miércoles, 23 de septiembre de 2020

El castellano al que se traduce: todo bien, pero...


 

Buscando materiales para este blog, me topo en Internet con un largo artículo de Maribel Marín Yarza, publicado en el suplemento Babelia, del diario madrileño El País, el 26 de agosto de 2016. Se llama “El español es de todos y de nadie”. Es criterioso y abarca casi todos los temas posibles vinculados a la traducción al castellano. Después de que varios prestigiosos traductores españoles discuten la idea del “español neutro”, me detengo en un párrafo. Dice esto:

“¿Realmente es necesario cambiar la palabra coger (follar, en Argentina), por tomar, agarrar o asir, que no siempre son intercambiables, para no herir sensibilidades y poder comercializar una única versión de un libro a los dos lados del Atlántico? ¿Tan grave es que un español se tope con la palabra boludo en lugar de gilipollas, que lea cómo a un personaje lo vosean en lugar de tutearlo o que tenga que detenerse hasta descubrir, si no lo sabe, que frutilla significa fresa? ¿Por qué eliminar toda palabra que a un lector pueda extrañarle o todo rastro de un localismo? ¿Por qué darle la vuelta a la frase alambicada escrita por Balzac o maquillar el lenguaje vulgar de un escritor de medio pelo? Son prácticas extendidas conocidas en la jerga como planchado y que, en palabras de [Miguel] Sáenz, tienen su origen en la ‘desconfianza de los editores en el lector y el desprecio del traductor. En ambas orillas’”.

Pienso que la observación de la autora es correcta, sobre todo viniendo de una española. Y concuerdo con lo dicho por Miguel Sáenz, quien repite esa misma idea cada vez que se presenta la discusión. Con todo, falta pensar en la prosodia, porque el problema no se limita al léxico, sino a cómo entran las frases por el oído y ahí, creo, hay una brecha que no puede ser minimizada.

Pero sigo leyendo. No encuentro nada referido a un aspecto que , a mi gusto, define la cuestión: la compra de derechos. Vale decir, el poseedor de los derechos de traducción de un libro es quien suele imponer la variedad de la lengua a la cual se traduce. Y ahí la cosa se complica. Me explico.

Si se trata de obviar las variantes léxicas minimizando su impacto en la lectura, habría entonces que considerar la necesidad de algún tipo de equilibrio respecto del número de títulos traducidos a uno y otro lado del Atlántico. Por razones económicas, ni México ni Argentina (para nombrar los dos mayores mercados latinoamericanos) podrían competir con las editoriales españolas en la compra de derechos, sobre todo cuando, poco a poco se impone la práctica de “rematar” los derechos entre varias editoriales, como si se tratara de cuadros en Sotheby’s.

Sumemos a lo anterior que, para aumentar la rentabilidad de la inversión, los derechos se venden según distintas modalidades: para toda la lengua, para una región, para un territorio, para un país. Salvo España, que cuenta con subsidios propios y de la Unión Europea, ningún país latinoamericano puede imaginarse el pago de 1000 euros por el derecho de traducción de un libro –una cifra bastante modesta–, a los que habrá que sumar el pago al traductor y los costos industriales, con todo lo que ello implica. Dicho de otro modo, la recuperación del dinero invertido, aun vendiendo toda la tirada, resulta poco menos que imposible.

Imaginemos ahora la misma circunstancia, pero en países como Chile o Colombia, que, en la actualidad, son promisorios polos de la edición en castellano. Sus mercados internos, sin embargo, son más pequeños que el mexicano o el argentino. La situación mencionada más arriba vuelve la empresa todavía más difícil. Su única posibilidad es exportar, pero, para hacerlo, tienen que tener los derechos para, por lo menos, la región, lo que aumenta considerablemente los costos.

Pensemos entonces en la inmensa avalancha de libros españoles que llega a Latinoamérica a traves de las empresas multinacionales, luego de que éstas, para cerrar sus balances en España, descargan el remanente con dumping en las otras provincias de la lengua castellana. 

Pensemos ahora en las muchas dificultades que tienen los libros publicados en Latinoamérica para circular en España, pese a que, con los gastos de transporte incluidos, son más baratos que los libros españoles.

La cuestión, contemplado todo esto, deja de ser meramente lingüística y pasa a ser estrictamente económica. Y, como siempre, gana el que tiene el dinero para imponer sus reglas. 

La defensa que existe de este lado del Atlántico es hacernos cargos de lo mucho que los españoles no ven (porque Francia o Alemania no lo consideraron antes, porque el mundo anglosajón no lo impuso) y trabajar intensamente con editoriales y agentes para hacerles entender que la venta de derechos de un autor para toda la lengua resta eventuales ganancias: vender un libro fraccionado y por menos dinero a cada editor lleva más tiempo, pero termina beneficiando al autor y, claro, también a su agente.

Jorge Fondebrider


No hay comentarios:

Publicar un comentario