Hallazgos y continuidades: 65 años de la editorial de la Universidad Veracruzana
Cuando se mide la importancia de una editorial se suele pensar primero en términos estadísticos y numéricos: ventas, número de títulos, reediciones, pero se dejan de lado otros parámetros, de diferente índole, menos visibles, pero tal vez más profundos. Por ejemplo, se me ocurre pensar en los ejemplares que uno ha regalado de un determinado sello. Recuerdo los años setenta, cuando algunos amigos buscábamos afanosos en librerías de viejo los ejemplares del Bergson de Vladimir Jankelevitch, del cual teníamos uno profusamente subrayado, no para leerlo nosotros sino para regalarlo a quien no lo conociera: era casi un rito de iniciación amistoso. El libro era innecontrable en las librerías normales, pero en cambio aparecía de manera frecuente en las de usado. La editorial hacía años que lo había descatalogado y aún faltaban varios lustros para que el extraordinario filósofo judío francés viviera una cierta moda lectora en español. Por otro lado, nuestra filosofía mexicana, fertilizada en sus años pioneros por el filósofo francés autor de La risa, vivía entonces cautiva de la ortodoxia marxista más plana, así que el libro en cuestión era una especie de santo y seña entre un grupo de disidentes o heterodoxos.
No es el único título de la Universidad Veracruzana (UV) que vive esa condición de regalo iniciático: también le ocurría a un delgado volumen de poesía, prologado por Octavio Paz y firmado por Blanca Varela, Ese puerto existe. Se le buscaba y se daba de regalo, incluso como franco instrumento de ligue –sí, hubo un tiempo en que los libros servían para ligar– y esa distribución gota a gota tuvo su consecuencia: la escritora peruana es hoy un clásico de la lírica hispanoamericana y Jankelevitch un autor presente en los mejores pensadores y críticos de nuestra lengua. Cuando pienso en esta condición afectiva del libro regalado se me ocurre que es un termómetro más fiel de la importancia de una editorial y que, con ello, rindo un mínimo homenaje a la labor editora de la Universidad Veracruzana en su aniversario sesenta y cinco.
Y los libros se me presentan en cascada: voy a enumerar algunos de manera desordenada: El Diario de Lecumberri, de Álvaro Mutis, fue durante años el libro más difícil de conseguir del poeta colombo-mexicano, en parte debido a que el mismo Mutis lo dejaba un poco de lado para que se apreciara mejor su extraordinaria poesía, y ni siquiera el éxito de sus novelas a mediados de los setenta llevó a una reedición sino hasta un par de décadas más tarde. Igualmente, La ofrenda para una virgen loca, de Rosa Chacel, circulaba de mano en mano como un libro que había que leer en secreto, de la tal vez mejor narradora española del siglo XX.
A fines de los cincuenta, recogiendo las enseñanzas de la labor de Juan José Arreola en Los presentes, y acompañando de manera virtuosa al crecimiento de proyectos editoriales como Joaquín Mortiz y Era, y un poco después Siglo XXI, la editorial de la UV no sólo ocupó un lugar destacado en el contexto universitario sino en la puesta al día de nuestro conocimiento de la literatura de otros países y lenguas, y de alguna manera también como plataforma del boom antes de Carmen Balcells. Uno de los principales factótums de la calidad del sello fue Sergio Galindo, narrador veracruzano de notable talento, autor de clásicos como Polvos de arroz, La justicia de enero y Otilia Rauda. Con él se dieron a conocer autores hoy de renombre, como Jorge López Páez, Emilio Carballido y Juan Vicente Melo.
El surgimiento y consolidación de la Generación de Medio Siglo no se podría entender sin la labor editorial de la UV. El impulso de una generación excepcional tanto en México como en Hispanoamérica permitió que el proyecto editorial echara raíces, se robusteciera bien, pronto, y se consolidara en el tiempo. Hoy cumple sesenta y cinco años. Me interesa destacar que no fue sólo un proyecto centrado en un grupo de escritores, sino también de historiadores, filósofos y académicos que acompañaron al proyecto, desde las páginas de los libros, y de la revista La Palabra y el Hombre (y algunas otras que fueron surgiendo en el tiempo). Además de Fernando Salmerón, quien ocupó importantes cargos en la institución, incluido el de rector, y que dio cobijo y apoyo a la iniciativa cultural, hay otras figuras. Es una buena muestra el ya mencionado Bergson líneas arriba: el traductor de dicho libro fue Francisco González Aramburu, niño de Morelia, y muestra de que el exilio español, en su llamada generación hispano-mexicana, acompañó a la editorial (allí publicaron escritores como José de la Colina, Tomás Segovia y César Rodríguez Chicharro). Insisto: la editorial de la UV se volvió una carta de identidad cultural del México de la última mitad del siglo XX.
En mi generación crecimos como lectores a la par de la editorial en la década de los setenta, nos volvimos lectores constantes. No sé si la situación fetichista descrita al principio también la vivieron generaciones posteriores, pero me atrevo a suponer que sí, aunque tal vez no con los mismos libros. Esto me lleva a otra cualidad: la editorial ha tenido con frecuencia al frente del proyecto a escritores, además del ya mencionado Galindo hasta Agustín del Moral (su actual responsable), autores tan queridos como Sergio Pitol, pasando por José Luis Rivas y Luis Arturo Ramos. Si no recuerdo mal fue Rivas quien impulsó la reedición del Bergson obsesivamente presente en estas páginas.
La presencia de escritores, no sólo enfrente sino atrás y a los lados, arropando el proyecto, ha permitido que no naufrague en las veleidades de la grilla interna de una institución. Vuelvo a recordar a Sergio Pitol –cuando viajaba a Xalapa era obligada la cita a comer con él– y cómo repasaba entusiasta las traducciones que había hecho de escritores centroeuropeos y cómo repetía que era importante que la editorial mirara hacia afuera (quería decir a otras lenguas y latitudes). Es decir, en un sentido extraterritorial, para usar un término de George Steiner. Un buen ejemplo es la muy reciente colección Mar de poesía en ediciones bilingües.
También vale la pena recordar que el crecimiento de la editorial acompañó un momento dorado, en el cual surgieron sellos como Joaquín Mortiz, Siglo XXI y ERA, a los que alimentó con sus descubrimientos y a los que complementó de manera armónica para encontrar, no sin dificultad, un espacio propio. No quiero dejar de señalar que ha padecido, como todas las editoriales mexicanas, grandes y chiquitas, períodos de mala distribución casi de carácter cíclico.
Hay en mis palabras, como suele suceder en las efemérides, un cierto tono nostálgico que ahora quiero corregir un poco. La editorial ha publicado a muchos escritores que admiro de mi generación –pienso ahora, por ejemplo, en Adolfo Castañón, en Héctor Subirats, en Fabienne Bradu, o incluso más jóvenes (destaco entre estos la obra reunida de Miguel Ángel Chávez, libro al que hay que volver). También vale la pena destacar las series Sergio Pitol traductor y la Biblioteca Carlos Fuentes. Así reúne literatura reciente, clásicos, ediciones de divulgación, libros académicos, traducciones, coloquios, memorias, teatro, poesía, ensayo, cuento, filosofía.
Para cerrar estas palabras, una última evocación: hace unos años encontré varios ejemplares de Magia de la risa a precio de remate, seguramente consecuencia de ese inevitable robo hormiga que toda editorial padece, y los compré para irlos regalando a mis amigos.
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