Santiago Sylvester (Salta, 1942) es uno de los poetas más sólidos de la argentina, con una obra sin duda importante. Lo que no todo el mundo sabe es que es también un excelente ensayista, con un sentido de la observación notable y una claridad a prueba de balas. Así lo demuestra Sobre la forma poética, su último libro, publicado por la editorial EUDEBA, donde sin aspavientos y con absoluta claridad examina los distintos ensayos formales por los que ha atravesado la poesía prácticamente desde sus orígenes. Por su pertinencia, se ofrece a continuación un fragmento donde el autor de Café Bretaña se ocupa de la traducción de la Divina Comedia y los problemas que les planteó a sus primeros traductores al castellano la ausencia de versos endecasílabos.
"La época de llegada marca más que la de partida"
Es sabido que un artífice del
endecasílabo en Italia fue Dante Alighieri con su Comedia, bautizada
luego como “divina” (bautizo atribuido a Boccaccio). La opción elegida por Dante de escribirla en
lengua vulgar, no en latín, según lo previsible en su época, está explicada en De
vulgaris eloquentia, lógicamente en latín, como si hubiera necesitado
exponer sus razones y convencer, no al pueblo llano, sino a los académicos y
cultivados de su entorno. En esa explicación, Dante aporta una serie de razones
políticas, lingüísticas, de unificación de un país, de una cultura y de un
idioma; y agrega una razón personal, íntima, que salta más de siete siglos y
llega hasta nosotros con una emoción convincente: “(el toscano) era la lengua
en que mis padres se amaron”.
Analizar la Divina Comedia, el virtuosismo de su construcción en endecasílabo,
no es el propósito de este apartado, sino recordar cómo fue resuelto el problema
de su traducción a nuestra lengua, considerando que durante un tiempo no se
contó con ese verso en castellano.
Dejo de lado la polémica, supongo
que concluida, sobre si es posible traducir poesía. El poeta Edoardo Sanguineti
refutó alguna vez este dilema con un argumento imbatible: sin traducciones
–dijo– no hubiera existido ni judíos ni cristianos en Europa puesto que nadie,
salvo los especialistas, estuvo en condiciones de leer los textos sagrados en
los idiomas bíblicos. A esto puede agregarse el hecho específico de que, sin
una célebre traducción, no hubiera existido la reforma luterana. Si esto vale
para la fe, por qué no para la poesía, para la cultura en general. La
traducción es necesaria a veces en un mismo idioma: algún socarrón dijo que
para traducir a Heidegger a cualquier idioma es necesario traducirlo
previamente al alemán. Sin alguna traducción nos resultaría difícil leer el Poema del Cid; y se puede recordar que,
con polémica incluida, se han hecho “traducciones” (adaptaciones) del Quijote para facilitar su lectura
actual. No sólo de idiomas se alimenta una cultura, sino de paso del tiempo.
Pero la discusión acerca de la posibilidad de traducir poesía de un idioma a
otro se acaba pronto porque ya nadie (descontando a un esteta en pleno ataque)
rechaza un traslado, y menos en estos días en que, según la contribución de
George Steiner, ha cundido la “paulatina internacionalización del sentimiento
poético”.
Lo que parece más interesante, en todo caso, es el cómo: la manera en que
se traslada un poema, no sólo a otro idioma, sino a otro contexto, a otra época
y, por lo tanto, a una percepción distinta acerca de qué es poesía. Este es el
nudo de la cuestión.
Se ha dicho que una traducción pertenecerá al tiempo en que haya sido
hecha: la época de llegada marca más que la de partida, en el supuesto de que
no sean las mismas. En una traducción de la Comedia realizada en el
siglo XVIII, leeremos sobre todo siglo XVIII. Palabras, expresiones, modos,
cambian con el tiempo, y las opciones que use el traductor corresponderán al
suyo. Eliot aconsejaba que las sucesivas generaciones traduzcan de nuevo lo ya
traducido: los libros fundamentales, para entender desde el hoy inevitable el
trabajo de la humanidad.
El ejemplo de la Comedia sirve para reflexionar porque, obra cumbre
de cualquier época, pertenece a una sola y viene siendo traducida desde el
siglo XIV de muy distinta manera. Esta “distinta manera” ha dependido de los
sucesivos momentos históricos; por eso sirve como pieza de laboratorio para
deducir cómo ha sido la traducción a lo largo del tiempo. Hay un caso extremo
de conservadorismo, que pareciera no ser otra cosa que una curiosidad: el
traductor Rudolf Borchardt, a comienzos del siglo XX, tradujo la Comedia de Dante al alemán antiguo con
el objeto de mantenerla lo más cerca posible de su idioma original. Imagino la
paciencia que una idea similar exigiría en nuestro idioma (tal vez sucedió lo
mismo en alemán), ya que sería imprescindible traducir a su vez esa traducción
al castellano de nuestro siglo para que pudiera ser útil a un lector actual.
Dejando de lado estos anacronismos, pareciera fuera de discusión que hoy la
Comedia debiera ser vertida al castellano en endecasílabo, puesto que en
ese metro está en el idioma original; y sin embargo es históricamente cierto
que al menos en sus primeros dos siglos y medio de vida no pudo ser así porque
sencillamente no existía en España el endecasílabo italiano: faltaba todavía,
no sólo dos siglos y medio, sino ganar una pelea. Hasta entonces la Comedia
había recibido tratamientos varios: decasílabo catalán, dodecasílabo, prosa,
pero no en el hoy inexcusable endecasílabo. Para eso hubo que esperar, y sólo
fue posible cuando el oído castellano admitió esa posibilidad. A partir de ahí,
las variantes fueron dentro del endecasílabo: con rima consonante, asonante, o
en verso blanco.
Hoy la percepción de qué es poesía, y sobre todo su morfología, se ha
ampliado y también ha variado; puede decirse que la más frecuente está dada por
el verso libre. Cabe entonces la pregunta sobre la
posibilidad de traducir la Comedia (y podemos llevar la especulación a
cualquier poema) en verso libre, considerando su predominio evidente. La
pregunta podría formularse así: si durante dos siglos y medio no pudo emplearse
el endecasílabo para traducir la Comedia al castellano, ¿por qué hoy
tiene que ser obligatorio? Una traducción actual que quiere dar respuesta a
este dilema (y que yo sepa, hasta hoy la única) es la de Jorge Aulicino, en
verso libre, o al menos variado, entre diez y catorce sílabas, con rimas
ocasionales, consonantes o asonantes; todo esto según criterio o conveniencia.[1]
El problema siempre en pie será si
una traducción es buena o mala (hay buenas, malas y mediocres en todas las
modalidades); pero la evaluación es tan inevitable que ni vale la pena
mentarla.
He traído el ejemplo de la Comedia en representación de otros,
puesto que cada tanto se censura la traducción en verso libre cuando el
original está formulado en preceptiva tradicional. Qué leemos cuando leemos a
Shakespeare, a John Donne o a Baudelaire, si el resultado en castellano no
respeta ritmo, rima, ni prosodia original. Pero la misma objeción podría
recibir el traductor de Whitman, Rimbaud, Francis Ponge, Bertolt Brecht o
cualquier otro poeta de verso libre, puesto que tampoco el verso libre de
origen (que como se sabe nunca es tan libre) puede ser reproducido por el
nuestro: siempre se colarán acentos traicioneros, otra elocución, cadencias
inexistentes; y esto es inevitable. También es inevitable que Borges lo haya
dicho mejor: “el original es infiel a la traducción”.
Si es cierto que en una traducción del siglo XVIII se lee sobre todo siglo
XVIII, lo que se lea en cualquier traducción de hoy será la época actual: las
inflexiones de nuestro lenguaje y la carga de contemporaneidad que admita el
ejercicio. Y esto casi debiera conformarnos; porque lo contrario, que no nos
llegue la época, sería como decir que Homero, Virgilio o Dante ya han concluido
su ciclo y han dejado de trabajar para nosotros. Para leer siglo XVIII podemos
confiarnos en una traducción de entonces; y sobre Homero podemos elegir
cualquier época, ya que en la suya no había traductores. Pero si queremos que esos
venerables nos acompañen, no queda otra solución que traducirlos para hoy, con
la complejidad que esto implique.
[1] La Divina Comedia fue
traducida cuatro veces en Argentina. Bartolomé Mitre, en 1897; es la primera en
América: tercetos encadenados, endecasílabo y rima consonante. Ángel
Battistessa en 1972: endecasílabo blanco. Antonio Milano en 2003: endecasílabo
y rima consonante. Jorge Aulicino, en la versión que se ha dicho, en 2015.
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