Realizada en la Université de Lyon, en 1987, la siguiente exposición de Laure Bataillon para los estudiantes parte de lo que ella consideraba como los tres ejes principales: la percepción literaria del texto, el conocimiento de la lengua extranjera y el conocimiento de la lengua propia. La traducción al castellano es de Florencia Beranger-Bedel.
La percepción literaria del texto
El traductor debe ser capaz, no sólo de hacer el análisis literario del texto, sino también de captar el movimiento creativo que lo anima y que regirá todas las opciones que deberá tomar a lo largo de la traducción. Hay que tener una especie de visión interior de este movimiento, lo que forzosamente llevará al traductor a tomar ante todo el partido del escritor y del texto que quiso escribir, y no sólo el de la lengua en la que se expresa el autor.
A veces me impresiona ver hasta qué punto algunos traductores se muestran sordos ante los pedidos del escritor prefiriendo atenerse a rígidas teorías que lo preceden.
En otras palabras, nunca pierdo de vista que no es tanto del español que traduzco (y en mi caso no existe el peligro de repetir estructuras) como del español de Cortázar en este caso concreto: ¿cuáles son las particularidades de esa escritura?
Profundizando todavía más, diría que el simple conocimiento de una lengua extranjera no basta, hay que situarse en un registro literario y poder:
· desvelar la lengua empleada por el escritor (clásica, o incluso arcaizante o moderna, popular o cercana al lunfardo, culta…), cuáles son sus manías (inventos, neologismos, etc.)
· ser consciente de su estilo, (es decir la organización de esta lengua de acuerdo a determinada sintaxis y ritmos determinados). Insisto en el ritmo, nunca tenido suficientemente en cuenta).
Lo mismo que no se tienen en cuenta tampoco las sonoridades. Se olvida a menudo que la palabra es sentido más sonido: (ejemplo de Claude Simon: la bicicleta).
Me parece que esta percepción literaria del texto es el criterio más importante para medir la fidelidad del traductor. La fidelidad que me importa porque me parece que es traicionar enormemente al autor el atribuirle, en nombre de una fidelidad puntillosa, por ejemplo, rarezas del lenguaje cuando no existen en su lengua. A la inversa, considero igual traición el endosarle un texto pulido y repulido, conforme a lo que llamamos “buen francés” cuando el suyo está repleto de asperezas buscadas.
El conocimiento de la lengua extranjera
Resulta evidente. Cuánto más variado en el tiempo y el espacio sea el conocimiento de la lengua, mejor. En el caso del español y del inglés, existe gran variedad según el país de origen.
En cuanto al conocimiento de la lengua propia del escritor, no seremos nunca suficientemente escrupulosos y lo mínimo que podemos hacer es leer todo lo que se puede leer de un autor antes de emprender la tarea de traducir una de sus obras.
El conocimiento de la propia lengua
Capital y tantas veces olvidado, es probablemente el motivo por el cual tantas traducciones son defectuosas.
Debemos conocer nuestra lengua lo mejor posible, en su funcionamiento pero también en sus producciones. No sólo el francés de Anatole France – en el caso de que todavía sirviera de referencia- sino también el de Diderot, el de Proust (incansablemente, para comprobar las fenomenales desviaciones que admite el francés considerado rígido), luego el de Queneau, y el de Sarraute, pero también el de Simenon, de… Gosciny y podría seguir.
¿Cómo se podría traducir una lengua refinada, complicada, si no se domina los registros de la propia lengua? (Herny James: terrible agresión es hacer escribir a un gran escritor como un analfabeto en otra lengua pretendiendo torpemente un exceso de fidelidad).
¿Y cómo dar cuenta de los deslizamientos de un escritor fuera de las normas de su propia lengua sin ser capaz de distinguir entre una lengua clásica y una atolondrada?
Es por eso que, emprendido el camino de la traducción, aconsejaría tanto una licenciatura en francés como en lenguas extranjeras y más aún, innumerables lecturas atentas en todos los sentidos: y una incansable curiosidad en la mayor cantidad posible de temas relacionados al arte.
En este punto abro un paréntesis, pero significativo. A veces, para hacer prevalecer los métodos y la lógica que aquí les sugiero, el traductor debe defenderse con firmeza de un adversario inesperado: el editor o su representante, el director de la colección. El público bien puede imaginar el poder de este personaje, pero ¿cómo imaginar las exigencias, a veces extravagantes, que trata de imponer al traductor en nombre de no sé cuáles normativas del “buen uso del lenguaje” que el autor mismo pudo elegir recusar en sus obras?
Para tomar distancia y abarcar estos tres preceptos de base a los cuales hice referencia y como conclusión, retomaré un consejo de Sarah Bernard citado por el traductor Pierre Leyris: “En el teatro nunca hay que actuar una palabra, nunca hay que actuar un verso, nunca una pasada, pero en cada instante la obra entera”.
En todo caso es así como intento traducir.
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