LOM es una de las principales editoriales independientes de Latinoamérica. Con más de tres décadas de existencia y un catálogo vivo de 2500 títulos, cumple en Chile, un país donde el libro todavía es un objeto suntuario, un papel fundamental. Su co-fundador es Paulo Slachevsky, quien, con su esposa Silvia Aguilera, ha participado en cuanto foro pueda imaginarse, manteniendo una coherencia ejemplar. En el siguiente artículo, publicado en El Mostrador, el pasado 31 de julio, revisa lo ocurrido en su país tanto con el libro y la lectura durante los cincuenta años transcurridos desde el golpe de Estado de Pinochet.
El libro y la lectura en Chile a cincuenta años del golpe civil-militar
La cultura, el libro y la lectura no son temas sectoriales, de tercer orden, tienen que ver con el desarrollo del conjunto de la sociedad, con la comunidad país que queremos proyectar, con la posibilidad de hacer y transformar nuestras vidas. Tiene que ver con la posibilidad de romper el cepo del modelo exportador extractivista que nos domina, como también de la desigualdad estructural imperante. Su rol es también neurálgico en la calidad de la democracia que tenemos. Llevamos 50 años en que más que sujetos históricos, el modelo ha promovido ovejas consumidoras, temerosas y acríticas. Eso lo instaló la dictadura y lo mantuvo la postdictadura. Creo que sería tiempo de impulsar un real cambio en la materia.
La fractura que marcó a nuestro país a sangre y fuego aquel 11 de septiembre de 1973, también transformó profundamente el mundo del libro y la relación de gran parte de la población con este objeto y la lectura a largo plazo. Para la historia del libro y la lectura, así como también para el campo editorial, el golpe civil-militar y los años de dictadura implican claramente un quiebre en su continuidad histórica, lo que nos obliga a abordar los periodos separadamente, con un antes y un después del golpe.
La crueldad y brutalidad del golpe, cargada de actos simbólicos, da claramente cuenta que este está intrínsecamente vinculado a las masivas y reiteradas violaciones de derechos humanos de los años de la dictadura, los que constituyen crímenes de lesa humanidad. Para la política y lo social, el bombardeo de La Moneda fue sin duda el acto fundacional de lo que se venía. Un acto desmesurado, que no tenía ninguna relación ni proporción con la defensa que allí ejercía el presidente con el GAP y cercanos. El brutal asesinato de Víctor Jara y los auto de fe cumplían para la cultura un rol similar.
No es casualidad que algunos fotógrafos presenciaran, el 23 de septiembre de 1973, en Diagonal Paraguay esquina Lira, cómo los militares quemaban libros en plena vía pública. Se convocó, se avisó a la prensa. El fotógrafo holandés Koen Wessing, entre otros, captó esas instantáneas del Farenheit de la dictadura.
También se informó del hecho en las páginas internas de El Mercurio y La Tercera, junto a una breve reseña que mencionaba la muerte de Pablo Neruda, se cuenta en “Apagón cultural, el libro bajo dictadura” (Manuel Sepúlveda, Jorge Montealegre, Rafael Chavarría, Asterión, 2017).
En esos días fueron muchos los libros de bibliotecas lanzados al fuego directamente por la represión. La misma suerte sufrieron miles de libros, quemados por sus propios lectores. Como dan cuenta testimonios, en los allanamientos los militares preguntaban por las bibliotecas; cuando las había, por el contenido de estas podían identificar las ideas de quienes habitaban en el domicilio. El terror se impuso por el fuego. El miedo transformó las páginas en combustible para las llamas. Fueron estos actos constitutivos que replicaban, a su modo, cual libreto de una obra de teatro, los crímenes de instalación de los nazis. Primero el incendio del Reichstag, después el autodafé del 10 de mayo de 1933, las ceremonias con antorchas y la instalación de los campos de concentración.
El mismo IVA, tema que cruza el ámbito del libro durante toda la postdictadura, no aparece en cualquier momento. A fines del año 1976, cuando desaparecía el historiador Fernando Ortiz, autor de “La historia del movimiento obrero en Chile”, se decidía aplicar el IVA al libro. No es una casualidad. Ese mismo año, antes de ser asesinado en Washington, Orlando Letelier vinculaba la represión política con la libertad económica para los más privilegiados, como “dos caras de una misma moneda”.
Como señala Naomi Klein en el prólogo al libro Orlando Letelier: el que lo advirtió (Lom ediciones, 2011): “La junta no tenía dos proyectos separados y compartimentados: un visionario experimento de transformación económica y un siniestro sistema de torturas y terror. Había solamente un proyecto en el cual el terror era el instrumento central para la transformación en libre mercado”.
No se trataba sólo de terminar con un gobierno, cabe recordar que adelantaron el golpe para que el presidente Salvador Allende no alcanzara a convocar a un plebiscito el 11 de septiembre. Buscaban aniquilar la voluntad y el nivel organizativo que habían alcanzado en Chile los sectores populares. Y para ello era necesario abolir la difusión de todo pensamiento crítico, terminar abruptamente con el proceso de concientización política que habían alcanzado los sectores obreros y campesinos a lo largo del siglo XX.
Por eso también la censura, la que se instaló a través de diversas vías desde el mismo 11 de septiembre de 1973. Un ejemplo de ello es el Bando número 107 de la jefatura de zona en estado de emergencia de la zona metropolitana del 11 de marzo de 1977, que exigía autorización previa para la “fundación, edición, comercialización, de cualquier forma de nuevos diarios, revistas y periódicos, e impresos en general”, como también para la “importación y comercialización de toda clase de libros, de diarios, revistas e impresos e general”, práctica que siguió hasta el año 1983 a través de un artículo transitorio de la constitución del 80.
Así, el IVA al libro en Chile, la censura, como el cierre de carreras universitarias, de editoriales, librerías, revistas y periódicos, suman a la prisión, tortura, asesinato y exilio de muchas y muchos creadores e intelectuales, profundizando el reino de sangre y fuego que se instala en el país y en el espacio cultural, relegando al libro y a la cultura a los sectores más privilegiados.
Durante los años de dictadura, repetidamente se vieron en la televisión y la prensa las imágenes de los allanamientos donde se agrupaba libros y armas, como pruebas irrefutables de “la subversión”. Ello fue forjando en la práctica, la estigmatización del libro a través de la violencia simbólica, un imaginario que rompió totalmente con la relación que durante la república se había generado entre las y los ciudadanos y el libro, de lo que da cuenta Bernardo Subercaseaux en La historia del libro en Chile (LOM ediciones, 2010). Así, se fue instalando un profundo quiebre en la relación de la ciudadanía con el libro, que hasta la fecha no se ha revertido en los sectores populares.
Entre 1973 y 1990 se mantuvo vivo un espacio relacionado con la edición oficial; en los primeros años de la dictadura, en torno a la Editora Nacional Gabriela Mistral, que dirigió un general retirado, la que de manera muy disminuida buscó emular la hazaña de editorial Quimantú durante la Unidad Popular. El año 1976 la empresa se privatizó, y posteriormente sus máquinas fueron rematadas. También con libros de propaganda y manipulación, como El libro blanco del cambio de gobierno en Chile.
Se mantuvieron igualmente algunas publicaciones en el ámbito universitario, las que tenían un margen de movimiento muy limitado, dominando la censura y la autocensura. Qué más se podía pedir en universidades donde reinaban los rectores delegados. La edición comercial se mantuvo, ya que hoy como ayer, “lo central es el negocio”, aunque la precariedad de todo el ecosistema no le posibilitaba “brillar” como lo hacen hoy las multinacionales del libro. Y, por supuesto, estaba la edición comprometida, o al menos abierta a las voces críticas, muy semejante a lo que hoy llamaríamos la edición independiente.
De los oscuros años 70, después del golpe, no se puede dejar de recordar el trabajo de Pineda Libros, editorial Aconcagua y Nascimento, entre otras. Algunas de ellas tenían ya una significativa trayectoria previa y, a veces, lograron continuidad en la década siguiente.
De la década de los 80, Editorial Sin fronteras, Editorial Cesoc, Editorial Cuarto Propio, Ediciones Pehuén, Editorial Cuatro Vientos, Ediciones Documentas, Ediciones de Obsidiana, Ediciones Manieristas, Mosquito, Pomaire, Galinost, Del Maitén, Ergo Sum, Lar, Cerro Huelén, Tragaluz, Emisión, Ornitorrinco, Minga, entre otras.
La precariedad en la producción, difusión y comercialización, la autocensura y un constante sentimiento de peligro reinante en los ámbitos de oposición a la dictadura, marcaron el quehacer de esos años. Aun así, cada una con su catálogo contribuyó a mantener viva la creación local. Ediciones Ganymedes, por ejemplo, dirigida por David Turkeltaub, entre 1977 y 1987, publicó muchas obras significativas de nuestra literatura, como Mal de amor de Oscar Hahn, obra censurada en su momento; A partir de Manhattan de Enrique Lihn, Sermones y prédicas del Cristo de Elqui de Nicanor Parra, y Virus de Gonzalo Millán.
Para muchas y muchos, el libro fue también un objeto de resistencia. Era cuestión de atreverse a leer en una micro, por ejemplo, tomando la precaución muchas veces de cubrir correctamente las portadas. La sobrecubierta en papel de regalo o Kraft permitía circular con la obra con cierta tranquilidad.
La lectura clandestina fue una práctica común durante todos esos años de terror. Obras prohibidas, o susceptibles de serlo, circulaban así de mano en mano. También los libros servían para transmitir información “encriptada”, ya sea para indicar el lugar de un punto de encuentro de carácter político, o bien un mensaje mayor. Las sobrecubiertas en tapa dura, fueron también lugares posibles donde transportar información sensible, como informes políticos, mensajes clandestinos o microfilms. Pero por más bellas y significativas que son esas prácticas resistentes de lectoras, bibliotecarios, editoras y escritores, ya no tenían la masividad de los años anteriores, ese vínculo había sido cercenado, por lo que había desaparecido la promesa cultural democratizadora que buscaba estar en cada casa y cada rincón del país la posibilidad de ensanchar el mundo y la vida, proyecto cuya máxima expresión fue sin duda editorial Quimantú.
A los 50 años del golpe civil-militar, uno no deja de sorprenderse de cuánto y cómo marcó ese sello de horror y exclusión y de qué manera sigue influyendo en los más diversos ámbitos en esta sociedad chilena del siglo XXI. Así lo vemos en la relación que parte significativa de la ciudadanía tiene con la lectura y el libro.
En la larga postdictadura sin duda hay importantes cambios, como la Ley del Libro de 1993, la multiplicación de bibliotecas, los fondos concursables, la Política Nacional de la Lectura y del Libro desde el 2015, entre otros. También hemos sido testigos de cómo han surgido nuevas generaciones de escritoras y escritores, de ilustradores, así como de editoriales independientes, librerías y ferias.
Sin embargo, en este nuevo escenario no se logró revertir ese brutal corte entre el mundo popular y el libro. La marca de sangre y fuego que dejó instalada en las mentes la dictadura, como el modelo de mercado neoliberal que reina en nuestra sociedad, con significativos procesos de concentración donde domina el colonialismo cultural, no han sido enfrentados con la claridad y energía necesaria para reparar el daño y reconstruir una nueva relación.
Tampoco se ha terminado con las censuras o auto censuras en las bibliotecas públicas y escolares, ni en los programas educativos. La misma tecno-utopía reinante, que por sobre todo valora la conexión digital, relega las prácticas lectoras a un rol secundario, limitando el desarrollo de las capacidades reflexivas, críticas y creativas, dejándonos como país en un rol de receptor y consumidor de la producción intelectual y tecnológica de los países del Norte.
Es evidente que gran parte de la clase política no se interesó en cambiar realmente las cosas: ni la institucionalidad ni el modelo económico; tampoco en hacer justicia y reparación; menos aún tomarse en serio la importancia del quehacer cultural y del libro en particular, ámbitos que fundamentalmente quedaron entregados a las lógicas del mercado.
En la cultura como en el libro, parte significativa de los avances que se han logrado en todos estos años vienen desde abajo, por la presión, por la creatividad, por la tenacidad de las y los actores del ámbito cultural, como la asociación Editoriales de Chile.
Lamentablemente, si eso no se acompaña con cambios en las instituciones, en la educación y en las políticas públicas, difícilmente esas transformaciones se logran instalar con cierta igualdad y densidad en toda la sociedad. Es claramente lo que ocurre con el libro y la lectura.
Es motivo de alegría, no cabe duda, que, en abril de este año, el mismo presidente lanzara en La Moneda la nueva Política Nacional de la Lectura, el Libro y Bibliotecas (PNLLB). Pero si esto no va más allá del gesto simbólico y no se acompaña de una rápida implementación y de una real voluntad política de poner al libro, la lectura y las bibliotecas en un lugar más central en nuestra sociedad, con presupuestos relevantes en educación y cultura articulados con la PNLLB, no habrá impacto significativo, y se seguirán abordando los temas del libro y la lectura como un asunto sectorial.
Nos parece que es tiempo de impulsar una profunda transformación en el quehacer público y ciudadano en torno al libro y la cultura, apostando por una real democracia cultural, donde se trabaje para que todas y todos seamos sujetos culturales, y se potencien las habilidades para la reflexión, el pensamiento crítico y creativo, la capacidad para debatir y asumir que la convivencia societal es posible alentando la discusión y asumiendo las diferencias.
Se hace necesario desactivar ese falso consenso para poner en práctica el disenso que nos permita escuchar y construir en y con la diferencia. Hay que multiplicar y reforzar espacios de encuentro locales y territoriales, así también instancias como el Observatorio del Libro y la Lectura de la Universidad de Chile, y coloquios como el organizado por Letras de Chile, “Literatura y dictadura a 50 años del golpe militar”, abriéndose a reflexionar en torno a estos temas.
Es hora de pensar como país a mediano y largo plazo, salir de la obnubilada dependencia neoliberal como de la domesticación y acomodo con los diktat de la prensa conservadora y del gran empresariado, instigadores de aquel 11 de septiembre y cómplices civiles y activos de los crímenes de la dictadura.
Es fundamental liberarnos del colonialismo cultural y sus multinacionales de la cultura, de la educación y del entretenimiento, que transforma todo en mercancía, margina la producción intelectual propia, bloquea una verdadera apropiación de la producción cultural en los territorios y limita todo el potencial liberador y creador de la cultura y la educación. Hay que revertir las lógicas de isla que hacen que cada acción, medida o política se trabaje de manera aislada, impidiendo todo efecto multiplicador. Se requiere más de una vuelta de tuerca, apostando articuladamente a un proyecto país, con significativas políticas públicas, y a la vez un fuerte impulso del tejido de base en el campo cultural que potencie toda la fuerza creativa de la cultura, del libro y la lectura.
La cultura, el libro y la lectura no son temas sectoriales, de tercer orden, tienen que ver con el desarrollo del conjunto de la sociedad, con la comunidad país que queremos proyectar, con la posibilidad de hacer y transformar nuestras vidas. Tiene que ver con la posibilidad de romper el cepo del modelo exportador extractivista que nos domina, como también de la desigualdad estructural imperante. Su rol es también neurálgico en la calidad de la democracia que tenemos. Llevamos 50 años en que más que sujetos históricos, el modelo ha promovido ovejas consumidoras, temerosas y acríticas. Eso lo instaló la dictadura y lo mantuvo la postdictadura. Creo que sería tiempo de impulsar un real cambio en la materia.
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