La siguiente entrevista de Matías Battistón con Jorge Fondebrider fue publicada en el número 20 de la revista Lenguas V;vas, publicada por el Instituto de Enseñanza Superior en Lenguas Vivas "Ramón J. Fernández". Trata, precisamente, sobre El Club de Traductores Literarios de Buenos Aires y sus distintos formatos, de lo presencial a lo virtual
Desde hace más de una década y media, el Club es un lugar de encuentro y debate sobre todo lo relacionado con el oficio de la traducción literaria y el mercado editorial. A las charlas presenciales –muchas de antología, como las de Ricardo Piglia, Sylvia Molloy o Andrés Ehrenhaus–, siempre grabadas y subidas a YouTube, hay que sumar el enorme archivo virtual de artículos, polémicas y noticias que alimentan el blog del Club hasta el día de hoy, y que lo convierten en un recurso único. Jorge Fondebrider, autor y traductor de incontables títulos, quien lleva adelante el proyecto, tuvo la amabilidad de responder algunas preguntas al respecto.
–El Club de Traductores Literarios de Buenos Aires surge en 2009, ¿por qué?
–Traducir siempre fue una actividad solitaria. Cuando se hace profesionalmente, intervienen otros factores. El más notorio es la plata. Muchos editores se aprovechan del aislamiento de quienes traducen para fijar condiciones de trabajo del todo arbitrarias, que incluyen tarifas indignas, arguyendo falsas circunstancias del mercado.
–¿Cómo es eso?
–Se dio el caso de editoriales argentinas que se pusieron de acuerdo para mantener tarifas por debajo de la mínima. Cuando los traductores protestaban, les indicaban que eran los valores del mercado y que, para comprobarlo, podían consultar con otras editoriales, indicando los nombres de aquellas que formaban parte del contubernio. Y pueden hacerlo porque los traductores generalmente no conocen sus derechos. De ese modo, y enterado de esa situación, ante un caso puntual, del todo abusivo, le propuse a Julia Benseñor, amiga de una amiga en común, que inventáramos una excusa para empezar a discutir esas cosas públicamente. Ella prestó el que entonces era su estudio y así, en mayo de 2009, empezamos organizando dos reuniones mensuales. Convocamos, en principio, a los traductores que conocíamos, quienes a su vez trajeron a otros traductores, y decidimos que, para que las reuniones resultaran atractivas y se sostuvieran en el tiempo, tenían que ocuparse de problemas concretos, algunos de naturaleza técnica, otros de naturaleza cultural y, en ese tránsito, aprovechar esas reuniones para intercambiar, durante las comidas posteriores al evento, informaciones útiles sobre buenas y malas prácticas editoriales, contratos y tarifas.
–Entiendo que, en
paralelo, empezaron a publicar distintas cosas en un blog que existe hasta el
día de hoy.
–Sí. Muy pronto nos dimos cuenta de que muchas de las cosas que pasaban en las reuniones eran realmte interesantes y que tenía sentido compartirlas con otras personas, en otras partes del país y del mundo. Jorge Aulicino, que ya publicaba Otra iglesia es imposible, su blog diario de poesía, nos sugirió un blog. Rápidamente lo armamos y empecé a administrarlo ¡publicando tres o cuatro noticias diarias! Vale decir, a las “noticias” que generábamos, empecé a sumar las que se generaban en otros lugares, fueran esos blogs ajenos (como El Trujamán, de ACEtt, en España), revistas on line, diarios argentinos e internacionales, etc. Creo que el primer año, con lo que íbamos haciendo y con lo publicado en otras partes antes de la existencia del Club, teníamos con qué divertirnos. Pero, de a poco, empezamos a ocuparnos también de otras cosas: por un lado, de la actualidad del mundo editorial, que es el ámbito natural de los traductores literarios; por otro, de las polémicas ligadas a la actualidad de la lengua castellana, lo que nos llevó a tomar posición muy clara respecto de España. Ambas cuestiones nos llevaron a otras. Por ejemplo, a tratar de ver qué sabían sobre la traducción los escritores, los periodistas culturales, los editores, los libreros y todos los intervinientes en el mundo del libro. También a examinar las políticas referidas a la lengua, en la constante intrusión de las instituciones españolas (Real Academia, Instituto Cervantes, Fundéu, etc.) en el desarrollo del castellano de los distintos ámbitos latinoamericanos. Son muchos años de trabajo que hoy se revelan como un archivo francamente enorme que, por lo que sabemos, se consulta a diario.
–¿El ritmo de publicación es el mismo?
–No. Desde hace algunos años, ya no publicamos varias entradas diarias, sino apenas una, y ya no lo hacemos siete días a la semana, sino apenas cinco, tomándonos el mes de enero como descanso. El número de consultas sigue siendo el mismo. En estos quince años, hemos tenido 2.912.555 visualizaciones, con un promedio diario de unas 500 consultas. Y, de hecho, como está habilitada la posibilidad de comentarios, vemos que, curiosamente, hay gente que comenta sobre las discusiones varios años después de que tuvieron lugar. Exigimos que los comentarios sean firmados, algo que se advierte a la derecha de la página. Entendemos que esconderse detrás del anonimato es una forma de cobardía, sobre todo cuando quien comenta tiene intereses creados referidos a la entrada. En varias ocasiones, pescamos a funcionarios de la Fundéu, o de las empresas que la subvencionan (como Telefónica de España), que buscaban refutar nuestros dichos sin arriesgarse a decir quiénes eran.
–¿Dónde funcionó históricamente el
Club?
–Primero, como comenté, en esas oficinas que tenía Julia
Benseñor. A los seis meses, gracias a la gestión de la escritora Mercedes
Álvarez, tuve la posibilidad de convencer a Ricardo Ramón Jarne, por entonces
nuevo director del Centro Cultural de España, para que alojara nuestras
actividades. Allí estuvimos durante siete años en las mejores condiciones y lo
aclaro porque no fueron pocas las veces que en esa casa cuestionamos la
injerencia de España en las políticas de la lengua. Dado que esa institución grababa
todas las actividades que se realizaban, el Club empezó a crear un archivo de
las reuniones que, de inmediato, empezó a estar disponible en la web de los
españoles y en el blog del Club. Al cabo de ese tiempo, gracias a Carla
Imbrogno, mudé el club a la biblioteca del Instituto Goethe. Las reuniones
continuaron siendo grabadas y el director de la institución nos ofreció un
“viático”, con el cual se pudo pagar la cena que se ofrecía después de las
actividades. Allí, en la biblioteca del Goethe, estuvimos cinco años. Con la
pandemia, todo se interrumpió. Terminada la pandemia, hubo un cambio de
director en el Goethe y la bibliotecaria, a la que molestaba que una vez al mes
usáramos la biblioteca, convenció al nuevo director de que no siguiera
albergando el Club. Por ese entonces, atravesamos también un período turbulento
debido a una fuerte pelea con Julia Benseñor, a quien, siendo parte también de
la AATI, no le gustaba el continuo cuestionamiento que esa institución recibía
por parte del Club. Así, entre 2020 y 2023, las actividades se limitaron a
algún encuentro ocasional, a la participación en ámbitos internacionales y al
blog. En 2024, gracias a la buena voluntad de sus dueños, nos recibió la
librería El Jaúl, donde actualmente tienen lugar nuestras reuniones mensuales,
que también se filman y se suben al canal de YouTube de la librería y al blog.
–El corpus de encuentros del Club sobre traducción, grabados y disponibles en línea en YouTube, es hasta lo que yo sé el más extenso o importante en cualquier idioma o país. ¿Qué repercusión tuvo, a tu parecer, esta presencia digital? ¿Conocés iniciativas similares que hayan tomado al Club como modelo?
–A medida que pasa el tiempo, las cosas, como el polvo, se van acumulando. También los videos de nuestras reuniones que, dadas las dos instituciones y la librería, tienen como único lugar común el archivo del blog. Se accede a esos materiales haciendo clic en el ítem “Reunión del Club de Traductores Literarios”, en la columna de la derecha del blog, que está ordenada alfabéticamente. Sinceramente, no sé de otros archivos similares, aunque imagino que deben existir porque, en estas cosas, nadie inventa la pólvora. Hubo iniciativas argentinas, como la del Museo del Libro y de la Lengua, que grabó a diversos traductores hablando sobre el oficio. Y hubo algunas otras tentativas, como la que llevaron adelante Ariel Dilon y Martina Fernández Polcuch. Imagino que en otros países se habrán tomado iniciativas similares. En cuanto al Club como modelo, el único caso concreto que recuerdo es el del Círculo de Traductores de México. Durante uno de mis viajes a ese país, conocí a Lucrecia Orensanz, quien, con otros traductores, atravesaban circunstancias similares a las que le habían dado origen al Club. A ella le interesó mucho lo que hacíamos y se cargó el trabajo al hombro, creando el Círculo de Traductores, que, si no me equivoco, fue el germen de la AMETLI (Asociación Mexicana de Traductores Literarios). También tuvieron un blog y también grabaron los encuentros. Con todo, la realidad editorial mexicana es muy distinta de la nuestra y quienes siguieron la labor de Lucrecia tomaron otros caminos.
–Una parte importante
del blog son tanto los artículos de
opinión como las polémicas que el Club retoma o impulsa. ¿Qué importancia te
parece que tienen la polémica y los cruces en la discusión sobre traducción y
el mercado editorial?
–Mi sensación es que el blog del Club ofrece dos tipos de aportes distintos: los que genera y los generados por fuera de él. Estos últimos son, si se quiere, material de archivo, generalmente desperdigado, pero que el blog ordena temáticamente por ítem, de manera tal que si uno quiere saber sobre, por ejemplo, Borges y la traducción, puede recurrir a las muchísimas entradas que se ocupan del tema. Pero lo que el Club genera es lo realmente central. Hay ensayos, hay encuestas (para traductores, para escritores, para editores, para periodistas, para libreros, etc.), hay artículos de opinión sobre los más diversos temas, hay polémicas (sistemáticamente con España, pero también algunas locales y verdaderamente apasionadas, como las que de vez en cuando se generan entre traductores de poesía o teatro). Entiendo que, a medida que se fijan posiciones, hay quienes se pueden llegar a sentir molestos o excluidos. Por caso, hemos mantenido durante meses un ítem en el que nos ocupamos de señalar por qué el Diccionario de la Real Academia es malo, citando casos puntuales y recomendando que no se use como criterio de autoridad. Consecuentemente, en el Congreso de la Lengua de Córdoba, en una mesa redonda sobre “Corrección política y traducción”, yo mismo le recomendé al responsable del DRAE que sería más útil traducir al castellano el Webster o el Robert para mejorar las definiciones españolas (la filmación de esa discusión está en el blog). No podemos pretender que, después de ambas iniciativas, la Real Academia nos quiera… Y lo mismo pasa cuando denunciamos malas prácticas editoriales. El caso de Anagrama es paradigmático y universal, al punto de que Jorge Herralde, su ex propietario y director editorial, tuvo que salir a defender en Facebook su criterio respecto de las traducciones, dados los muchos y razonables ataques que sufrió la editorial desde toda América. Hubo asimismo en el blog una polémica que recogió un suelto de Mori Ponsowy en La Nación, en el que se hablaba de cómo el traductor de Anagrama le había cambiado el estilo a Raymond Carver. Al cabo de varios intercambios en el blog del Club, tuvo la nobleza de admitirlo y disculparse, prometiendo enmendar lo hecho en futuras reediciones, algo que nunca sucedió. Otro caso concreto en el que creo que aportamos algo se refiere a la visibilidad de los traductores. Nos ocupamos muchas veces de la necesidad de que el nombre de quien traduce figure en la tapa de los libros, algo que beneficia tanto al traductor como al editor. De a poco, y luego de muchas charlas, hubo editores que advirtieron la importancia de hacerlo y cambiaron sus políticas de edición. Y otro tanto sucedió con la mención de los traductores en la prensa escrita porque, hasta entonces, para muchos, los libros traducidos se traducían solos.
–¿Quiénes suelen colaborar en el blog?
¿Puede participar cualquier persona?
–Hay un núcleo duro, que se mantiene desde el principio: Jorge Aulicino, Andrés Ehrenhaus y Marietta Gargatagli. Con el tiempo, y con diversas participaciones, hay que mencionar a Alejandro González, a María José Furió, a Magdalena Cámpora, a Pedro Serrano, a Ian Barnett, Verónica Zondek… Hubo mucha otra gente –como Julia Benseñor, Silvia Camerotto, Florencia Baranger y otros– que nos acompañó por un tiempo y después, por diversos motivos, desapareció. Y sí, en el blog del Club puede participar cualquier persona. Basta con ponerse en contacto con nosotros.
–¿El Club es una
institución?
–No somos una institución. Elegimos llamarnos “club” para abreviar, pero carecemos de estatuto, mecanismo de ingreso y condiciones en términos generales. Somos los que somos, y nos juntamos cuando queremos. Tenemos, sí, un sesgo: somos traductores literarios en actividad. Eso implica que nuestra labor es eminentemente práctica como son prácticos nuestros problemas. Y aunque algunos somos universitarios y nos dedicamos, también, a la enseñanza de la traducción en ámbitos académicos, solo incidentalmente abordamos en el blog la historia de la traducción, y eso apenas para recordar a colegas que parecen sumidos en el olvido. En el Club no estamos interesados en la teoría de la traducción, la filosofía de la traducción, ni en Walter Benjamin, Paul de Man, Antoine Berman y toda la comparsa. Ya hay gente que hace eso con toda probidad en otros ámbitos. Sistemáticamente, compartimos en el blog las actividades del SPET, seminario que nos merece el mayor respeto y a cuyos miembros tenemos en muy alta estima. Pero no nos ocupamos de lo que ellos se ocupan.
–Además de los artículos
y los comentarios a los artículos, ¿qué comunicación suele establecerse entre
los lectores y el blog? ¿Recibís muchas consultas y comentarios privados? ¿De
qué tipo?
–De esto hablaba cuando decía que nuestra perspectiva es otra. Lo nuestro es mucho más inmediato. Entre otras cosas, nos ocupamos de lo que nos parece ausente en los llamados “estudios de traducción”. Por caso, recibimos muchas consultas de jóvenes traductores vinculadas a la ausencia de contratos o al modo en que están confeccionados, a las tarifas indicativas –que, a diferencia de la encuesta que realiza la AATI, suelen tomar parámetros menos tautológicos que el mero promedio de lo que les pagaron a los socios que la responden–, a los derechos y cosas así que forman parte de la realidad de los traductores literarios, quienes, dicho sea de paso, a la hora de ponerse a traducir un texto concreto, raramente piensan en lo que dijo sobre la traducción Benjamin.
–Entiendo que
establecieron distintas alianzas para llevar adelante proyectos vinculados a la
traducción.
–Sí, fueron fundamentales. Cada vez que pudimos, intentamos sumar fuerzas con instituciones de muy diversa naturaleza. En el plano internacional, a lo largo de los años, hemos estado presentes en actividades realizadas por la Fundación Para las Letras Mexicanas (de la Ciudad de México), en la Universidad Austral y en Universidad Diego Portales (ambas de Chile), en la East Anglia University (del Reino Unido), en la Cardiff University (de Gales), en el Trinity College, la Galway University y Literature Ireland (de Irlanda), en el Instituto Ramón Llull (de España). Asimismo, en distintas ocasiones recibimos apoyo real de Hernán Lombardi (ex Ministro de Cultura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires), Isabelle Berneron y Mateo Schapire (responsables del libro en el Instituto Francés de Buenos Aires), Horacio González (ex Director de la Biblioteca Nacional de la Argentina), Victoria Rodríguez Lacrouts (ex responsable de la sección Letras de la Fundación TyPA), Sioned Puw Rowlands (Directora del Wales Literature Exchange), Justin Harman (Embajador de Irlanda en la Argentina), Diarmuid O Giollain Gillan (Director del Programa de Estudios Irlandeses de la Universidad de Notre Dame, Indiana), etc. En los papeles, organizamos dos encuentros internacionales sobre traducción, con participantes de Argentina, Chile, España y México en Buenos Aires, uno en Bariloche y dos en Valdivia (Chile); también, unas jornadas internacionales dedicadas a Georges Perec, un simposio dedicado a Joyce y sus traductores, una serie de presentaciones de escritores galeses en Argentina, diversas actividades dedicadas a Flaubert, etc. Luego, con el Programa Sur, organizamos varias mesas dedicadas a la promoción de la traducción literaria y al intercambio con programas afines extranjeros tanto en la Feria de Frankfurt como en la de Guadalajara.
–Después de una década y
media del Club, ¿hay alguna conclusión que hayas sacado del proyecto?
–Varias. La primera es la del comienzo: traducir es una tarea
solitaria que, por lo tanto, exige intercambio con otros. Digamos que todos los
que frecuentamos el Club aprendimos mucho. Personalmente, encontré soluciones
vinculadas a problemas de traducción en lugares insospechados. Recuerdo en
particular una charla de Alejandro González sobre las traducciones de
Dostoievski en castellano que me revelaron, Vladimir Nabokov mediante, una
solución sobre un problema estilístico que había tenido traduciendo a Flaubert.
Eso, que parece tan abstracto, fue muy contundente y me ayudó a entender mejor
lo que estaba traduciendo. Y creo que ahí está la raíz de todo: el Club, desde
muy diversas perspectivas, ayudó a entender. Por ejemplo, la problemática de
los intervinientes en el mundo del libro que no son traductores. Muchas veces
he visto que los editores no siempre obran por mala voluntad, sino que muchas
veces se equivocan por ignorancia, y el Club está ahí para aclarar los
términos. Lo mismo ocurre con los traductores: en la medida que trabajan en un
mundo regido por plata, tienen que saber de dónde sale el precio de un libro y
cuáles son las posibilidades y los límites que existen para obtener una tarifa
justa. Luego, los traductores también tienen que saber que la palabra nombra a
distintos tipos de personas que se ocupan de distintas tareas desde diferentes
perspectivas. No es lo mismo traducir filosofía o psicoanálisis que novelas. Y
no es lo mismo traducir novelas que poesía o teatro. Y no es lo mismo que un traductor
sea además escritor o que sea solamente traductor. Se trata de gente muy
distinta que, finalmente, se enfrenta a problemas análogos, pero que no tienen
una única respuesta. Dicho de otro modo, el Club asumió la responsabilidad de
informar a los traductores literarios de aquellas cosas que los colegios de
traductores (que se ocupan fundamentalmente de la traducción jurídica) o que la
AATI (que tiene una mayoría de intérpretes y traductores científico-técnicos
por encima de los traductores literarios con trabajo en el mercado) no se
ocupan. Lo curioso es que, como traducir contratos o partidas de nacimiento no
es sexy, o traducir manuales sobre caños o folletos de medicamentos tampoco,
todo el mundo quiere ocuparse de la literatura y afines, aunque no esté
preparada para eso. Y lamento decir que la preparación no es ni una matrícula
ni un carnet societario. Ni siquiera un título de traductor. Para demostrarlo,
alcanzaría con comprobar, libros en mano, los nombres de quienes los traducen y
su falta de adscripción a las instituciones nombradas. El Club, por suerte, no
es una institución.
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