El 20 de agosto pasado, el escritor y crítico Ernesto Schóo (foto) publicó una columna de opinión en ADN, la revista cultural del diario La Nación, de la Argentina, donde reflexiona sobre lo que se pierde en casi toda traducción.
Traducir o no, esa es la pregunta
Recibo el mensaje electrónico de alguien que proclama, indignado, la imposibilidad de traducir a Shakespeare al español. Supongo, porque él no lo dice, que se refiere a las varias versiones de Hamlet que coinciden hoy en la cartelera teatral porteña junto con dos o tres títulos más del Bardo. En mi reseña del Hamlet de Gené –como lo llaman, distinguiéndolo de las otras puestas de la tragedia–, publicada en este diario el pasado domingo 14, también comento no la imposibilidad, sino la dificultad de ese traslado al español de un idioma mucho más condensado. Sobre todo, de su música, su articulación rítmica, que es totalmente distinta. Ejerzamos el muy británico fair play: la lengua castellana es mucho más rica, en vocabulario y en sintaxis, que la inglesa. Más rotunda, también. Sin embargo, quien traduzca Macbeth tropezará, por ejemplo, con esta imagen sorprendente: The multitudinous seas incarnadine. Algo así como "enrojecer los abundantes mares" (se está hablando de un baño de sangre). Pero transportado así, casi literalmente, carece de la fuerza imaginativa del original y en nuestro idioma suena a ocurrencia trivial.
Eso ocurre porque se pierde la música interna de la frase, prácticamente imposible de trasladar a otro idioma. Haga la prueba de llevarla al francés o al italiano (lenguas romances, afines al español) y obtendrá el mismo resultado. ¿Deberíamos, entonces, renunciar a traducir Macbeth? ¿Privaríamos a millones de personas que no hablan inglés de conocer y disfrutar de una obra maestra del ingenio humano? Sería cruel e injusto. Tanto como privar también a quienes no hablan español, de leer el Quijote, por ejemplo.
Resignémonos, entonces, a la aproximación. Algo de la esencia del texto original se trasvasará, sin duda: las pasiones, los recuerdos, las nostalgias, los agravios, se expresan casi de la misma manera en todos los idiomas. Y está de por medio, no lo olvidemos, el talento del actor, su manera de decir, la intención que imprime a su parlamento: yo no sé una palabra de ruso, pero entiendo lo que los cantantes de Boris Godunov están diciendo. Ayudado, claro, por la música de Mussorgsky; en el caso del teatro en prosa, la música está en cómo las palabras van tejiendo su trama sonora. Mi amiga Silvia Baron Supervielle, magistral traductora del francés, conviene en la imposibilidad de transportar íntegro un poema de una lengua a otra (más difícil que traducir teatro es traducir poesía), pero subraya la necesidad de atender, más que a cada palabra en sí, a los acentos. Y destaquemos un principio fundamental: el mejor traductor es el que mejor conoce su propio idioma, aquel al cual está traduciendo, antes que el idioma por traducir. Pertenece a una especie curiosa: la de los traidores inocentes
Una nota brillante...
ResponderEliminarLa poesía pierde totalmente la sonoridad al traducirla, es una lástima.
Siempre lo pensé, pero esto aclaró mis frustraciones.
Funes