El petiso Jorge Aulicino no para de pensar. Y tiene razón, porque algo hay que hacer. Sobre todo, cuando la estupidez nos conduce, poco a poco, a convertirnos en una civilización de necios y mentecatos.
Negro que te quiero negro
Pero la chatura marcha de la mano del nuevo pensamiento único, que se convierte cada vez más en oficial. Chatura que desconoce el valor que el contexto y el tono les dan a las palabras. Negro, en la Argentina, es el criollo mestizo. Por supuesto, el término nació denigratorio. Pero luego miles de personas han sido llamadas Negro y Negra, como sobrenombres, sin que eso contuviera desdoro. Por el contrario, eran y son apelativos cariñosos, como los referidos a otras características físicas. A mí me suelen llamar petiso y me llamaban el Petiso en cierto ambiente. Gente que me quería. Gordo o gorda, flaco o flaca, lungo o lunga se convertían naturalmente en apodos en aquellos tiempos (cuando yo era joven). Lo mismo las alusiones, intencionalmente erradas, a los lugares de nacimiento: todos los árabes eran turcos, todos los judíos rusos, todos los orientales chinos. Y la alusión al origen, ya sea el propio o el de los padres, derivaba en apodos personales: el Ruso; el Turco, etc. Todos los españoles fueron gallegos y los italianos, tanos, pero luego cada uno de ellos portaba la referencia al origen, propio o hereditario, como sobrenombre: “Ahí viene el Gallego”, “el Tano es muy leche hervida”.
Durante las grandes movilizaciones de las décadas de los sesenta y setenta en los Estados Unidos, miles de personas se sumaron a lo que genéricamente se llamó Black Power (poder negro). El movimiento incluía al violento Black Panther Party, pero también a otros grupos que se reconocían como negros. Luego, el llamado “pensamiento políticamente correcto” de la izquierda estadounidense y de los sectores progresistas de Nueva York y San Francisco decidieron que era discriminatorio llamar negros a los negros. Y que los que viven en los Estados Unidos, hayan nacido allá o no, deben ser llamados “afroamericanos”. Lo cual ignora, para empezar, que no todos los africanos son negros y que el intento de absorberlos es, a la vez, el de integrarlos al mismo sistema que tritura a casi todos. El caso es que llevamos treinta años escuchando que los yanquis de alma llaman afroamericanos o afrodescendientes a los negros sin que la violencia de los racistas (“supremacistas blancos”, en una mala traducción) haya disminuido un ápice.
Las palabras no cambian las cosas. Las formas de llamar a personas de distinto color de piel, o con insuficiencias físicas o mentales, que inventó la ola progre, ya no sólo en los Estados Unidos sino en el mundo, serían graciosas, si no fuera que revelan una mente acosada tanto por la imbecilidad cuanto por el autoritarismo unificador. Me alarma la represión bienpensante que recorre el mundo (algunos se la aplican como silicio y luego la aplican a los demás), especialmente porque ese gran movimiento puritano atenta contra la literatura, donde las palabras intentan desplegar todos sus matices. La lengua perderá sus matices, su forma tan peculiar de expresar odio o afecto con la misma palabra, al menos en castellano de América. Los yanquis –los propiamente yanquis– no se perdonan haber usado a los negros como esclavos. Nosotros tampoco. Pero ya se nos pasó. La esclavitud fue abolida hace más de dos siglos en la Argentina. Y negro, como queda dicho, es un término que se puede usar con desprecio de clase (incluso desprecio de clase adquirido) o con familiaridad afectuosa. Dios no nos quite esto último.
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