo que hoy le pagan por una nota. Es más:
recordó que le había regalado uno a su madre (y que ella nunca abrió), así que
fue a buscarlo y repitió la operación, con idéntico resultado. Se había tomado
su tiempo, pero su antigua compañera de taller literario le terminó devolviendo
con intereses el favor de esos ejemplares que tan generosamente le había comprado
en su primera presentación de libro, cuando Samanta estaba lejos de ser
famosa.
No creo que esto fuese lo
que el librero de Corrientes estaba pensando al decir que la gente en las
crisis se aferra a los libros. Pero supongo que no es menos meritorio saber
dejarlos ir.
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