lunes, 4 de abril de 2011

Fabio Morábito se pone romántico y en cualquier momento empieza a escribir boleros

Que Fabio Morábito es un gran escritor no es una novedad para nadie. Que además sea un romántico, sí. Al menos es lo que uno puede inferir de la magnífica columna que publicó el 2 de abril pasado en la revista Ñ. Sospechamos, sin estar totalmente seguros, que algo tiene que ver con el tema que nos convoca en este blog.

La calidad del misterio

El idioma materno de mi mujer es un idioma que yo no hablo; ella, en cambio, habla mi lengua materna. Nos comunicamos a través de un tercer idioma, que es el idioma del país en que vivimos. El que yo no hable ni entienda la lengua materna de mi mujer, al revés de ella, que habla la mía sin dificultad, me otorga una gran ventaja. Al estar expuesto en mi casa a un idioma extraño, que no entiendo ni quiero entender, la calidad de misterio de mi vida es superior a la suya. Cuando la oigo hablar en su idioma, bien sea con su hermana por teléfono o con algún compatriota que frecuenta, me doy cuenta de cuán poco la conozco, pues los sonidos de su lengua no tienen correspondencia exacta con los de ningún otro idioma que he oído. En especial la aspereza de ciertas consonantes aspiradas me perturban todavía después de treinta años de convivencia. Hay allí, en esos sonidos que parecen comprometer no sólo su garganta sino su estómago, un aspecto de mi mujer que escapa a mi comprensión, una cualidad de su sistema nervioso que me resulta ajena y hasta amenazante. Ella ha de experimentar lo mismo, pues me ha dicho que nunca se siente tan extranjera, tan sola e incomprendida como cuando usa su idioma materno dentro de nuestra casa, consciente de que ni yo ni mi hijo la entendemos, como si se tratara de una loca que desvaría. Así, después de que acaba de hablar por teléfono con su hermana, lo primero que hace, con la boca que todavía rezuma idioma materno, es ir a verme, temiendo quizá que su idioma haya creado un abismo entre nosotros, como esos terremotos cuya intensidad hace que el eje de la Tierra se desplace unos centímetros. Nos miramos con expresión interrogante, y entonces, a menudo, me ruega que aprenda su idioma, para no sentirse tan sola en nuestra casa. Pero yo le respondo que en esa soledad lingüística suya, y en el misterio que de ello se deriva, se cifra gran parte de su belleza y de mi amor por ella, y se retira resignada, como quien ha cerrado un trato desventajoso pero irrevocable. 

1 comentario:

  1. Virginia Avendaño4 de abril de 2011, 16:02

    Hermosa columna. Me recuerda Budapest, la increíble novela de Chico Buarque.
    "... , y ahora mis hombros se ponían tensos no por lo que veía, sino por el afán de captar al menos una palabra. ¿Palabra? Sin la menor noción del aspecto, la estructura, el cuerpo mismo de las palabras, no tenía como saber dónde comenzaba cada palabra o hasta dónde llegaba. Era imposible distinguir una palabra de otra, habría sido como pretender cortar un río con un cuchillo. A mis oídos, el húngaro podía ser incluso una lengua sin enlaces, no formada por palabras, sino que sólo se diese a conocer en bloque".

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