Juan Carlos Calvillo (Ciudad de México, 1983) es poeta, traductor y Profesor-Investigador de tiempo completo en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México. Sus líneas de trabajo giran en torno a Shakespeare, Emily Dickinson, la traducción de poesía y otros temas de literatura inglesa y norteamericana. Hace poco, más precisamente, el 16 de abril de este año, publicó un artículo en la revista Letras Libres, a propósito de las traducciones del sello español Anagrama. En la bajada se lee: “En medio siglo de existencia, no le ha faltado a la editorial la flexibilidad necesaria para renovarse ante asuntos de urgencia. Pero en lo que incumbe a sus traducciones la política parece ser, simple y llanamente, no dar el brazo a torcer.” Este blog se ha ocupado de las malas traducciones de Anagrama en numerosas oportunidades. A modo de ejemplo, véanse las entradas correspondientes al 1 de julio de 2009, 23 de agosto de 2012, 23 de noviembre de 2016, 18, 19 y 20 de diciembre de 2017, 8 y 9 de agosto de 2019,
Cincuenta años
de traducciones de Anagrama
Con cerca de cuatro mil
títulos en una
veintena de colecciones, cien libros nuevos cada
año y dos de
los premios anuales más importantes para obra inédita en español, Anagrama ha sido, a
lo largo ya de cinco décadas, el sueño hecho realidad de innumerables
bibliófilos que tuvieron alguna vez la ilusión de fundar una editorial.
El proyecto que inició Jorge
Herralde en 1969 ha formado a generaciones de lectores en todo el mundo
hispanohablante, no solo dando a conocer a autores extranjeros en ámbitos
distintos al de su origen –como es natural para un sello que traduce dos de
cada tres títulos que publica– sino también apostando, en sus propias palabras,
por los
“clásicos del futuro”. Yo no habría conocido a
Julian Barnes, a Tabucchi, a Houellebecq, a A. M. Homes, de no haber sido por
Anagrama, y creo que lo mismo, más o menos, podría decir cualquier lector en
España o Latinoamérica de Richard Ford, Patricia Highsmith o Kenzaburo Oé. A lo
largo de estos cincuenta años la editorial ha sido promotora y pionera, y rara
vez se ha ido por la segura al implementar su distintiva “política de autor”.
Sin duda, ha sido gracias a esa convicción propia del editor de oficio que
tenemos literaturas, y sobre todo lectores, que no habrían existido sin
Anagrama.
Dicho esto, también es
preciso reconocer que otras manifestaciones más porfiadas de esta seguridad han
llegado a enfurecer, y no sin motivo, al público lector de todo un continente.
En distintos asuntos de urgencia no le ha faltado a la editorial la
flexibilidad necesaria para renovarse (como, por ejemplo, en el sonado caso de las sucesivas portadas de Lolita de Vladimir Nabokov), pero
en lo que incumbe a sus traducciones la política parece ser, simple y
llanamente, no dar el brazo a torcer.
Cualquier cantidad de
quejas se ha publicado en la prensa impresa, en medios electrónicos, en
revistas y reseñas, por las traducciones castizas de Anagrama, y muchísimas más
todavía son las que circulan de boca en boca entre sus lectores devotos e
indignados. Es célebre de este lado del Atlántico, por horrenda, la versión de La máquina de follar de Bukowski,
viejo indecente; lo son también las críticas de las versiones de Irvine Welsh,
que convierten el llamado demótico escocés en la jerga de un español
barriobajero, y ya para qué mencionar lo que se ha llegado a decir de las
traducciones de Burroughs, Kerouac o Carver, por citar solo casos en los que la
lengua de partida es la inglesa. La única ocasión, que yo sepa, en que un
representante de Anagrama hizo un pronunciamiento público al respecto, en mayo de
2016, afirmó que a la editorial –como a cualquier otra, al parecer– le resulta
imposible comisionar traducciones distintas para cada uno de sus mercados, y
que por ello las suyas “se encargan principalmente a traductores españoles”: es
cierto, se mantuvo, que en novelas que recurren al registro informal “se hace
evidente un argot más marcado”; en otras, sin embargo, “esto apenas sucede”.
En relación con lo
anterior creo que hay un par de cosas que conviene tener en mente, dado que las
olvidamos con frecuencia. La primera es que la brecha entre las variedades
regionales de nuestra lengua no representa, por fortuna, un problema verdadero
de inteligibilidad: los hablantes del español nos entendemos mutuamente casi a
la perfección, salvo por una u otra palabra local, un giro idiomático aquí y
allá. Daño no nos hace familiarizarnos con las maneras en que se habla nuestro
idioma en otras partes del mundo, por mucho que creamos, falazmente, que la
nuestra es la “correcta”.
La segunda es que el
traductor literario –incluyendo al muy vilipendiado “traductor de Anagrama”–
tiene todo el derecho de usar en su trabajo la variante lingüística que
considera propia, sea su dialecto americano o ibérico, y la defensa vehemente
de este derecho no debería ser solo una prerrogativa sino, sostengo, una
obligación. Por tanto, me parece que tendemos a caer en el facilismo cuando
criticamos una traducción por ser regional, en particular dado que ninguno de
nosotros –de este lado del Atlántico o de aquel– podría evitar ese
regionalismo, a fin de cuentas. (Valga recordar que el español “neutro” no
existe, e incluso si existiera, no serviría para traducir literatura.)
La razón por la que nos
fastidian las “menudas pollas” de los “tíos”, los “canutos” que “encienden”
cuando “hacen novillos” o poco antes de “echarse un polvo”, los “gilipollas”,
las “hostias”, los “coñazos” y demás jerigonzas del español que denominamos
“peninsular” no es, en principio, o no debería de ser, el hecho de que nos sean
ajenas sino, más bien, el hecho de que se nos impongan en Latinoamérica de un
modo, por lo general, hegemónico, desinteresado e irredento. De ello no tienen
la culpa los traductores, por supuesto, que hacen su trabajo día a día con la
lengua que dominan; la tiene, sin duda, la industria editorial, que no tiene
reparo en perpetuar la superioridad de una variante siempre que pueda ahorrarse
unos centavos.
Es una profesión de
supina credulidad –por no decir ya de complicidad– seguir aceptando de manera
tácita que una empresa con presencia internacional, como Anagrama, no tiene los
recursos para comisionar traducciones distintas, si no para todos los países en
los que se distribuyen sus libros, cuando menos para dos o tres regiones de
Latinoamérica, y esto particularmente a la luz de los ingresos que representa
para la compañía su clientela ultramarina. Muchas veces, en diálogo
exaltado con el gremio editorial, los traductores americanos hemos
pedido que ciertas cartas se tomen en el asunto: ¿es de veras mucho pedir que
se les pague a dos o tres traductores para comercializar novelas cuya fuerza
reside en el uso de un registro coloquial? (No es gran cosa lo que pagan, de
cualquier modo.) Si sí, ¿no podrían adaptarse las versiones para los mercados
en los que resultan chocantes, suponiendo, desde luego, una colaboración cercana
entre traductor y adaptador? (No sé de ningún colega que pudiera ofenderse por
ello.) Y si no, ¿resulta en realidad tan impensable ampliar la cartera de
traductores de una editorial, a fin de que sea más representativa en términos
de variedades regionales? (Tampoco a los lectores españoles les haría daño
salir de la comodidad de su jerga de vez en cuando.) Soluciones hay, y viables
todas; el asunto es que cada una de ellas implica un posicionamiento frente a
las políticas lingüísticas, culturales y financieras que, por lo pronto, no
todas las empresas editoriales están dispuestas a tomar.
Ahora bien, como
lectores, es comprensible que esporádicamente incurramos en un nacionalismo
impensado o en una suerte de dignidad anticolonialista al condenar las traducciones
ajenas solo por ser tales, por parecernos extrañas y distantes. Con todo,
insisto en que esa es una manera engañosa de ver el problema. Una traducción no
es mala por ser española: es mala cuando es inadecuada, cuando fracasa en la
consecución de los designios que se propone. Muchas traducciones de Anagrama
son fallidas precisamente por esta razón: porque al negarse a considerar los
contextos de recepción de sus libros en toda su diversidad quebrantan el pacto
de verosimilitud que exige la propia literatura que publican.
Si hemos de criticar las
traducciones de Anagrama –y yo pienso que hemos, en beneficio de nuestra
literatura y de la práctica de la traducción, tanto como para fomentar un
espíritu crítico que pueda llamarse responsable–, que sea, pues, a sabiendas de
que, mucho más a menudo que el traductor, la “pasta” es la culpable de que nos
sigan resultando penosas, grotescas o inauténticas de este lado del charco.
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