Para comenzar este año, el número dieciséis del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires, una reflexión del Administrador de este blog sobre algo de lo que raramente se habla.
La cabeza del traductor (1)
En casi todas las columnas de opinión que leí a propósito del trabajo de los traductores, da la sensación de que todos, grosso modo, tuvieran la misma cabeza; es decir, que las preocupaciones de todos los traductores fueran siempre las mismas y que las respuestas que estos encuentran cuando traducen se limitaran mecánimente a una serie de mecanismos idénticos.
Puesto a considerar la cuestión, noto que, como todo, la traducción siempre fue pasible de modas. Hubo épocas en que el traductor se sentía con derecho a enmendarle la plana a un autor al que se consideraba importante, pero defectuoso. El caso aquí bien puede ser Edgar Alan Poe, un autor autodidacta que, en una prosa bastante desmañanda, recurría a palabras pomposas y rimbombantes, frecuentemente sin tener la plena seguridad de su significado. Poe tuvo la suerte de ser notablemente mejorado al ser traducido, al francés, por Charles Baudelaire. Y más adelante, al castellano, por Julio Cortázar. Uno y otro, en términos estilísticos fueron hombres más cultos y mejor formados que Poe. El primero lo dotó de un estilo exquisito que permitió que Poe, en Francia mucho antes que en los Estados Unidos, se convirtiera en un autor notable. El segundo, trabajosamente dedujo y resolvió las muchas incoherencias que presentan los originales de Poe. Ni Baudelaire ni Cortázar reprodujeron el estilo del autor de "El pozo y el péndulo", sino que, siendo mejores escritores, lo mejoraron. Al leer esas traducciones entonces leemos más al francés y al argentino que a Poe mismo. ¿Qué pensaron? ¿Podríamos imaginar que tanto fue su devoción por el autor que su modo de homenajearlo fue alterar sus originales haciéndolos mejores? ¿Por qué, si no, esa tentación?
En otras oportunidades, y aquí pienso en el Walt Whitman de León Felipe o de Jorge Luis Borges, el traductor utiliza el original como trampolín y excusa de sus propios intereses. Más que traducciones, se trata de paráfrasis, reposiciones que esconden algún designio del que no se nos informa.
Se da también el caso en que la traducción responde a razones idiosincrátias, para lo cual, por ejemplo, valdría la pena poner en línea las disputas que Borges mantuvo con Américo Castro y la inteligencia española (sic) a propósito del lugar que le corresponde al castellano de América en el universo de la lengua.
Se dió también el caso de los traductores que más que traducir se limitaron a explicar con sus propias palabras lo que dice el texto original. Y el ejemplo por excelencia es el mexicano Sergio Pitol, un excelente escritor venerado en su país también como traductor, aunque no haya dudado en cambiar el nombre de una oscura universidad de Inglaterra por el de Oxford, sólo porque esta última es acaso la universidad británica más conocida en el mundo de habla hispana. Pitol yampoco tiene demasiados escrúpulos en alterar el orden de las frases para dotar al texto de lo que él supone un mayor dinamismo o de alterar el estilo del original para hacer progresar la acción según el piensa que debe progresar.
Luego, también están los traductores intermediarios que son, afortunadamente, una especie en extinción. Ellos traducen a los autores rusos, checos, chinos o japoneses del inglés o del francés, multiplicando las interpretaciones sólo porque, al menos en castellano, hasta épocas muy recientes, no había muchos traductores de lenguas eslavas, escandinavas u orientales y el pasaje por lenguas más internacionalmente accesibles resultaba obligatorio. Contra ellos surgió toda una generación de escritores historicistas que, por un lado, se concentran en el estilo del original antes que en la eventual corrección lingüística de la traducción; y, por otro, no pretenden imponerle su trabajo al autor. Así, en los últimos años, en toda Latinoamérica hemos podido acceder a un nuevo Dostoievksy, un nuevo Chejov, un nuevo Ibsen, etc.
Pero hay más. Para complicar las cosas, el tiempo y los avances tecnológicos han hecho que variaran los criterios de traducción. Así, enfrentar un texto de siglos anteriores con el acceso a la información con que contamos actualmente gracias a Internet le ha planteado a los traductores muchas ventajas, pero también muchas responsabilidades que antes no tenían. Esto se comprueba muy fácilmente, si uno piensa, por ejemplo, en Salas Subirat y su labor sobre Ulysses, de James Joyce, que él empezó a traducir en 1940, cuando el autor todavía estaba vivo y cuando prácticamente no existía crítica alguna sobre esa obra. Hoy, tenemos bibliotecas enteras y miles de oportunidades de acceder a informaciones que antes eran poco menos que inaccesibles. Súmese a eso la posibilidad de contar con una multiplicidad realmente abrumadora de diccionarios históricos on line, que previamente no se conseguían, etc. Simplemente, estos datos ya permiten imaginar que la idea de la traducción, en un pasado no muy lejano, era distinta de la que un traductor puede tener ahora.
Sumemos ahora a aquellos traductores que confían en que el texto, cualquier texto (incluso uno muy antiguo o muy distante culturalmente de la lengua a la que va a ser traducido) no justifica la presencia de notas. Esos traductores suponen que la tan mentada "invisibilidad del traductor" es una condición necesaria y que cada lector tiene que arreglárselas como mejor pueda. En la vereda de enfrente están los traductores propensos a las notas, porque entienden que, cuanto más distinta es la realidad que se traduce, más elementos deben acompañar su labor para brindarle al lector la posibilidad de reconstruir el marco de referencias que le falta. Y están, también en esta última categoría, los llamados traductores académicos que posiblemente sepan mucho del autor y de su época, pero que por lo general saben muy poco de la lengua a la que traducen.
Esta breve lista de cuestiones técnicas ya permitiría saber que lo que leemos depende de la época en que fue traducido, del conocimiento lingüístico con que cuenta el traductor tanto sobre la lengua de origen como de la lengua de llegada, de los vaivenes de la moda y también de la manera en que le gusta leer a cada traductor como para entender que no hay una única cabeza y, por lo tanto, mucho menos puede haber una única manera de traducir siguiendo reglas generales.
Ahora bien, todo esto está muy lejos de lo que se enseña en los lugares donde se enseña traducción. Este tipo de reflexión no entra ni en la traductología ni en la historia de la traducción, pero son esenciales para el acto de traducir. Por caso, pensar que en la teoría literaria está la literatura es un error porque, en realidad, allí hay una serie de especulaciones de carácter teórico que parten del análisis literario para proyectarse a otras cosas. Otro tanto ocurre con la traducción. Una cosa es transformar la idea de la traducción en un tema de discusión filosófica, y otra muy distinta es lidiar con textos que requieren respuestas prgamáticas y contundentes, más allá de lo que pudieron haber pensado de manera abstracta Walter Benjamin, Paul de Man o Paul Ricoeur. A diferencia de ellos, George Steiner (quien no descarta la reflexión filosófica ni lo que hoy se llama estudios culturales, en su monumental Después de Babel, de hecho, plantea ejemplos concretos sobre la elección de los términos "glad" o "merry" para traducir el simple "alegre" de Borges y justifica la elección de una u otra alternativa en los textos de sendos traductores que, por más redundante que sea, no tienen la misma cabeza.
Entonces, si cada texto es un mundo que nos exige abordajes particulares y si las posibilidades de elegir una forma u otra de encararlos dependen no sólo del talento individual, sino también de la época, las modas y posturas ideológicas de los traductores, ya es tiempo de empezar a pensar en las múltiples posibilidades que presenta la cabeza de cada traductor a la hora de traducir, antes de imaginar que para traducir sólo basta el prestigio personal o la postura filosófica que asume cada cual.
Jorge Fondebrider
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