Esas guarras traducciones
He coqueteado mucho con la idea de escribir una Carta abierta a los traductores perezosos, para que le saquen de una vez a Auster y a Bukowski los coños y las pollas de la boca. Y si no lo hice hasta ahora fue por falta de tiempo, no por desidia.
En mi corta carrera de lector me he dado con este fenómeno varias veces: al parecer, los latinoamericanos estamos condenados a sobrellevar el follón quilombo idiomático como podamos, porque los libros que queremos leer desembarcan en nuestro puerto con serios problemas de traducción: una muchacha adinerada es una pija; un sopapo es una hostia; los enemigos van a tomar por culo y Stephen King es un jodido cabrón.
Sobrellevé este empacho lingüístico monopólico con dignidad durante toda mi adolescencia y buena parte de mi vida adulta. De alguna manera, los de mi generación soportamos las lecturas grupales haciéndonos la idea de que protagonizábamos una versión paródica de un filme de Almodóvar:
—”¡Cógele la cabeza a esa pija y larguémonos de aquí!” —leía uno.
—Ja. Cojonudo, el culiado —contestábamos todos.
Empecé a tomar real conciencia de que esto representaba un problema cuando me quise poner a escribir mis propias historias. Mis protagonistas vivían en el barro de una Argentina convulsionada y caótica, pero hablaban como Federico Lupi en Plata dulce:
—Quítese la jodida chaqueta y venga aquí —decían mis cordobeses de arrabal plástico.
Algo, chaval, no andaba bien. Pero contaba con poquísimos elementos para comprender de qué se trataba. Hasta el momento creía yo que la única manera de escribir en castellano era copiando los parlamentos de la Coca Sarli cuando se manoseaba las tetas:
—Salga, ¿qué hace? ¿Qué quiere usted de mí?
Yo sentía que los argentinos no teníamos identidad lingüística, éramos algo a mitad de camino entre un mudo y un alumno muy malo.
De no haber sido por la escritura, por mi empecinamiento con la escritura, jamás me hubiera preocupado acallar esa voz interior que me dictaba en un español hermético cómo debía contar las cosas, qué palabras no se podían usar. Hoy, luego de consultar este tema con amigos que saben más que yo, alcanzo a comprender que la culpa no es del chancho, sino del gilipollas que le da de comer: al parecer, sale más barato que los libros vengan traducidos así. Y entonces a joderse, tío.
Cuando tuve la oportunidad de volcar mis textitos poco pretenciosos a la web, el primer problema que encontré vino con sello importado: fuera de Argentina, nuestra magra y joven materia discursiva no se entendía un carajo. Ergo: los lectores foráneos se pasaban por las bolas mis giros localistas, mis referencias barriales, mis parlamentos radiográficos.
Me costaba y me cuesta mucho entender porqué si acá aceptamos desde siempre esas guarras traducciones horriblemente lejanas a nuestra realidad, a algunos les cuesta tanto esfuerzo descular un párrafo con dos o tres palabras en perfecto lunfardo.
Este desafío a la hora de narrar me acompañó un tiempo. Yo quería escribir en el idioma que escucho todos los días cuando cojo un taxi o cojo el metro. Me gusta escribir en el idioma en que cojo, pero me sentía incómodo haciéndolo y eso era porque desde que tenemos edad de sostener nuestros propios libros venimos leyendo lo que le sale de la punta de la polla a los traductores perezosos.
Tuvieron que pasar varios ejemplares bajo mis pestañas para que entendiera que esa voz no era la única, y que había fuera de los suplementos culturales todo un mundo esperando a ser descubierto. En algún momento (quizá a mitad de camino entre Junot y Cristina Bajo) me quité el peso de encima y dejé de esforzarme por escribir como si estuviera en un puticlub madrileño.
Ha sido una buena decisión (para mí, no sé si para mi escritura): ya no me interesa ahondar en detalles sobre qué es un papo, un chirlo, o cómo brilla el sol cuando la tarde rueda sobre la superficie de La Cañada. A mí me gusta contar historias, al resto lo pueden encontrar en el Google los interesados.
Luego de décadas gastando pasta en traducciones cutres, tal vez sea hora de que dejemos de pensar que hay una sola forma de decir las cosas: estoy hasta las pelotas de que mis héroes literarios “se líen con una tía”, “monten un negocio”, “alquilen un piso” y “se soplen la polla”. Tengo sed de localismos, de giros de calles cercanas, de registros costumbristas de veredas que yo pueda palpar.
Ya no quiero boquear en medio de una catarata de traducciones incomprensibles.
Nunca como hoy he sentido más viva estas lenguas que me lamen los oídos desde lugares familiares, donde sigo descubriendo a autores valiosos que se quitan los guantes sobre el teclado y ponen lo que les sale de los cojones a las historias que nos van contando, a nuestras historias.
Mola la pluralidad, vislumbrar el río de tinta desde la orilla opuesta, que le digamos esto a los lectores que vienen, a los aprendices de escritores que ya están empezando a buscar “gilipollas” en el diccionario: vale la pena escribir como hablamos.
Yo hablo en argentino. Para peor, en cordobés. Esa es la música de mi historia; ¿para qué coño negarlo?
Desde Galicia apoyo incondicionalmente esta defensa de la pluralidad. El imperio está requetemuerto pero el idioma sigue dominando. Y aún por encima lo hace con un nivel que dá pena: nivel de puticlub madrileño. Que bárbaro!
ResponderEliminarUn saludo para Córdoba y para todos los amantes de la tradución literaria.
Como traductora argentina, estoy totalmente de acuerdo con lo que dice Fondebrider, ¿y qué tal cuando nos piden que traduzcamos al español neutro? ¿quién me puede decir en qué consiste este español? Adelante con el argentino que hablamos en cada una de las provincias de este país. Un cordial saludo. Adriana de Buenos Aires.
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