De los muchos autores que tradujo Laure Bataillon, probablemente Arnaldo Calveyra haya sido uno de los que más satisfacciones le brindaron. Es probable que algo de todo eso se trasluzca en el texto que ella escribió para la presentación de Cartas para que la alegría, una serie de complejos poemas que fueron publicados en versión bilingüe por la editorial Actes Sud. El texto fue incluido en el número de homenaje de la revista Arcane 17 y se entrega aquí en versión de Florencia Baranger-Bedel.
Presentación de
Cartas para que la alegría
de Arnaldo Calveyra
(1983)
Lo que primero –y siempre- me impresionó en Cartas para que la alegría, a lo largo de los meses, de los años de reflexión, de impregnación, de trabajo pasados sobre los veintidós poemas en prosa de este libro, fue su unidad.
Lo que produce en nosotros un impacto muy especial es que todos surgen de una misma fuente de inspiración, todos escritos como en un mismo momento, todos centrados en torno a una misma presencia –aun los que no parecen hablar de ello- o más bien de ausencia de presencia: la de la madre que acaba de morir; primer exilio y exilio mayor que explica en parte el tono del libro.
También exilio del ámbito de la infancia que ella representaba en Entre Ríos. Exilio del sitio geográfico: el campo de Entre Ríos del norte de Argentina. Arnaldo Calveyra fue hasta los quince años un chico de campo, de este campo en el que se andaba mucho a caballo y en barco, él como otros. Desde que fue a Buenos Aires para iniciar sus estudios y luego habiéndose instalado en Francia, la vio de tanto en tanto hasta no verla más y la llevó siempre con él como una carencia (grave: siempre me pareció que los exiliados de la tierra forzados a vivir en la ciudad eran doblemente exiliados).
La impresión de exilios múltiples me impactó en esos poemas aunque Arnaldo Calveyra los hubiera escrito veinte años atrás, antes de su exilio –digamos político- en Francia.
Existe una distancia, siempre, en todas esas líneas, aun cuando algunas nos lleven al borde de las lágrimas. Distancia por pudor, primero, pero también por necesidad, para evitar el acercamiento de la visión capaz de engendrar un dolor demasiado fuerte. Distancia también porque el poeta ya está lejos. Las numerosas personas que pueblan este libro son siluetas. Si bien no las conocíamos antes, rápidamente se volverán familiares. Trazos simples también son los paisajes porque se los ve de paso: corriendo, en barco, en auto (pero un auto viejo y lento). O si no son ellos que pasan, por propia iniciativa: como resplandor, reflejo, carrera de la sombra, sin que nunca haya "descripción", nos restituyen admirablemente un lugar, una atmósfera, la de la infancia campestre que podríamos haber tenido. Un poema en particular me revela la materia de una provincia, de una manera de vivir, y de un momento, porque Arnaldo Calveyra es el maestro del instante delicadamente inmovilizado.
La escritura alusiva de estos poemas me detuvo largamente en mi decisión de traducirlos.
Y también un doble movimiento que utiliza el poeta y que complica al extremo la traducción. A una cotidianeidad total del vocabulario adjunta un trabajo muy ajustado, muy personal sobre la sintaxis.
Este vocabulario cotidiano –objetos usuales, maneras de decir familiares, partes de cantos y canciones, títulos de juegos infantiles- comporta la mayor carga de afectividad, de imágenes, y es lo que despierta más emociones en el lector… español. Decir que la connotación de estas palabras ya no será la misma en francés es una banalidad. Pero esta banalidad es precisamente la que me planteó un problema agudo: ¿cómo restituir más o menos lo mismo al lector encontrando las palabras capaces de suscitar más o menos la misma emoción? La tarea era complicada porque era preciso respetar cierta métrica interna.
Segunda dificultad: Arnaldo Calveyra practica en su sintaxis una depuración extrema de su sintaxis –lo que en una lengua retórica como el español ya representa una audacia– un retorno a las fórmulas latinas: elisiones, interrupciones, diferentes construcciones del verbo, etc… Había que hacer que la lengua francesa aceptara todo esto sin perder nada de la fluidez como natural que el poeta había logrado en español.
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