Motivado por la entrada de ayer, el poeta y traductor Jorge Aulicino nos hizo llegar la siguiente reflexión.
¿Leer el original?
La boutade de que solo leyendo el original se puede leer el original me parece ya una burrada superada largamente.
Sin esperanza de “leer el original” se están traduciendo hoy en la Argentina -”en-medio-de-la-pandemia”- la mayor cantidad de libros de poesía de la historia. Mayormente del inglés, pero también del ruso, del chino y en menor medida de los idiomas latinos, especialmente el italiano y el portugués de Brasil. No voy a hacer una lista, basta recorrer los catálogos en red de las editoriales de poesía y los blogs. Todas pueden llevar con cierto honor el título de independientes.
Leer el original sólo se soluciona si uno entiende chino, inglés, italiano, alemán, latín: esta es la lectura del célebre apotegma “solo el original es el original”. Y esa es su pedantería. Una, porque a pesar de que todos compartimos esta certeza, y de que la historia la ha compartido, la cultura de Europa occidental, que heredamos, se levantó sobre la traducción, primero del griego, del hebreo y del árabe al latín, y más tarde del latín a las lenguas romances y a las germanas. No estoy hablando solo de la Biblia sino de toda la antigua literatura filosófica, literaria y científica griega que llegó al resto de Europa gracias a los traductores y comentaristas cristianos, que eran a la vez las dos cosas, porque ya sabemos que toda traducción implica un comentario. Dos, porque aun conociendo uno, dos o treinta idiomas -a menos que se los hable desde la más tierna infancia, y ni así- no se leerá realmente el original. El que habla idiomas los habla traduciendo, comentando, pocas veces naturalmente.
Hace poco Jorge Fondebrider escribió aquí que tuvo una revelación cuando Arnaldo Calveyra le dijera que no manejaba la “temperatura” del francés, después de haber vivido 30 años en París. Esa “temperatura” es la que buscan vanamente los traductores, como ultima ratio. Pero también la que buscan los autores. Y por detrás de la paráfrasis o el comentario que implica toda traducción, aun la de combate, la de fragua de la literatura comercial, se mueve siempre -casi siempre- una sombra del original. Solo una sombra, se puede decir. Pero ocurre con frecuencia que sea “de bulto bello”, como las que viste el sueño en el muy citado soneto de Luis de Góngora.
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