El pasado 29 de junio, el escritor y crítico Daniel Link escribió la siguiente columna en el diario Perfil, donde, a partir de datos de la dialectología, refuta la soberanía de España sobre las lenguas de Latinoamérica.
Los dueños de la lengua
Vuelto de un viaje a Colombia (del cual volví completamente enamorado de aquel país y de sus gentes), me encuentro con un artículo mío escrito hace un par de años y recién publicado (son los tiempos académicos). El asunto me vino dado por invitación: escribir algo sobre el centenario del artículo “Observaciones sobre el español de América”, del eminente filólogo Pedro Henríquez Ureña.
Naturalmente, el tema se inscribe en una disciplina, la dialectología, que conozco de lejos. En todo caso, el punto de partida de mi examen son dos textos contemporáneos del siglo XIX. Uno del colombiano Rufino José Cuervo (1881) y otro del cubano Juan Ignacio de Armas (1882).
Lo que se juega en esos textos fundacionales de la dialectología hispanoamericana es la relación con el español peninsular. Cuervo es capaz de notar la potencia expresiva y afectiva de la lengua bogotana (de la que yo he disfrutado durante mi viaje) pero se hace cargo de la necesidad de trabajar en favor de la unidad lingüística, en favor de un “idioma común”, lo que supone destruir “las barreras que las diferencias dialécticas oponen al comercio de las ideas”.
Ese afán de destrucción se funda en el mismo pánico del gran gramático americano Andrés Bello (“Juzgo importante la conservación de la lengua de nuestros padres en su posible pureza”), quien advirtió contra “embriones de idiomas futuros, que durante una larga elaboración reproducirán en América lo que fue la Europa en el tenebroso período de la corrupción del latín”.
Ignacio de Armas, por el contrario, abraza la diferencia. Define cuatro o cinco zonas dialectales, a partir de las cuales se formarán nuevos idiomas: “El castellano, llamado a la alta dignidad de lengua madre, habrá dejado en América, áun sin suspender el curso de su gloriosa carrera, cuatro idiomas, por lo ménos, con un carácter de semejanza jeneral, análogo al que hoi conservan los idiomas derivados del latín”.
Como se comprende, lo que allí se discute es la relación entre lenguaje y soberanía, en el seno de las recién nacidas repúblicas americanas. ¿Tenemos derecho a una lengua propia o debemos conformarnos con hablar dialectos de la lengua de otro?
Hasta 1964 se aceptó la repartición dialectal propuesta por Ignacio de Armas (Henríquez Ureña la sigue, aunque cambia los criterios de definición). José Pedro Rona propuso entonces 23 diferencias dialectales a través de “hechos lingüísticos y objetivos”. Por supuesto, semejante proliferación obliga a “replantear el problema de la división del español americano en zonas dialectales”.
A los únicos a los que les conviene sostener una lengua única (el “español de América”) es a los peninsulares, que se arrogan así una cierta autoridad sobre el vocabulario, la sintaxis y la llamada “norma culta”. Desde hace años, la Real Academia Española viene luchando mal contra los embates independentistas de las sociedades americanas. Hoy es capaz de reconocer que la lengua española es pluricéntrica pero no acepta que el idioma de los argentinos o el de los colombianos puedan pensarse como lenguas separadas, cada uno con sus propios derechos a la existencia y a la soberanía sobre el sentido.
Las lenguas pluricéntricas tienen más de una norma lingüística, establecidas o en construcción. Juan Ignacio de Armas y Pedro Henríquez Ureña, cada uno a su manera, reconocieron cinco normas americanas que la dialectología luego fue complicando en una disparatada competencia entre lo contingente y lo eterno, entre lo universal y lo particular, entre lo global y lo local. Pero el tiempo, que es la diferencia de las diferencias, o lo que relaciona a las diferencias unas con otras, hoy nos exige pasar, incluso, de las lenguas pluricéntricas a las lenguas excéntricas porque, como ha señalado Alberto Gómez Font: “En los Estados Unidos se está gestando un nuevo español, un idioma que no es ni de los mexicanos ni de los argentinos, cubanos o centroamericanos, sino que es de todos. Es un español al que podríamos llamar “español internacional”.
Ese es el acontecimiento que hoy domina el horizonte de las lenguas españolas y sus diferencias.
Conviene volver, pues, a la canción de la tierra ureñista y a las excentricidades de Juan Ignacio de Armas porque en aquellas diferencias que la perspectiva filológica quiso y pudo sostener se jugaban formas de vida y comunidades de destino.
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