Edgardo Scott se hizo una reputación como narrador –No basta que mires, no basta que creas (2008), Los refugios (2010), El exceso (2012) y Luto (2017)– y ensayista –Caminantes (2019)–, pero un día empezó a traducir. Su traducción más reciente es Dublineses, de James Joyce, que acaba de publicar la editorial Godot en Buenos Aires. Esa fue la excusa para entrevistarlo para este blog.
“Nunca hay
algo asentado del todo”
–Dijiste en varias entrevistas que desde hacía mucho querías traducir Dublineses. ¿Por qué este libro entre todos los posibles libros de cuentos que se pueden traducir?
–Supongo que porque traducirlo
era la manera de leerlo con la mayor intensidad posible y de darlo a leer del
mismo modo; dar a leer algo que había sido absolutamente clave para mí. Traducir
es a veces como leer hasta el punto de hacer de esa lectura una escritura.
También porque me parecía que todavía no estaba o no está del todo subrayada la
importancia de Joyce para la reinvención del cuento. O la invención del relato
contemporáneo. Creo que tenemos más presente a Chejov o a Hemingway (que sin embargo le debe tanto), incluso a
Mansfield, que a Joyce.
–También hablaste de los problemas que
encontraste en otras versiones. ¿Podrías detallar cómo los evitaste en la tuya?
–Bueno, en
muchos casos, estos veinte años han sido claves, porque han sido los años en
que Internet se volvió un archivo y una biblioteca universal al alcance de un
click o dos. Entonces muchos de los errores o imprecisiones tenían que ver con
las referencias, o el modo de interpretar y afirmar esas referencias. Otra
corrección fue la puntuación original, que desde que fue restablecida en 1967,
nunca había sido muy tomada en cuenta en castellano. Traté de respetarla o
recrearla al máximo, dejando ver la elocuencia teatral que hay en esa
puntuación hecha menos de puntos y comas que de silencios o de un ritmo
acelerado de la frase que se debe leer de un tirón para captar su artificio.
Por último, intenté no pecar ni de “lenguaje neutro” o lo más neutro posible,
algo muy de moda e incluso recomendado por las instituciones de la lengua en
castellano ni, por supuesto, caer en su contrario, la exageración de un regionalismo
del Río de la Plata. En ese sentido el tono general de Joyce en este libro, un
inglés “tan irlandés y dublinesco”, pero no costumbrista ni lunfardo fue la
guía.
–Noté que hacías una división entre libros
clásicos y libros contemporáneos. Decías, por ejemplo, que Rojo y negro es un clásico, pero que los libros de Joyce
son libros vivos. Me gustaría que especificaras más a qué te referís con una y
otra cosa.
–Me parece
que los libros clásicos ya no entran en la discusión política, están más allá
de la discusión política, en todos los sentidos que le queramos dar a esa
dimensión. Están, al menos temporariamente, fuera de esa discusión. Me parece
que los contemporáneos, por el contrario, siguen entrando en esa discusión. Todavía
las líneas de la modernidad del siglo XX, el famoso trío: Proust, Joyce, Kafka,
siguen siendo formas de escribir y pensar la literatura que a través de la
tradición, a partir de los autores que continúan y expanden esas obras siguen
enfrentándose. Para verlo en nuestro caso, Saer a esta altura podría ser un
clásico para nosotros, y sin embargo, cuando un escritor como Aira, por
ejemplo, ataca su literatura y su figura de autor por “demasiado seria o
solemne” entonces Saer se vuelve un contemporáneo, porque habrá quienes lo
sigan a Aira y lo lean de ese modo a Saer, y habrá quienes lo “defiendan” (con
todos los grises posibles en ese arco entre un punto y otro). ¿Pero alguien
discute Amalia o Don Segundo Sombra? Entonces esos libros son clásicos. En realidad
no las pienso como categorías estáticas ni tampoco tienen que ver
necesariamente con una “cantidad de tiempo”; hasta la dictadura Borges no era
un clásico, y después de la dictadura y su muerte, lo fue. Ya no lo toca –otro
dirá, no vale la pena–, la dimensión política (nótese que digo política, no
ideológica). Pero eso es hasta que alguien lo cuestiona, lo lee de nuevo; eso
es lo que tiene la literatura: nunca hay algo asentado del todo. Por eso todo
canon es temporario e interesado.
–Otra cuestión sobre la que insististe es la de
la estructura que tienen los cuentos de Joyce, que se contraponen con los
cuentos tradicionales en eso de tener un principio, un medio y un fin. ¿Qué
nueva estructura estaría proponiendo?
–Claro, yo
digo que los cuentos de Joyce son relatos, porque me sirve distinguir
entre cuento y relato. En los dos casos
son formas narrativas que revelan una verdad. Pero en el caso del relato de
Joyce no hay una promesa narrativa y el ocultamiento de una verdad para que en
el final se revele sino que la revelación de la verdad actúa por acumulación,
no por ocultamiento. Todo el tiempo está a la vista. Es un poco como en el
teatro, esos objetos que están en la escenografía y que parecen indiferentes
hasta que la acción los “muestra”. Aunque en realidad siempre estuvieron a la
vista. Joyce trabaja con ese tipo de relato, un relato sin promesa narrativa,
sin ocultamiento, pero, paradójicamente con
revelación de verdad.
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