La censura de libros infantiles
Hay muchos pingüinos en el zoo de Central Park. Pero el favorito de Roy es Silo. Y viceversa. Se quieren, igual que quieren ser padres juntos, aunque ambos son machos. Su deseo, sin embargo, no choca sólo con la naturaleza: cientos de estadounidenses mostraron su rechazo contra el álbum ilustrado Con Tango son tres (Kalandraka) por retratar a una familia no tradicional. Hubo padres y madres que pidieron sacarlo de las escuelas.
O incluso de las estanterías. Y eso que está inspirado en una historia real. De hecho, los dos animales ganan su batalla, gracias a la ayuda de un cuidador. La pelea desatada en torno a este libro, en cambio, continúa, como relata Jon Anderson, presidente y editor de la división infantil de Simon & Schuster. “La censura de literatura para niños nunca ha sido peor en EE.UU.”, aseguraba este martes en la Feria del Libro Infantil y Juvenil de Bolonia, la mayor del sector en Europa.
Los ejemplos, en realidad, no se limitan a un país. Ni a una ideología. Hay presiones progresistas y conservadoras; libros cuestionados en Portugal o en Italia; y el foco de preocupación varía de la violencia a la tristeza, desde obras antiguas que hoy parecen ofensivas y poco inclusivas hasta el lado opuesto. La guerra, de Jose Jorge y André Letria (A fin de cuentos), fue prohibido en Rusia, ya que iba a publicarse poco antes de la invasión de Ucrania, igual que desapareció en China. Pero El maravilloso mini–peli–coso, de Beatrice Alemagna (Combel), sufrió cortes en mercados a priori más tolerantes: en algunas ediciones no se halla rastro del cuchillo manchado de sangre que dibujó la autora en el original.
Hay, pues, por todo el planeta, adultos buscando con lupa lo que los niños no pueden o deben ver en los libros. Un debate colosal que incluye dudas legítimas, excesos, discriminación, corrección política, libertad creativa y millones de euros. De ahí que la feria de Bolonia —a la que este diario ha sido invitado por la organización— dedicara este martes dos conferencias a la censura y la reescritura de clásicos infantiles. Pero las discusiones van mucho más allá: se renuevan cada día en hogares, escuelas, universidades, editoriales y hasta Gobiernos. Hasta el superventas español El monstruo de colores, de Anna Llenas (Flamboyant), fue puesto en duda en el encuentro de Bolonia, acusado de una narración encasillada de las emociones. Y eso que todavía supone un éxito global.
“Hace 10 años habría dicho que la mayoría de los problemas procedían de la izquierda, y eso sigue sucediendo. Pero, en los últimos dos años, la censura de la derecha ha irrumpido de una forma que nunca había visto. Además, en el pasado eran individuos específicos en ciertas comunidades. Ahora se organizan nacionalmente, van a por maestros, bibliotecarios, editores...”, agregó Anderson. Citó a Moms for Liberty, un grupo de familias que ataca las obras presuntamente capaces de destruir los valores tradicionales. Y, en la charla, se habló de más de 1.000 títulos vetados cada año en las escuelas estadounidenses. Tantos como para que David Levithan, autor de libros en el ojo del huracán como Dos chicos besándose (Nocturna), jurara haber viajado hasta Bolonia solo para lanzar la alarma: “La vida de ningún niño está en juego si Roald Dahl escribe ´gordo´ o ´enorme´. Eso es una distracción. Hay censuras mucho más importantes ahora mismo, conservadores que miran lo que hacen partidos parecidos en otro lado, para copiarlo. Y hay que combatirlo”.
Levithan se refería a los polémicos cambios de palabras y frases que la editorial Puffin Books, de acuerdo con Roald Dahl Story Company, la empresa que gestiona su legado, realizó en la última edición de al menos 10 novelas del célebre escritor, con la idea de hacerlas más respetuosas hacia todas las sensibilidades. Aunque, paradójicamente, generó tal indignación global que el sello terminó anunciando que la versión original también se seguirá editando.
“Creo que hay una vendibilidad tras esta obsesión por la corrección. Todo lo que suena algo distinto de lo que se entiende como ´apropiado para los niños´ suscita discrepancias. Lo que el mercado ofrece hoy a la infancia está esterilizado, confeccionado para pasar el filtro de los adultos, que son los mediadores fundamentales de las compras”, explica Giovanna Zoboli, escritora y editora de libros infantiles en Topipittori. También por eso Dora Batalim SottoMayor, coordinadora del curso de posgrado en literatura infantil de la Universidad Católica de Lisboa, señaló en la charla de Bolonia: “Todos somos de alguna manera censores”.
Entre los casos concretos que se escucharon, un editor reacio a publicar una historia con protagonistas gitanos, “porque no compran libros”; la autocensura de autores que prefieren no meterse en problemas o maestros que solo eligen textos convencionales; o la paradoja de protestas en EE UU contra Fahrenheit 451, novela de Ray Bradbury que precisamente describe una distopia donde se queman libros.
A fuerza de estudiar el tema, Lourdes Lorenzo, directora del Departamento de Traducción y Lingüística de la Universidad de Vigo, tiene decenas de anécdotas más. “Cuando el hispanista John Rutherford envió su traducción del Quijote a la todopoderosa editorial Penguin, se le pidió eliminar el episodio donde Sancho piensa cambiar a los negros que, según le han dicho, habitan en la ínsula Barataria por plata blanca. Él rebatió que, entonces, no entregaría su trabajo. Les explicó que hay que entender el episodio en el contexto del siglo XVII y que, además, Sancho es un personaje garrulo, zafio, del que es normal esperar un razonamiento así. Y la editorial aceptó”, aporta. Por su discurso, transitan la prohibición de ver un trasero en la versión árabe de Fray Perico, del recientemente fallecido Juan Muñoz Martín; el nada ejemplarizante comportamiento de Pedro Melenas y otros protagonistas de los clásicos de 1845 de Heinrich Hoffmann; una hermanastra que se corta un dedo del pie en Cenicienta o, cómo no, el lobo que devora a la abuela en Caperucita Roja, relatos ambos de los hermanos Grimm.
Rechazo a la reescritura de clásicos
Todos los expertos consultados estos días rechazan modernizar los clásicos. “Está claro que una versión de la Odisea de hace dos siglos se antoja imposible para estudiantes de hoy, pero se puede actualizar con respeto al texto original. Retocar o adaptar es distinto: prevé que alguien decida qué se puede escribir (y cómo) y qué no”, resume Zoboli. Frente a ello, los entrevistados abogan por contextualizar la lectura y aprovechar para explicar a los pequeños lectores que la humanidad tuvo un pasado y otras visiones, por molestas que nos resulten hoy.
“La cuestión central es: ¿se trata de un trabajo artístico?”, apuntó Doris Breitmoser, directora gerente de la asociación de literatura infantil de Alemania, quien discutió incluso sobre el propio foco del encuentro: “Más que censura, en las democracias hablaría de estandarización del discurso”. “Lo que le pediríamos a una obra para adultos es lo mismo que debemos exigirle a una infantil. Es literatura con mayúsculas”, agrega Elvira Cámara, profesora de Traducción en la Universidad de Granada e investigadora del sector. Es decir, que desborde calidad, atracción y atrevimiento, más que inclusión, mensajes positivos o, por supuesto, rechazo de la diversidad.
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