El pasado 11 de abril, Agustín
Cosovschi publicó la siguiente nota en Cultura InfoBAE. La bajada dice: “La
exitosa miniserie Unorthodox muestra
un mundo en el que el yiddish no es un residuo del pasado ni un objeto de
estudio académico sino la materia cruda sobre la que se construye la vida de
una comunidad. Esta nota ofrece una breve historia de la ecléctica lengua de
los judíos europeos que muchos dieron por extinguida y también habla del
presente en el que su sonido sigue vibrando en formas insospechadas
El idish, la lengua que no se murió
En unos pocos días, la miniserie Unorthodox se convirtió en uno de los hits de la cuarentena: los medios
y las redes se llenaron de comentarios al respecto, con algunas voces
subrayando el carácter represivo de las comunidades ortodoxas y celebrando la
valentía de Esty Shapiro (el
personaje protagonizado por Shira Haas), mientras que
otros expresan en cambio su asombro e incluso cierta sospecha por la forma
crítica en que la nueva producción de Netflix representa el mundo de los hasidim. Una de las
principales virtudes de Unorthodox
es justamente esa: nos
muestra lo poco que se sabe de la vida judía entre no judíos, y lo poco que se
sabe de la vida ortodoxa entre los seculares. Pero además, la miniserie consiguió algo que hasta hace
poco parecía imposible: despertar la curiosidad por el idish, una lengua que
hasta hace ayer muchos consideraban muerta y que otros ni siquiera distinguían
del hebreo. Como Unorthodox, ambas ideas están bien lejos de la realidad.
La historia del idish es la historia de las comunidades judías
ashkenazis, aquellas que se asentaron en Europa central durante los siglos que siguieron
a la huida de los judíos de la tierra de Israel, y que durante la Edad Media
tardía se desplazaron progresivamente hacia Europa del Este. En esas
comunidades, la vida era bilingüe. El hebreo ocupaba un lugar de prestigio y
superioridad espiritual: era la lengua de los antiguos israelitas y de los
textos sagrados, y era en ese idioma que los judíos conducían las actividades
sagradas. En cambio, el idioma de la
vida diaria y de los escritos profanos era una lengua germana que los judíos
habían adoptado a lo largo de siglos de vida europea; una lengua
bastante cercana en su vocabulario al alemán moderno, pero con estructuras
distintas y con un sinnúmero de palabras preservadas del hebreo y otras tomadas
de las lenguas eslavas que dominaban en Europa del Este, como el polaco y el
ruso. Esa lengua ecléctica y dinámica,
surgida de la fusión y la combinación de todos esos elementos dispares, es el
idish.
Con el pasar de los años, la cultura en lengua idish comenzó a tomar
fuerza, sobre todo a partir de la introducción de la imprenta en hebreo en
Europa del Este en el siglo XVI. Ensayos, libros de cuentos y tratados
históricos en idish comenzaron a imprimirse con caracteres hebreos en toda la
zona de cultura ashkenazi entre Holanda y Ucrania. La aparición de movimientos
religiosos ortodoxos jasídicos en el siglo XVIII, que comenzaron a atribuir un
valor sagrado a textos escritos en idish, contribuyó a aumentar el prestigio de
la lengua. En cambio, la llegada de la Haskalah, el movimiento de los judíos
ilustrados encabezado por figuras como Moisés
Mendelssohn, vino a repudiar
este ascenso del idish: para los intelectuales más seculares de la época, los
judíos debían abandonar esa lengua extraña y ecléctica, considerada apenas una jerga, y adoptar en cambio el alemán o el ruso como lengua social,
política y cultural, preservando el hebreo en el mundo sagrado.
Pero el proyecto de los haskilim fracasó. Hacia
fines del siglo XIX, la abrumadora mayoría de los judíos, en especial en los
bordes occidentales del Imperio Ruso donde constituían una población de más de
cinco millones de personas, seguía reconociendo como su lengua madre al idish y
apenas hablaba algunas palabras de ruso. Era el signo de una falta de integración a la vida rusa que no en menor medida
se explicaba por el insistente antisemitismo en la región y por las
numerosas restricciones legales que el imperio de los Romanov mantenía sobre
los judíos. Es así que a partir de fines del siglo XIX, inspirados por un
imaginario menos racionalista y más romántico, nuevas generaciones de
intelectuales y activistas comenzaron a promover el uso del idish en la prensa,
en la literatura, en el teatro y en la cultura en general.
Para las primeras décadas del siglo XX, el idish había ganado un
estatuto impensado, siendo la lengua de escritores de cada vez mayor renombre
como Sholem Aleijem y I. L. Peretz y de movimientos políticos de orientación secular y
socialista como el Bund, que ganaron cada vez más peso luego de la revolución
de 1905 en Rusia. Un punto alto de esta historia fue la conferencia de
Czernowitz de 1908, en la que un grupo de intelectuales idishistas, entre otros
Peretz y el filósofo Chaim Zhitlowsky, proclamaron al
idish como lengua nacional de la nación judía, bregando por el desarrollo de
instituciones culturas y educativas en idish. La fundación del instituto YIVO
en Vilna en 1925 como academia de lengua y cultura destinada a preservar,
estudiar y eventualmente regular el uso del idish fue otro punto clave en la
historia del idioma y sus hablantes.
Con todo, las tensiones nunca dejaron de aflorar con aquellos como el
ensayista Ahad Ha’am, quienes
consideraban que el hebreo debía convertirse en la lengua total de la nación
judía, o el sionista socialista Ber
Borochov, quien defendía la
idea de que el hebreo debía ser la lengua judía en Palestina y el idish, la
lengua oficial en la diáspora.
El punto de inflexión fue, sin embargo, el Holocausto judío, que el
idish designa hasta hoy con la palabra khurbn y (en castellano, “destrucción”). El exterminio de una parte
significativa de los hablantes de idish por parte de la Alemania nazi y sus colaboradores,
en especial en Polonia, donde los judíos representaban casi un 10% de la
población del país, así como la dispersión de los judíos europeos a partir de
la Segunda Guerra Mundial, tuvieron el doble
efecto de fragmentar a la población de habla idish y de reforzar la legitimidad
de Israel como proyecto político hegemónico para la nación judía.
A lo largo de las décadas siguientes, con la adopción el hebreo como
lengua oficial del Estado de Israel y con la progresiva asimilación de las
comunidades judías en los diversos países que los acogieron después de la khurbn, y a pesar de los
esfuerzos de muchos para mantener viva la vida intelectual y cultural en idish,
la lengua perdió sin embargo mucha de su fuerza y visibilidad. Para muchos, el idish se convirtió así en una reliquia,
apenas el residuo de un mundo desaparecido.
Pero las apariencias engañan. Todavía hoy, en el mundo académico y
universitario, numerosos departamentos dedicados a los estudios judíos y a la
cultura de Europa del Este siguen enseñando y transmitiendo el idish. Durante los últimos años, incluso un cierto
revival hipster ha aparecido entre los más jóvenes, llevando a intelectuales y
artistas a ponerse en contacto con el idioma. Además, gracias a instituciones como el Yiddish Book Center
en Estados Unidos y la Maison de la
Culture Yiddish en París, así como a diversos diarios
y revistas como el clásico Forverts que se edita en inglés y
en idish, la lengua y la cultura de los judíos ashkenazis se sigue difundiendo
y sigue conectando diferentes generaciones de judíos, e incluso de no judíos.
Pese a todo, en la mayoría de
estos ámbitos el idish conserva un carácter un tanto erudito. La mayoría de
estas instituciones usan el idish en su forma estandarizada y literaria, que
mezcla rasgos de los diferentes dialectos que existían tradicionalmente en
Europa del Este. Pero existe un lugar en donde el idish no se usa como una
lengua culta, ni académica; un lugar en donde el idish sigue siendo la lengua
de la vida cotidiana y donde, como todas las lenguas, cambia, evoluciona y se
transforma día a día: las comunidades judías ortodoxas, muchas de las cuales
siguen viviendo en idish tal como lo hacían hasta 1945.
Este el mundo de Esty Shapiro en Unorthodox: una comunidad satmar en Williamsburg donde el idish no sólo
sigue siendo la lengua corriente, sino que además, como en todos lados donde se instaló, sigue cambiando y tomando prestadas
palabras y figuras de las lenguas que la rodean. Gracias a la asesoría de Eli Rosen, los diálogos de Unorthodox siguen al detalle el dialecto del idish que se cultiva en
Williamsburg. El uso de la lengua no solamente refleja las raíces húngaras de
esa comunidad, sino también la fuertísima influencia del inglés en la lengua de
los hasidim en Estados
Unidos.
Esty, su familia y sus amigos hablan con marcas típicas del idish
húngaro, entre otras cosas poniendo íes
donde el idish literario pondría úes, alterando ligeramente algunos imperativos
y coordinando los verbos reflexivos de una forma distinta a la estándar. Pero además, usan
constantemente palabras en inglés (“du bist geven azoy excited far dem!” = “estabas tan
entusiasmado al respecto!”, o“s’iz geven der greste mistake in mayn leybn” =
“fue el error más grande de mi vida”) y construyen verbos mezclando palabras en
inglés y terminaciones en idish, como changen (“cambiar”).
Entre sus muchos méritos, la serie tiene el de ofrecernos una ventana
hacia un mundo en idish tan desconocido como fascinante. En Unorthodox el idish no es un residuo pétreo del pasado, ni un objeto
noble de estudio académico: todo lo contrario, es la materia cruda sobre la que
se construye la vida diaria de una comunidad. Y más importante aún: como la
lengua en general, el idish de Unorthodox es un terreno de
experimentación, de innovación, de transformación y de interacción con el mundo
que lo rodea. Ese idish que algunos quisieron matar y que otros dejaron morir,
pero que los hasidim se encargan día a día de mantener vivo, es la prueba misma
de que la historia no se detiene ni siquiera en las comunidades más cerradas y
de que nadie puede aislarse por completo de su contexto.
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