En este blog ya nos hemos dedicado al caso de la joven poeta estadounidense Amanda Gorman y la impugnación a sus traductores al neerlandés y al catalán por motivos de una mala entendida corrección política (ver entradas del 9 y 12 de marzo pasados). Andrés Ehrenhaus, con argumentos sólidos, vuelve hoy a la cuestión.
El traductor, ¿nace o se hace? A la luz de los últimos eventos asociados a la traducción de textos altamente identitarios, daría la sensación de que hay que nacer, no sólo traductor, sino dotado de ciertas peculariedades para poder traducir según qué cosas. En términos de comunicación se le llama a esto discriminación positiva: te discriminamos para bien, para tu bien, para que tus hándicaps sociales sean tus virtudes traductivas, para visibilizar el valor de tu supuesta debilidad. Lo débil es fuerte y viceversa. Etc. Gracias, dice el traductor handicapeado, pero, ¿traduciré mejor o distinto por ser negro/blanco, bajo/alto, ciego/mudo, zurdo/diestro? No, no traducirás mejor ni distinto, traducirás igual de mal que todos los traductores del mundo. Podemos dignificar tus supuestos hándicaps pero no librarte de la condena inherente a la traducción. De esa condena no se libra nadie, por peculiar que sea. Peculiar se nace, traductor se trabaja y se asume con entereza. Puede decirse que, de todos tus karmas, el de traductor es el único que no se puede discriminar positivamente.
Todo lo cual viene a cuento del caso Amanda Gorman, sobre el que no voy a extenderme pues ya se habló de él hace apenas unos días en este mismo blog, y que ha vuelto a ocupar espacio en los medios a raíz de la discriminación positiva de quien iba a traducir parte de su obra al catalán. Si en el caso de su traductora al neerlandés el problema es que no era negra, aquí la inconveniencia era triple: el traductor al catalán ni es negra ni mujer ni activista. Más allá del hecho de que el concepto de “activista” pueda considerarse un hándicap o una peculiaridad minoritaria, las otras dos son francamente insoslayables. Hasta aquí, ninguna objeción… legal. Puesto que la autora o sus derechohabientes o sus fans o whatever están vivitos y coleando, pueden plantear o incluso exigir (simbólicamente, en el caso de los fans) como condición del contrato de traducción que quien lo suscriba sea así o asá y a quien no le guste pues que no traduzca y listo.
¿Por qué ninguna objeción? Porque el contrato de traducción es (o debería ser) un acuerdo privado entre partes que se reconocen mutuamente la capacidad de aceptar o rechazar todas o algunas de sus cláusulas antes de suscribirlo; un contrato, además, inscrito en la ética laboral-comercial y no, al menos no necesariamente, en la lógica literaria. Por fortuna o desgracia, la literatura suele quedar fuera del acuerdo, aún a pesar de que el objeto del mismo es la génesis de una obra literaria derivada pero nueva.Así, pues, no se pueden esgrimir objeciones legales, salvo las que correspondieren al acuerdo suscrito (por ejemplo, al hecho de haber ejercido un supuesto derecho de veto fuera de término o no previamente pactado), pero sí –y acá es donde empieza la verdadera polémica– culturales, políticas y, sobre todo, literarias o, si se quiere, estéticas. Voy a saltarme a la torera las dos primeras categorías, que volverán, lo sé, y en especial la política, porque todo vuelve (no hacer política es hacerla), y me voy a tratar de ceñir a la tercera.
Banalizando la genial intuición benjaminiana, diríamos que ningún texto alcanza su completud hasta que no ha sido traducido por quien y como sea y zanjaríamos en un periquete la cuestión, pero aún así quedaría abierta la rendija de la discriminación suadisán positiva y volveríamos a fojas cero. O sea, por ejemplo, a que esa completud se la otorgara obligadamente alguien pícnico, ovolactovegetariano y con rulos. Porque lo que la editorial del texto original y los partidarios de esa discriminación no se niegan a la traducción en sí sino a no añadirle al producto-texto (en el soporte que sea) el valor simbólico o ideológico de una traducción hecha por alguien de características raciales, sociales y de género similares a las de la autora. El texto es, en este caso, subsidiario; lo que importa es su puesta en escena comercial, no necesariamente orquestada para vender más ejemplares o ganar más dinero sino para privilegiar sus peculariedades metaliterarias e imbuirlas de un valor del que, por sí solo, no goza. El problema de esta maniobra trascendental es que acaba devolviendo al propio texto a un terreno por demás viscoso y equívoco: la insistencia en la persona de la autora como arquetipo de un tipo de creación que exigiría la clonación de ese arquetipo en todas las etapas generativas induce al público, a los lectores, a los receptores finales, a participar de una amnesia conceptual peligrosa y empobrecedora.
No hace falta leer obra sesudas de crítica literaria, semiótica o sociología de la comunicación para entender que todo texto está habitado por una sucesión de personas desdobladas que representan la pantomima de la ficción autoral. Grosso modo, el autor físico se encomienda a la persona del narrador, que a su vez (y sobre todo en los textos poéticos o autorreferenciales) se desdobla en la persona de sí mismo o del autor como personajes que, también a su vez, actúan para un tercero, tan ficticio como ellos pero sin el cual el acto creativo no existiría. Amanda Gorman, así, está tan lejos de su poema, leído ante ¿el mundo? en la ceremonia de asunción del nuevo presidente estadounidense como quienes la escuchaban e incluso, a medida que lo iba recitando, más lejos aún que ellos. El poema no sólo ya no era del todo suyo (es decir, de la Amanda Gorman de piel y huesos) sino que había trascendido la persona del lector (o del auditorio) implícito y cobraba forma en cabeza de los receptores reales, circunstanciales, azarosos, aburridos, encantados, etc.
De ahí que ninguna discriminación, por positiva que sea, logrará más que añadir otra capa de personas desdobladas al nuevo texto que es la traducción. Y de ahí que la imposición o sugerencia de clonar el arquetipo de la autora en la persona de sus traductores no tenga la menor incidencia en la calidad, precisión o fidelidad de esas traducciones, ni garantice otra cosa que la visibilización de ese vago arquetipo (mujer joven, negra, activista) como valor ideológico per se. Ni Gorman ni su editorial o sus agentes o asesores o compañeros de militancia están hablando de traducción ni, por supuesto, de literatura; hablan de su tendencia a dejar que la ideología se enseñoree de la política, que es nuestro mago de Oz actual. Y quien dice ideología dice idealismo, narcisista si se me apura. Ya se ve, la política siempre vuelve al lugar del crimen.
Hago un último inciso incorrectísimo. Resulta muy curioso que casi nadie haya tenido el arrojo o la inconciencia de ir más allá del asunto simbólico o ético y se haya detenido a analizar el poema que leyó Gorman. Desde diversas perspectivas: la política, la técnica, la estética, la histórica… El poema en sí es un bodrio, dicho esto con todas las letras, lleno de los peores lugares comunes del discursismo americanista y orlado de rimas fáciles y retruécanos trillados, ingenuos, forzados, que ni siquiera el fraseo sinuoso y delicado o la calculada teatralidad de Gorman logran engalanar. Si eso es slam, yo me llamo Rosa Luxemburgo. Si le hubieran puesto la voz y la imagen de Biden o de Kamala Harris, nos habríamos dormido al instante; pero no, la que peroraba ahí, con admirable entereza y saber estar, era una joven poeta laureada de piel oscura y entrañable delgadez, matándonos suavemente con su sonrisa, para parafrasear a la gran Roberta Flack. En esa sonrisa había más militancia y activismo que en todo el poema, una suerte de versión ligeramente indignada del Star-Spangled Banner. A mí, sinceramente, la parafernalia ideológica estadounidense me la trae al pairo, y más si se disfraza de la sal de la tierra. ¿Dónde está el arte silvestre y amargo de los pobres en ese texto plano? Cualquier rapero callejero tiene más swing que Amanda. Pero no se puede decir, o no se debe decir, o a nadie le conviene decirlo, so pena de recibir un chirlo ideológico del tamaño de un B-52. Lo cual me apena doblemente: una, por la pusilanimidad general y genérica de los intelectuales; otra, por la ocasión perdida por Amanda Gorman. Si yo fuera su traductora, negra, joven, activista (del bien, imagino), no podría resistir la tentación de infringir la regla de oro de la traducción profesional: nunca mejores el texto original, por más que el propio texto te lo pida a gritos.
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