Lo que sigue es una reseña de Jorge Aulicino publicada en Ñ, la revista que le tocó dirigir durante varios años cuando trabajaba como periodista en el diario Clarín, a propósito de un curioso libro en cuyo origen está el I Ching y las invenciones lingüisticas del artista plástico Xul Solar.
Algo sobre los San Signos
Hace un tiempo, escribí para la revista
Ñ una reseña de los San Signos (Ed. El Hilo de Ariadna y Fundación Pan
Klub-Museo Xul Solar, con traducción al castellano de Daniel Nelson, 2012 ),
unos cuadernos en los que Xul Solar interpretó el lenguaje de I Ching –las
distintas capas de lenguaje de I Ching–a una lengua inventada, por él: el neocriollo.
Como la lengua era totalmente arbitraria y no tenía gramática, sino que se
parecía, por las formas, a las lenguas románicas e indígenas de América latina,
esa aproximación, ese simulacro de lengua, le permitió a Xul una traducción muy
particular de I Ching (literalmente, "El libro"), llamado asimismo
"El libro de las mutaciones".
Y se eso se trataba el artículo, que relacionaba interpretación, imitación (mímesis), lenguas, sistemas de signos, imaginación, con la traducción. [Ahora recuerdo que lo poco que aprendí de francés en la escuela secundaria fue la imitación de sus sonidos.] Vestir la otra lengua con nuestra lengua: eso parece la traducción. ¿Qué ha de respetarse, entonces?: la estructura, el abismo de significados que se abre tras de cada palabra. Xul, para obtener el abismo de I Ching se puso a la mayor distancia: inventó una lengua que es pura imitación del sonido constante y entremezclado de distintas lenguas en América.
Reproduzco, porque creo se relacionan
con la pregunta incontestable sobre la traducción, algunos párrafos de aquella
nota en Ñ:
Xul escribió sus visiones de I Ching en su propio idioma años antes de que Erich Auerbach escribiera y publicara Mímesis (1942), un libro que influyó decisivamente en la formación cultural de Pier Paolo Pasolini, como bien recuerda Diego Bentivegna en el estudio preliminar a la reciente edición de La divina mímesis, de Pasolini, en El Cuenco de Plata. Traigo a colación este libro no sólo porque el destino puso a disposición del lector argentino los San Signos y La divina mímesis casi al mismo tiempo, sino porque la obra de Dante Alighieri, y sobre todo, su invención de una lengua, tiene considerable relación con uno y otro volumen.
Pasolini, que a mi juicio leía rápido pero muy agudamente, vio en el libro de Auerbach que el concepto de mímesis no era atribuible a la imitación de la realidad, sino a la imitación y apertura del lenguaje, como indica Bentivegna en su estudio sobre La divina mímesis. El concepto principal a mi juicio (y por cierto no sólo mío) del libro de Auerbach es que el cristianismo corrompió la poesía clásica al introducir el "estilo bajo" en convivencia con el "estilo elevado", consagrado a dioses y héroes. Esta labor comienza en rigor en la Biblia misma. Sin embargo, tuvo amplia difusión en la Edad Media y Dante llevó a cabo la empresa con absoluta conciencia de sus fines, cuando decidió utilizar la "vulgar elocuencia" en su obra, inventando, por lo demás, lo que aquella no había aún inventado.
Como Dante la Comedia, Auerbach escribió Mímesis en el exilio, en una tierra extraña, Estambul, a la que lo llevó la persecución nazi. Consciente fue Auerbach del sistema de representación de Alighieri y le dedicó un libro entero, su siempre releído Dante, poeta del mundo terrenal, una obra temprana en su bibliografía, que es clásico de los estudios de la literatura y el mundo medievales en Europa.
Xul no habrá leído a Auerbach y sin duda nada supo de Pasolini que hizo su propia mímesis de los Cantos dantescos, obra incompleta que los críticos prefieren llamar "abierta" o in progress. Es probable que tampoco pudiera compartir el pensamiento pasoliniano, pero lo seguro es que su gesto de escribir los San Signos en neocriollo es de cuño dantesco, como el de La divina mímesis.
El libro de Xul en neocriollo es
mimético en cuanto a lenguaje, no ya porque una en él lo alto y lo bajo, sino
porque lo hace en una lengua que hay que suponer post contemporánea. Se trata
de la vulgar elocuencia de un futuro que presentía cercano, o que estaba
implícito. El neocriollo tiene mucho de neo y mucho de lengua premoderna, y en
verdad es una cruza de las lenguas romances usadas en América, como si aspirara
a crear un nuevo toscano a su manera, un idioma único de la tierra americana,
destinado a la convivencia lingüística y a la expresión de la nueva idiosincrasia
de América latina. Si se adoptara como idioma común en una hipotética cultura
futura, si traspasara las fronteras de la mímesis (la literatura) el
neocriollo, ay, correría la suerte del toscano dantesco: lengua oficial, lengua
cerrada (por esto, dicho sea de paso, es bueno volver al texto de Dante, que
aún palpita, abierto).
¿Pero qué cabría esperar de los San Signos habida cuenta del lenguaje original en el que fueron escritos? Sin duda, mímesis, en el sentido de nueva presentación de signos antiguos. Y la hay, pero es una mímesis inesperada.
I Ching es un libro formado por capas geológicas de libros. El sinólogo alemán Richard Wilhelm lo tradujo a su idioma en 1923. El libro fue prologado por Car Jung en sucesivas ediciones y traducido al castellano por D.J. Vogelmann recién en 1960. Wilhelm intercaló las tres “capas” principales de las que se constituye el libro: los antiguos ocho signos básicos, que datan de unos 3000 años antes de Cristo, cuya recopilación es atribuida al legendario Fu Hi; los dictámenes del rey Wan y de su hijo Chou para el 1100 a.C., y, finalmente, los comentarios de Confucio y sus discípulos.
La filosofía del libro es perfectamente deducible del conjunto de estos textos que hoy forman el libro como lo presenta Wilhelm. Se trata de un mundo de signos que representa el modo en que el mundo se escribe a sí mismo. Como señaló Jung: “La representación china del momento lo abarca todo, hasta el más minúsculo y absurdo detalle, porque todos los ingredientes componen el momento observado”. A esto, Jung lo llama “sincronicidad”, con la característica esencial de que “todo lo que ocurre en ese momento posee inevitablemente la calidad peculiar de ese momento”.
El encuentro de Xul Solar con cada signo de I Ching posee la virtud de un comentario sincrónico. Sólo que no son reflexiones sino visiones las que constituyen el libro de los San Signos. Esto es lo más notable de la experiencia de Xul: sus visiones sincrónicas no tratan de entender los signos de I Ching a la manera china o que se supone china; casi se diría que no tratan de entenderlos, sino que simplemente los presentan (pues así se han producido) de modo paralelo, lateral, tal vez sincrónico: traducidos.
La primera visión de Xul –que no es la primera en orden cronológico y en rigor de verdad no sabemos ni podremos ya saber por qué la colocó en primer lugar, aunque sí especular brevemente sobre esta circunstancia- está bajo el signo Wu Wang, XXV de I Ching, que Wilhelm traduce como “La inocencia”. Wilhelm lo entiende como “lo no intencionado”, lo “genuino”. En Wu Wang, el Cielo baja mediante el Trueno; en su visión, en cambio, Xul asciende desde una tierra de “restos humanos revueltos”. Restos (“momias también”) “aún no completamente muertos” pero susceptibles de “ser resucitados otra vez por la magia y por muchas memorias”.
Mímesis y sincronicidad. Debemos creer que en un mediodía, el 5 o el 6 de febrero de 1926 (así está datada esta visión, y todas las otras están datadas), tres años después de la traducción del I Ching al alemán por parte de Wilhelm, es decir, en un mediodía porteño de verano, probablemente hinchado y húmedo, Xul soñó el mismo viaje de Alighieri, a través de la Inocencia, del puro proceder a instancias del Cielo; de una genuina búsqueda. Y con todo, Xul ha querido conformar la Estructura: por una razón que ahora no nos resulta difícil adivinar, puso esta visión como pórtico de las otras, que repiten una y otra vez extraños caminos entre hecatombes, rocas, restos, desiertos, raras construcciones y raros animales, ángeles, demonios, altares, “multitudes bermejas”, el hexagrama (el signo mismo) que “se mueve, vibra, tiembla”, un ave que lo porta como Gerión a Dante y Virgilio. No estamos entonces ante un desciframiento, ante una interpretación, una lectura, de los signos, sino ante los signos mismos, materiales, contantes y sonantes. Una traducción perfecta, solo que a un idioma inventado, que a su vez ahora nos traduce Nelson.
Estamos ante una materia que es
lingüística y es materia. Deberíamos interpretarla, pero, ¿por qué?
Dice Xul en su visión de una masa viviente como “lava cristalina”, colocada bajo el signo XXXIII de I Ching (Tun, que Wilhelm traduce como “La retirada”): “son viejas memorias y experiencias condensadas, que en el mundo corresponden a una biblioteca de muchos libros que son como léxicos en una lengua extranjera que no sé y dejo para otro momento”.
De estos viajes, Xul ha de volver con
frecuencia a la tierra (debe entenderse, a sus mediodías, tardes y anocheceres
porteños) como si nunca se hubiese ido, igual que Dante. Pero en su caso,
volverá de repente, con una simple onomatopeya: ¡zas!
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