lunes, 6 de junio de 2022

Una reflexión sobre la cancelación retrospectiva

El pasado 4 de junio, Marcelo Pisarro publicó una nota en Cultura InfoBAE, donde recoge los dichos de la francesa Gisèle Sapiro (1965), directora de la École des Hautes Etudes en Sciences Sociales (EHESS), quien, desde hace tiempo trabaja sobre la idea de la responsabilidad del escritor.

Si el autor hizo algo malo, ¿qué hacemos con la obra? ¿censurarla? ¿esconderla? ¿tirarla a un pozo?

“¿En qué se parece una opinión a un culo? En que todo el mundo tiene uno”. Eso dice un profesor de literatura de escuela secundaria, al que sus alumnos llaman Ricker El Hippie, en El que pierde paga, la novela de 2015 de Stephen King, segundo tomo de la trilogía del detective Bill Hodges.

 

La expresión es anterior a Ricker El Hippie, aunque éste no use comillas, y también es anterior a la novela de Stephen King, quien parece dar por sentado que sus lectores constantes no las necesitan. Casi tres décadas antes, en Dead Pool, la película de 1988 de Buddy Van Horn, quinta y última entrega de Harry El Sucio, el inspector Harry Callahan, interpretado por Clint Eastwood, dice eso mismo: “Bueno, las opiniones son como los culos: todo el mundo tiene uno”.

El interrogante acerca de si debemos separar las obras de sus autores, esto es, si debemos mantener en la vida pública las obras de personas que hayan probado ser unas desgraciadas, o que al menos hayan sido señaladas de serlo con un grado de certeza variable, califica para la expresión de Ricker El Hippie y de Harry El Sucio. Opiniones no faltan. Todo el mundo parece tener una. Al igual que tienen un par de nalgas. Lo que a veces falta es la perspectiva sociohistórica: entender los recorridos del vínculo entre obras y autores, prestar atención a su arbitrariedad y sus matices y, en definitiva, atender las complejidades que encierran las preguntas de sí o no.

La socióloga francesa Gisèle Sapiro aborda el problema en ¿Se puede separar la obra del autor? Censura, cancelación y derecho al error. La pregunta del libro no es nueva. Sí adopta una forma específica desde la década de 2010: una época de redes sociales y cultura de la cancelación en la cual, escribió Caroline Fourest en La generación ofendida, “ya no nos tomamos el tiempo necesario para digerir o respirar antes de gritar”.

Estas discusiones son saludables, dice Sapiro, a pesar de los excesos y del tono virulento. Atestiguan la vitalidad del debate democrático y de la libertad de expresión. Aunque aclara: “No por ello se hace menos necesario intentar esclarecer las repercusiones de un debate confuso donde el estilo panfletario, que privilegia el ruido y la mala fe para descalificar al adversario, prevalece a menudo sobre la argumentación racional”.

Para esclarecer este debate confuso donde todo el mundo tiene una opinión, y donde se la grita sin digerir ni respirar, Sapiro considera una triple relación entre autor y obra: metonímica, de semejanza y de intencionalidad. Estas relaciones suponen un nexo entre la moral del autor y la moral de la obra.

El nexo está ahí, siempre, pero no se lo examina hasta que se divulga una conducta reprochable del autor. Esto genera dos respuestas ideales: identificación completa o separación completa entre obra y autor. O bien se considera que las obras son autónomas y que deben examinarse sin tener en cuenta la moral del autor (lo cual significa que, cualquier cosa que haya hecho el autor, la obra mantiene su independencia). O bien se considera que la moral de la obra es indisociable de la moral del autor. Entonces aparece la pregunta: si el autor hizo tal cosa, y si la moral de la obra expresa la moral del autor, ¿qué hacemos con la obra? ¿Hay que censurarla? ¿Sacarla de circulación? ¿Dejar de reeditarla? ¿Proscribirla en las universidades? ¿Esconderla de las filmotecas? ¿Bajarla de las salas de conciertos? ¿Llenarla de notas de advertencia? ¿Quemarla? ¿Tirarla a un pozo?

Sapiro no toma partido por ninguna de estas dos posiciones ideales. No elige bando. No opina. O sí lo hace. Aunque de manera tan elegante que no parece una posición, ni un bando, ni siquiera una opinión. Suena sensata. Una argumentación racional. Sin gritar, habiendo digerido y respirado.

Sin negar las relaciones entre la moral del autor y la moral de la obra, Sapiro plantea que las obras se juzguen de manera relativamente autónoma según los criterios de cada campo de producción cultural, considerando su historia, sus límites, sus posibilidades y restricciones. Con una salvedad: “Siempre y cuando no comporten ni una incitación al odio contra ciertas personas o grupos a causa de sus orígenes, su género o sus preferencias sexuales, ni una incitación a la violencia física o simbólica”.

Si bien la salvedad no es sencilla de aplicar, por algún lado se empieza. Es un orgullo francés, como se verá: libertad de expresión, primero, y el resto se arregla.

El autor, esa idea reciente
“Las nociones de autor y de obra son construcciones sociales asociadas a creencias que varían a lo largo de la historia y entre diferentes culturas”, escribe Sapiro. Son conceptos históricos movedizos, algunos recientes, otros no tanto, siempre fluctuantes. Por ejemplo, la idea de que un autor es un individuo que se expresa en nombre propio a través de una obra es una concepción occidental moderna. Esta figura del autor surgió a la luz de la Revolución Francesa y se asocia con una persona específica que asume las responsabilidades penales derivadas de los derechos de propiedad intelectual. Aquí importa la relación metafórica: la semejanza entre el nombre del autor y la persona jurídica que emana de estos derechos de propiedad.

El nombre del autor ya no designa un estilo, ni una forma, sino a la persona misma, tal como se desprende de los procesos legales por autenticidad y plagio: “En cuanto que emanación de su persona, la obra guardaría, pues, cierta semejanza con el autor”, y si la persona del autor se encuentra en cada una de sus obras, entonces la moral de la obra remite a la moral de su autor. Por lo cual, si el autor auspició el racismo científico o si prendió fuego a su pareja, esa moral estará inscripta en la moral de la obra, aunque la obra trate sobre cualquier otra cosa, sobre el vuelo de los pájaros o sobre la desdicha de que las tostadas siempre caigan del lado de la mermelada.

Es lo que sucede con el compositor Richard Wagner: ¿hay que dejar de presentar las óperas del ciclo de El anillo del nibelungo, que no tienen nada objetable, porque Wagner, quien vivió en el siglo XIX, fue un abierto antisemita y porque luego, cuando ya llevaba casi medio siglo de muerto, fue celebrado por el nazismo? Ahora mismo, en alguna parte del mundo, alguien está discutiendo sobre esto.

Las funciones metonímicas suponen otras relaciones. El autor se define por las obras que se le atribuyen y, por ende, que le son imputables. El todo por la parte: cada obra remite al autor y, así, refleja una coherencia inscripta en un proyecto mayor. Clasificamos Muerte a crédito a partir del nombre del autor, Louis-Ferdinand Céline, a quien a veces nos referimos con la sinécdoque “el autor de Viaje al fin de la noche”, y a cuyo proyecto de escritura se le suman los panfletos antisemitas y la colaboración con el nazismo. Está inscripto en un mismo paquete. Una cosa se lee en relación a la otra. Y cada una se lee en relación al todo.

A la relación metafórica (el autor de la obra se equipara con una persona que asume la responsabilidad intelectual de la misma), y a la relación metonímica (cada parte de la obra remite a un conjunto coherente mayor), se les suman las intenciones: la pregunta acerca de cuán conscientes son las decisiones de los autores respecto a las obras, si hay una búsqueda de un proyecto total, o un propósito, si más bien responden a determinadas nociones sociales e históricas que quedan grabadas en esas obras, o si es algo intermedio, o nada, o si es posible diferenciar entre acción e intención como en el plano jurídico.

Por ejemplo, la causalidad interna, en los procesos judiciales literarios, fundamenta la responsabilidad subjetiva, así que la obra se considera resultado, y por ende prueba, de una intención subjetivada. Sin embargo, en la práctica, no siempre la obra se juzga como producto de las intenciones del autor, como ocurrió en el juicio contra Charles Baudelaire por la publicación de Las flores del mal. Acusado de ultraje a la moral pública, Baudelaire fue multado, pero no encarcelado, porque se determinó que en realidad no quiso hacer lo que había hecho.

Actos privados, perspectivas ideológicas
Muchos mecanismos, insiste Sapiro, provocan que las relaciones entre obras y autor nunca sean nítidas. Por ende, se vuelve difícil argumentar por cualquier posición ideal de sí o no. La intención del autor choca contra el efecto de sentido de la obra. Los recursos narrativos dejan en entredicho la superposición entre persona y autor: oigan, no lo digo yo, lo dicen mis personajes.

Algunas acciones reprobadas que examina Sapiro conciernen a actos privados censurables (violación, asesinato, pederastia), que pueden ser delitos. Otras son perspectivas ideológicas reprochables: racismo, antisemitismo, apoyo al nazismo. Difieren en su naturaleza y en la gravedad que les atribuyen la ley y la opinión pública. También difieren respecto a su presencia en las obras: ¿están presentes? Si es así, ¿de qué manera? El apoyo al nazismo o la incitación al odio racial se consideran, según las regulaciones jurídicas de muchos estados nacionales, delitos. Pero los trapos encontrados en los roperos de muchos autores consagrados se ensuciaron cuando el racismo, la xenofobia y el odio racial no sólo eran ideología hegemónica sino ideología de Estado. ¿Eso debería suponer una distinción?

También influyen las intermediaciones. El papel que cumplen en la obra no sólo el autor, sino editores, publicistas, traductores, productores, exégetas, periodistas, galeristas, agentes, críticos, mecenas, ilustradores, comentaristas y mejores amigos. Y el tipo de obra. ¿Qué pasa con la relación entre persona y autor en el diario íntimo, la autoficción, la autobiografía, las memorias o el autoanálisis? Además, hay que considerar cómo operan las divisiones de estilo o de perspectiva teórica en una misma obra (el joven Karl Marx y el Karl Marx de la madurez; los periodos azul, rosa y negro de Pablo Picasso), o la separación entre obra panfletaria y obra literaria (lo cual hizo aceptable, o por lo menos tolerable, a escritores como Céline), o lo que se saca y se pone en las “obras completas”, y el reconocimiento, o no, de los autores implicados: lo que está en juego es la consagración, y los adversarios se sirven de esa celebridad para promover sus causas.

Varía asimismo el contenido de la obra respecto a las acciones reprochadas a los autores. No hay nada en las películas del director Roman Polanski que se refieran al hecho de que en 1977 fue arrestado y acusado de drogar y violar a una niña de trece años, y que, tras un acuerdo con la fiscalía, se haya declarado culpable de tener sexo con la menor. Pero otras veces las obras justifican, celebran o alardean esas conductas reprochables.

El escritor Gabriel Matzneff, orgulloso pedófilo, se armó una celebrada carrera literaria jactándose de sus hazañas pedófilas. La relación entre obra y autor, en un caso y otro, es diferente. También invita a reflexionar si quienes cometieron un delito, fueron condenados y cumplieron su pena, tienen el derecho a reinsertarse en sociedad y seguir ejerciendo su oficio: haciendo películas, conciertos, novelas, lo que sea.

Otro factor es temporal. Las acciones reprobadas pueden anteceder o suceder a la obra. O pueden ser coetáneas, como en el caso del filósofo Martin Heidegger, quien completó buena parte de su trabajo como partícipe del régimen nazi. Los compromisos políticos cuestionados de Günter Grass, Maurice Blanchot, Paul de Man y Hans-Robert Jauss, en cambio, precedieron a la obra por las que obtuvieron consagración. ¿Estas acciones previas deberían modificar la apreciación de una obra que se valora positivamente?

En otros casos, las acciones reprobadas son posteriores, como ocurrió con Renaud Camus y Richard Millet, autores respetados que mucho después revelaron posturas antisemitas, islamofóbicas o xenófobas. Ambos venían en declive y la provocación fue una manera de mantenerse en la vitrina intelectual, aunque, en definitiva, haya conducido a su exclusión: “Envejecimiento social asociado a la pérdida de reconocimiento literario”, escribe Sapiro en este libro publicado en francés en 2020 y que, en la presente edición de Capital Intelectual, agrega un prólogo a cargo de la periodista Hinde Pomeraniec, en el que subraya que imaginar un mundo del arte construido por personas de bien es tan ingenuo como inútil: “La decencia, como la ideología, no son garantía de calidad estética”.

¿Entonces?

Entonces, ¿se puede separar a la obra del autor? “Sí y no”, responde Sapiro, por el bien de las argumentaciones racionales. “Sí porque, como se ha visto, la identificación de la obra con el autor jamás es completa, y porque a éste la obra siempre acaba ‘escapándosele’”. Se le escapa primero en la producción: cualquier proyecto creador está restringido por el espacio de lo posible y lo pensable, y también porque una obra es un proceso colectivo que no permite controlar de manera acabada su sentido. Y se escapa, luego, en recepción, que nunca es pasiva y admite formas contradictorias de interpretación.

“Y no: no se puede separar al autor de la obra, porque ésta lleva la huella de una visión del mundo, y de unas posiciones ético-políticas más o menos sublimadas y metamorfoseadas por el trabajo sobre la forma, que es necesario sacar a la luz para entenderla tanto en su sociogénesis como en sus efectos”, agrega Sapiro. Lo que hay que observar es cómo el autor asume, o no, las responsabilidades sobre efectos que no puede controlar, tanto si quiere como si no. Y también cómo evoluciona la obra, relacionando las estrategias del autor y las estrategias de producción con las transformaciones del campo cultural donde estas obras se inscriben y obtienen su significación.

El libro es decididamente francés. No aparecen Harry El Sucio, ni Ricker El Hippie, ni Stephen King, ni Clint Eastwood. Tampoco hay figuras retóricas con esfínteres. Se apoya en corrientes de pensamiento francesas, sigue casos de autores y obras francesas, se sostiene en la jurisprudencia francesa, y, cuando esto no ocurre, se hace relevante por su conexión francesa: el caso de Polanski, por ejemplo, se focaliza en el debate de la edición de 2020 de los premios franceses César. La búsqueda de una argumentación racional asume pues un carácter nacional.

Si las dos posiciones ideales (identificación completa o separación completa entre autor y obra) tienen muchos adeptos en todas partes, en Francia, dice Sapiro, prevalece la segunda: “La posición ‘esteta’ es la más popular, al menos en las esferas culturales y, después de ciento cincuenta años de luchas en pro de la libertad artística, cuenta con el apoyo del Estado”. En otros países, como Estados Unidos, donde la moral constituye un capital simbólico entre intelectuales e intermediarios culturales, “resulta más aceptable someter las obras de arte a juicio”. ¿Entonces hay que separar a la obra del autor? Sí y no, responde Sapiro, pero en Francia la libertad de expresión va primero. El resto se va viendo.

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