En el mundo literario, donde las reputaciones raramente son examinadas con el detalle que merecen, nadie quiere sacar los pies del plato, justamente porque nunca se sabe. Sin embargo, hubo épocas en que escritores, críticos y periodistas se animaban a decir algo más que lo que actualmente dicen. Así, el 22 de junio de 1969, el muy prestigioso crítico argentino Juan Carlos Ghiano firmó un artículo en el diario La Nación, donde se dedicaba a escrutar extensamente una antología de literatura latinoamericana publicada por la revista estadounidense Tri Quarterly, de la Northwestern University, de Evanstown, Ilinois.
Se trataba, claro, de un punto de vista muy crítico que, ya desde el título "Una versión distorsionada", daba una idea de lo que el lector del número correspondiente al Otoño/Invierno 1968/69 de la revista en cuestión iba a leer. Más allá de la crítica a los criterios de selección y a los seleccionados –algo que, ya de por sí, en nuestro pequeño presente constituiría una manera de cerrarse puertas de universidades estadounidenses–, importa aquí transcribir el párrafo dedicado a los traductores, entre los que se contaban algunos de los más célebrados profesionales estadounidenses, hoy devenidos monstruos sagrados:
"La mayoría de los traductores –Gregory Rabassa, John Hollander, Norman Thomas di Giovanni, John C. Murchison, Stuart Gross, Lysander Kemp, etc.– son de formación y actuación universitarias; esto garantiza la fidelidad literal, e impone las limitaciones de quienes no interpretan las búsquedas verbales en que hoy se ahonda la actitud creadora de narradores y poetas de nuestra América: voluntades diversas que se apoyan en los rasgos locales, y aun limitadamente localizados de un idioma cercano a las instancias orales con sus complejos matices de sintaxis y vocabulario. Esas diferencias son sutiles, y exigen un atento estudio de los textos, el único capaz de dar apoyo a la 'recreación' que deben alcanzar los traductores. Las modalidades personales –y cubanas, o chilenas, o argentinas– de los escritores deben encontrar sus equivalentes en el inglés norteamericano, no una solución que esquive la personalidad estilística de cada texto. Los mayores corresponden a Eshleman, Ben Bellit, de Neruda ambos: ambos, poetas".
Tómese el caso de Gregory Rabassa (1922-2016), traductor del castellano y del portugués al inglés. Entre otros, tradujo al español Juan Benet, al argentino Julio Cortázar, al colombiano Gabriel García Márquez, al cubano José Lezama Lima, al peruano Mario Vargas Llosa, al portugués José Maria de Eça de Queirós, a la brasileña Clarice Lispector, etc. Más allá del trabajo estrictamente profesional (y, en cierta medida, alimenticio), ¿qué implica traducir a autores de distintas variedades de dos lenguas, con enormes variaciones y estilísticas? En cierta forma, Ghiano lo anticipa con su pregunta. Ahora bien, ¿cuántos críticos se animarían hoy en día a objetar una traducción mencionando la naturaleza académica de sus traductores o las dificultades que presenta la diversidad lingüística de los traducidos?
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